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Ilustración: Federico Sáez Anchorena

Los nuevos mesías

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En los últimos años, los hongos adquirieron un rol protagónico en la cultura popular, las medicinas alternativas y las investigaciones sobre ecosistemas. Científicos y divulgadores los consideran aliados clave contra el colapso, otros, compañeros espirituales. La cronista Agustina Tubino se aventuró en la recolección y habló con expertos uruguayos con la pregunta: ¿es la funga la portadora de una nueva buena nueva?

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Alrededor de 20 personas nos amontonamos en círculo en la entrada del Arboretum Lussich, un bosque de 192 hectáreas ubicado en Maldonado. Julián, Christian y Niza, tres jóvenes dedicados a la investigación de la funga, nucleados en el proyecto Expandiendo el Micelio, nos observan desde el centro. Tras comprobar que estamos todos presentes, hay una breve introducción y algunas reglas. Primero: las setas se juntan en cestas para que sigan liberando sus esporas incluso luego de ser recolectadas. Segundo: no se arrancan con las manos sino que se cortan, de ser posible con una navaja especial. Tercero: la consigna es recorrer el bosque juntos, observando la tierra con detenimiento. Si hallan algo, sólo tienen que enunciar la palabra mágica: ¡hongo!

“Las salidas al campo son de las cosas más enriquecedoras. La recolección te estimula desde todo punto de vista, es una experiencia multisensorial”, cuenta a Lento Alejandro Sequeira, investigador formado en ciencias biológicas y referente de la comunidad amante de los hongos, tanto en Uruguay como en la región.

Y continúa: “En las ciudades están pautadas las formas de encuentro y de hallazgo. Las personas que ves, la gente que saludás, las reuniones que planificás están totalmente lejos de la aventura”, continúa Sequeira. Por eso, para activar lo que el investigador denomina “modo hongo”, hay que cambiar la cabeza y predisponerse a tener una “mirada consciente, preparada para el descubrimiento”. Una vez inmerso en el ambiente, con todos los sentidos abocados a la tarea, toparse con un hongo “genera una sensación de maravilla en el cuerpo, un estado de algarabía que dispara todas las endorfinas”.

En el Arboretum, los primeros hallazgos tuvieron una diferencia de pocos pasos entre sí y captaron la atención de todos. Tras reconocerlos al pie de un árbol o escondidos entre el pasto, Christian, Julián y Niza se turnaron para describirlos, examinarlos y sacarles fotos, mientras sus seguidores los escuchaban con una atención de vida o muerte. Después, la cosa se dispersó, pues la ansiedad les ganó a varios, que, deseosos de realizar sus propios descubrimientos, se fueron repartiendo por el bosque.

Tuvieron éxito. No sólo por la cantidad de hongos que encontraron, sino también por la variedad. En menos de dos horas, aparecieron ante los diferentes subgrupos un ejemplar que tiene forma de estrella, otro conocido por su olor a esperma, uno naranja que crece en los troncos y tiñe la madera de su color, otro que parece bosta y que se usa para la piel por su suavidad, muchos deliciosos e incluso uno tóxico, el Amanita phalloides, llamado popularmente “hongo de la muerte”.

La internet del bosque

Durante la búsqueda, los integrantes de Expandiendo el Micelio se encargaron de compartir datos curiosos. El más aclamado: el de la existencia del concepto de Wood Wide Web, la internet del bosque, relatado por Sequeira en el libro Crónicas del reino de los hongos, escrito junto con los argentinos Francisco Kuhar, Gonzalo Romano y Emanuel Grassi. En los bosques, una red de hongos subterránea conecta a los árboles y los abastece de nutrientes (principalmente fósforo y nitrógeno) a cambio de azúcares y carbono. Pero la nutrición no es su única función, además pueden transmitir mensajes mediante señales químicas. De ese modo, “si ciertos insectos atacan un árbol, este puede enviar un grito de alerta silencioso a través del micelio (el cuerpo del hongo, formado por células filamentosas llamadas hifas) para que los demás árboles se preparen para una posible embestida de fitopatógenos”, destaca el investigador en el libro.

En Uruguay estas conexiones están siendo estudiadas de a poco. Una de las involucradas en ese proceso es Fabiana Pezzani, agrónoma, ecóloga y docente en la Facultad de Agronomía de la Universidad de la República (Udelar) especializada en las asociaciones que se dan entre plantas y algunas especies de hongos, llamadas micorrizas. “El primer mensaje que hay que dar es que las micorrizas son lo más común en la naturaleza. Lo raro es encontrar plantas que no tengan esta asociación con estos hongos”, indica al comenzar la entrevista. Tan usuales son que “hay muchos investigadores que hablan de que en realidad las plantas no tienen raíces, sino que tienen micorrizas, pero esos son los más fanáticos. Yo todavía no estoy en ese extremo”.

Existen diferentes tipos de micorrizas. Los grupos más grandes y conocidos son los de las ectomicorrizas y las endomicorrizas. Las primeras podrían reconocerse como aquellas distinguibles a la vista, a través de las setas. Las segundas, las más comunes (están presentes en más de 70% de las plantas), son las “menos atractivas” y más difíciles de estudiar, porque, “como dice el nombre, endo, están adentro de las células corticales de la raíz”. A la vez, “acaba de salir un artículo de unos investigadores en China que demuestra que los hongos están asociados con bacterias”, menciona la docente. “Entender que cuando vemos una planta, un bosque o un cultivo no sólo estamos viendo a la especie vegetal, sino a una cantidad de microorganismos que están haciendo cosas, es bien importante, tanto para conocer su funcionamiento como para manejar ecosistemas”, advierte. En definitiva, “cualquier acción o práctica que afecte a una planta afectará a los microorganismos asociados a ella”.

“Los hongos mejoran la captación de nutrientes y las defensas de las plantas ante patógenos”, continúa Pezzani. Pero sus propiedades no terminan ahí. “Se ha visto que tienen la capacidad de absorber y retener metales pesados, muchas veces contaminantes, y no transferirlos a las plantas”. En tiempos de crisis ambiental, la noticia es alentadora: “Pasan a ser organismos muy promisorios para, por ejemplo, restaurar ecosistemas degradados”. Alrededor de esa noción gira una investigación en la que está participando la agrónoma. “Estamos empezando una tesis de maestría con una estudiante para restaurar pastizales que fueron forestados. Buscamos analizar el rol que pueden tener las micorrizas en esa restauración y ver si con alguna manipulación o agregado de micorrizas es posible acelerarla o activarla”, cuenta. Asimismo, “las micorrizas y las bacterias que promueven el crecimiento vegetal se están usando como biofertilizantes o bioinsumos, para disminuir el uso de agroquímicos”.

Setas mágicas y renos voladores

Christian anunció que tomaríamos un desvío. En vez de continuar avanzando por el camino establecido, nos meteremos entre los árboles hasta llegar a un punto más alto. Mientras ascendíamos con las narices mirando al piso, sedientos de tonos y formas nuevas, Niza pegó un grito. Había encontrado un Amanita muscaria, el hongo de sombrero rojo con puntos blancos que varios asocian al videojuego Super Mario. Es grande como una cara adulta y su sombrero, debajo de las bolitas blancas, tiene la textura de un tomate.

“Hace tres años que no veíamos uno”, contó Niza, justificando su emoción. Además, su presencia es muy positiva para el suelo, explicó. Pero su encanto va más allá de sus efectos en el ecosistema y su estética: el hongo de Mario tiene propiedades alucinógenas. Dicen que no es casual que Papá Noel lleve sus colores. Al parecer, en algún pasado desconocido los renos consumían amanitas, por eso en el relato navideño pueden volar. Por su parte, los humanos ingerían la orina de esos animales para drogarse de una manera que disminuía los efectos negativos que produce el hongo sobre su cuerpo. Este relato puede ser una leyenda, pero el vínculo milenario entre hombres y mujeres con setas de sustancias psicoactivas es real.

Sin ir más lejos, en Uruguay existe un centro de investigación sobre psicodélicos llamado Arché, integrado por profesionales de la Universidad CLAEH, el Instituto Clemente Estable y las facultades de Ciencias, Medicina, Psicología, Química y Humanidades de la Udelar, que estudia, entre otras cosas, los hongos del género Psilocybe, en los que se halla la psilocibina.

“No sabemos desde hace cuánto se usan los psicodélicos; en el caso de la psilocibina, hay testimonios de cronistas que los usaban en la época colombina”, dice Ismael Apud, psicólogo, antropólogo, docente de la Facultad de Psicología de la Udelar y cocoordinador de Arché. Según lo analizado, se cree que los conocidos como “hongos divinos” fueron usados por mayas, aztecas y otras culturas mesoamericanas en rituales “de corte religioso o espiritual, que abarcaban desde contacto con espíritus o una dimensión de lo sagrado hasta adivinación o combate contra fuerzas consideradas dañinas”.

Además de la dimensión social y cultural estudiada desde la antropología, actualmente se está trabajando a nivel internacional en indagaciones clínicas sobre las potenciales aplicaciones terapéuticas de estos hongos. Por ahora “no hay ninguna terapia que esté aprobada por ninguna agencia”, advierte Apud. “O sea que, desde un punto de vista científico, no es posible usar psicodélicos con esos fines”. Los ensayos más avanzados hasta el momento están enfocados en el abordaje de la “depresión resistente”, esa que padecen quienes pasaron por dos tratamientos psiquiátricos farmacológicos sin éxito, y en las aflicciones psicológicas que experimentan personas con enfermedades terminales.

Por fuera de la academia, desde 2023 existe la Sociedad Uruguaya de Psicoterapias Asistidas por Psicodélicos y Enteógenos (Supap), que cuenta con la habilitación del Ministerio de Educación y Cultura y está integrada por casi 100 personas. Su presidente, Federico Montero, es un psicólogo especializado en la terapia conductual que descubrió los psicodélicos a través de sus pacientes. “Me hablaban de la ayahuasca y yo no sabía lo que era. Los escuchaba, pero tenía una cantidad de prejuicios que me llevaban a pensar que estaban locos”, recuerda. Luego de unos años observando sus efectos desde afuera, en 2017 la probó, lo que transformó su perspectiva. “Fue la primera vez que sentí paz en mi cuerpo. Había hecho psicoterapia cerca de ocho o nueve años, psicoanálisis, modelos cognitivo conductuales y EMDR [desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares], pero nunca la había sentido”. Tras esa experiencia, “empecé a comprender cómo actúan sobre las personas los hongos y la ayahuasca”. Luego de estudiar e intercambiar con colegas que también estaban interesados en el tema, empezó a incorporar microdosis de estos psicodélicos en su labor (“dosis muy bajitas que se pueden incorporar en la vida cotidiana”).

“Estos compuestos pueden tener efectos riesgosos para la salud si no se utilizan adecuadamente y en contextos no seguros. Pero con una psicoterapia que permita acompañar se obtienen muy buenos cambios de conducta”, plantea el psicólogo. En particular, “los hongos modifican patrones de pensamiento y de relacionamiento, que llevan al paciente a percibir cosas distintas sobre sí mismo, el mundo y la realidad”, dice entusiasmado. Incluso ayudan a develar “memorias traumáticas”. Los riesgos considerados refieren a la capacidad de la psilocibina de modificar el sistema nervioso, algo que “puede generar mucha ansiedad”. Para evitar pasarla mal, los terapeutas trabajan con quienes la consumen en una “fase de preparación”, en la que “se va instruyendo a la persona para que pueda procesar lo que pasa”.

Las microdosis no son recetadas ni provistas por ninguno de los profesionales de la Supap. Montero explica que sus pacientes acceden a ellas a partir del autocultivo y de la compra a quienes lo realizan. “Hay gente que consigue esporas y en sus casas, en una pequeña cajita de plástico, puede tener su propio cultivo. Es una tecnología que las personas pueden empezar a tener, pero hay que tener cuidado con el consumo”, indica. Otra opción, más popular pero menos cuidada, es la recolección. Los hongos que contienen psilocibina suelen hallarse en la bosta de vaca, pero no se recomienda usar esa vía para su consumo porque es difícil identificar si el hongo recolectado es el que se busca.

Un reino por descubrir

Ni pan, ni vino, ni cerveza. Tampoco chocolate. Sin los hongos, muchas de las cosas que los humanos valoramos no existirían. Recurrir a ejemplos de bebidas y alimentos venerados basta para imaginar la catástrofe de un mundo en su ausencia, pero no es suficiente para dimensionar sus capacidades. Además de hacer posible, mediante procesos de fermentación, la materialización de productos protagonistas en la dieta de muchos, la funga es imprescindible para el funcionamiento de la vida toda.

“Es una imagen que impacta”, dice Sequeira. “Dado que son los grandes descomponedores de la materia orgánica, sin ellos no podríamos estar vivos, ni nosotros, ni las plantas”. Cuando visita escuelas, los niños se ríen mucho al escucharlo decir que es injusta la frase “me aburro como un hongo”. “Si tuvieras que hacer lo que hace un hongo, no tendrías ni tiempo para aburrirte”, opina Sequeira. Quizás esa noción haya sido el germen de un interés por su reino que ha aumentado en los últimos años. En poco tiempo se han formado varios grupos de personas atraídas por los hongos, cada uno enfocado en un aspecto diferente. Hay cocineros ansiosos por incluir setas en sus recetas, investigadores cuyo objetivo es identificar y relevar nuevas especies, y hasta artistas que desean integrarlos a sus obras. La lista continúa y su extensión se comprende: hay más de 1,5 millones de hongos en la Tierra, de los cuales sólo conocemos 7%.

“La persona que llega a los hongos llega con cierto espíritu contestatario, revolucionario, de poder asociarse a algo a lo que hay que darle valor, porque los hongos han quedado como desmerecidos frente a otros reinos tan consumados a nivel academia”, observa el investigador. Hablando de los relatos que se construyen alrededor de ellos, Sequeira retoma la idea del internet del bosque y afirma: “Los hongos no solamente conectan y logran comunicaciones felices entre los árboles, también hay redes de competencia. A veces un terreno lleno de hongos se transforma en un terreno de batalla. Sin embargo, lo que queda en la metáfora, lo que se toma, es esa imagen poética de que los hongos son realmente los organismos que hacen que los ecosistemas sean ecosistemas”.

Esa mirada “está generando una visión popular y cultural muy distinta y muy necesariamente esperanzadora, en la que lo colectivo, la comunión y la conexión se ponen en primer orden”, celebra Sequeira. “Es algo que quizás nos falta a los humanos, que estamos cada vez más conectados tecnológicamente y cada vez más distanciados en otros aspectos más del tuétano humano, de la solidaridad, del encuentro, de la verdadera compañía, de la conversación de calidad, de la lucha contra la repetición, contra el hastío, contra la productividad. Los hongos, desde ese punto de vista, han venido a mostrarnos un mundo diferente, de colaboración”.

Agustina Tubino es periodista. Firma habitual en la diaria, ha incursionado en temas culturales y sociales.

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