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Dayron en su casa del barrio Cordón.

Foto: Mara Quintero

Pa'lante

11 minutos de lectura
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Migrar es empezar otra vez y siempre es un salto de fe: si no hay esperanza, no hay movimiento. Desde hace una década, Uruguay se convirtió en un destino insospechado y lleno de contrastes para la diáspora cubana, que hoy representa 20% de la población migrante del país. Cómo llegan, a qué se enfrentan, qué añoran y cómo van creando redes de apoyo y vidas nuevas en medio del desarraigo, de eso se trata este reportaje.

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Primero la impresionó lo mismo que a la mayoría de sus compatriotas: el frío. Venía de un viaje agotador, al que suelen llamar “la travesía”: voló desde La Habana a Guyana y de Guyana a la frontera con Brasil, donde se subió a una camioneta en la que era la única mujer, rumbo a Boa Vista. Allí pasó una noche en casa de desconocidos y al día siguiente tomó un ómnibus en el que viajó durante 12 horas hasta Manaos, en donde tomó un avión a San Pablo, para tomar otro hacia Porto Alegre, para finalmente ir en auto hacia Rivera. Una vez acá, se encontró por primera vez con el invierno, pero el gris de Montevideo fue soportable en comparación con lo que había dejado atrás.

Después, la sorpresa fue provocada por una movilización del Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos. “¡Los van a meter presos a todos! Vámonos de aquí”, le dijo a quien la acompañaba al ver a los trabajadores en los alrededores del Palacio Legislativo. Antes de que se agudizara su nerviosismo, recibió palabras tranquilizadoras: “Eso no pasa aquí, no va a ocurrirte nada”, le aseguraron.

Madelyn del Río tiene 51 años y nació en Caibarién, un pueblo ubicado en la costa norte de Cuba, donde estudió una licenciatura en educación artística, otra en sociología de la cultura y una tecnicatura en administración de empresas. Hasta 2019 se desempeñaba como directora de la división de cultura de su municipio, del que resolvió irse por el cansancio que le generaba tener que pedirle permiso al Partido Comunista para cada actividad que coordinaba. Además de eso, en su decisión de migrar pesaron el reconocimiento de un “adoctrinamiento” constante y el dolor que sintió cuando sus hijos partieron a Angola para cumplir con el servicio militar obligatorio. Se fueron dos años cada uno, durante los cuales vio llegar al país varios cajones con cadáveres, siempre rezando para que el próximo no fuera el de sus muchachos. “Ninguna madre está preparada para eso”, afirma.

Una vez acá, “desesperada por conseguir un trabajo, como todos los inmigrantes cuando llegan”, terminó dedicándose a tareas lejanas a su formación. Gracias a otro cubano que conoció en una pensión, Madelyn ingresó a una agencia de acompañantes, en la que estuvo seis meses. Allí ganaba 100 pesos la hora y trabajaba tanto de día como de noche. Luego fue contratada por un par de empresas de limpieza para encargarse de la higiene de distintos espacios —el Casmu, el Hospital Militar, el shopping Punta Carretas, el LATU— y finalmente pasó a la tarea que la sostiene en el presente: es la niñera de dos hermanos pequeños.

“Yo soy de las que no claudican, me adapto y sigo”, afirma al repasar su trayectoria. Hoy vive en La Blanqueada, en un apartamento que habita junto con sus dos hijos, su nuera y su nieta, pero primero tuvo que pasar por lo típico para muchos extranjeros que deciden instalarse en nuestro país: un par de pensiones caras y hacinadas. “Tienes que hacer fila para cocinar, para poder lavar, para ir al baño”, comenta. Y agrega: “Yo no estaba acostumbrada, viví con mis hijos y su padre durante 24 años en un hogar estable, y eso me chocó”.

En la primera pensión que habitó, Madelyn pagaba 6.000 pesos por una habitación compartida con una mujer, también de su pueblo, a la que se encontró en Montevideo de casualidad. Luego pasó a vivir en otra por la que pagaba lo mismo, pero por un cuarto en el que dormía con tres personas. Todo en apenas siete meses. Más tarde, antes de mudarse a su actual casa, se enamoró de un hombre uruguayo y convivió con él, algo que todavía agradece, porque asegura que su compañía la salvó. Eran tiempos en los que “comía un churrasco y lloraba, porque sabía que en Cuba mis hijos no lo podían comer. Si no fuera por el sostén de él, no sé qué hubiese pasado”, admite.

En el limbo

Según el informe de resultados de la Etnoencuesta de Inmigración Reciente en Montevideo, publicado en 2018 por el Programa de Población de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República, el arribo a Uruguay de personas originarias de Cuba se acentuó a partir de 2016, principalmente por “las condiciones del país de salida y el endurecimiento de las condiciones de acogida en otros países receptores”.

Juan Carlos en una clínica odontológica de Cordón.

En 2023, Uruguay alcanzó las 24.193 solicitudes de refugio acumuladas sin resolución, de acuerdo con datos del Ministerio de Relaciones Exteriores difundidos por El Observador. Del total, “la mayoría son cubanas, hay unas 3.000 o 4.000 venezolanas”, dijo Diletta Assorbi, especialista en migración, educación y gestión de riesgos e integrante de la ONG Idas y Vueltas.

La condición de refugiado puede adquirirse al demostrar que la emigración se realizó “para escapar de conflictos, persecuciones y otras formas de violencia”, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Para conseguirla aquí, los extranjeros deben tener una entrevista con la Comisión de Refugiados (CORE), un organismo que “está colapsado desde hace bastante tiempo” y no logra responder a la cantidad de gente que acude a él.

Si bien al ingresar la solicitud los migrantes adquieren una condición de regularidad, pues pueden tener un documento de identidad, un trabajo formal y acceso a los sistemas de salud y educación, la aprobación de la CORE es fundamental para terminar de establecerse y para que se les habilite la reunificación familiar. Mientras no los contactan desde este organismo, los solicitantes “viven con la expectativa de qué sucederá y les es muy difícil asentarse sin definir si efectivamente van a poder quedarse a vivir acá”, planteó Assorbi.

Antes de 2023, quienes no accedían al estatus de refugiado tenían la opción de obtener una visa de turismo o laboral en Brasil, pues los cubanos necesitan una visa para entrar a Uruguay. Así lograban sellar su ingreso y comenzar a tramitar la residencia. Aunque este sistema era “ilógico”, porque implicaba pedir una visa de entrada a un país en el que ya estaban viviendo, “era un procedimiento relativamente sencillo, no demasiado costoso, y hacía que las personas pudieran pasarse de un mecanismo de protección internacional a un mecanismo de regularización migratoria sin que colapsara ninguno de los sistemas”, dijo Assorbi. Pero el año pasado las autoridades suspendieron cualquier emisión de visas en fronteras.

A partir de los reclamos de varias organizaciones, que señalaban que se había generado “un limbo jurídico que dejaba a muchos desamparados” y que la CORE, por cómo estaba estructurada, jamás podría entrevistar a 25.000 personas, en mayo la Dirección Nacional de Migración anunció la creación del Programa de Residencias por Arraigo, una iniciativa que busca resolver la situación otorgando residencias especiales por motivos de arraigo laboral, familiar o de formación o estudio. El decreto aplica para los migrantes que a la fecha de su publicación sean solicitantes de refugio, hayan ingresado regularmente a Uruguay y tengan una permanencia en el país superior a 180 días.

El programa excluye a quienes ingresan al país irregularmente, sin pasar por un puesto migratorio, y tampoco contempla a los trabajadores que hacen sus actividades de manera informal. Este último punto representa un problema, “porque estamos haciendo recaer sobre la persona migrante la responsabilidad de un trabajo informal, cuando en realidad la responsabilidad es del empleador”, lamentó la especialista. Desde su perspectiva, lo adecuado sería buscar mecanismos que protejan a esos trabajadores y contemplen la existencia de los emprendedores, pues “hay muchos”.

Por otro lado, Assorbi señaló que, aunque “por fin hará que la CORE sea un poco más liviana y efectiva”, el decreto no resuelve el problema esencial. “Seguimos sin tener respuestas sobre qué va a pasar con las demás poblaciones que van a seguir llegando”, porque es un hecho que “Uruguay continuará recibiendo población migrante”, concluyó.

Andar cogiendo vista

Además de dedicarse al cuidado de niños, Madelyn integra un colectivo, llamado Manos Cubanas, que se dedica desde hace un año a la ayuda humanitaria orientada a personas de su país. El movimiento, que surgió ante la observación de que existían estafas a migrantes vinculadas al cobro de trámites gratuitos y el desamparo en varios sentidos, está liderado por ella y tres compatriotas más: Juan Carlos González, Dayron Real y Sonia Felipe, con los que ya habían integrado otro grupo vinculado a su tierra, Cubanos Libres, que decidieron abandonar por razones políticas.

Dayron en su casa del barrio Cordón.

“La gente no suele llevar lo humano junto con la política”, dice Sonia antes de explicar que existen quienes se niegan a colaborar con otros por haber estado a favor del comunismo en el pasado. “Cuando yo salgo a ayudar a la gente, no le ando preguntando qué equipo de fútbol le gusta o qué partido político vota, no me importa”, añade. Para ella, las acciones llevadas a cabo con Manos Cubanas, como asesorar a los recién llegados a Uruguay, compartir un chocolate caliente con personas en situación de calle o hacer una colecta para pagarle un pasaje a un hombre que por motivos personales desea retornar a su país, son una vía de transformación y una posibilidad de resignificar su historia.

“Necesitas ayudar a otros para sanar tú misma todo el daño que te han hecho”, comenta, y confiesa: “Cuando ayudo a la gente soy otra persona, se me va todo escudo”. Sonia tiene 40 años, es economista y vino a Uruguay en 2019 con sus hijos, de 11 y 13 años, luego de que su sobrino desapareciera. La última vez que lo vieron, salió a pintar un cartel en contra del régimen comunista, algo que inicialmente haría junto a ella, que esa noche no pudo ir. Sonia comenzó a expresar sus ideas siendo muy joven, algo que le salió caro, pues vio recortadas sus oportunidades en el mundo laboral.

Tras llegar a Uruguay, después de hacer la misma travesía que Madelyn, se instaló en una casa en Lezica, cuya dueña le confirmó que en Uruguay existe la xenofobia. “Me decía que no iba a ser nadie acá, que no tenía derechos”, recuerda. Pese a la desmotivación, Sonia creció rápido. Cinco días después de haber llegado compró un carrito de panchos a 500 dólares, en el que trabajó durante varios meses en Paso Molino. Fueron tiempos, “más que nada, de andar cogiendo vista”, como le dicen en Cuba a observar y prestar atención para alcanzar un fin determinado. “Fui mirando todo lo que hacía la gente, cómo se movían, los diferentes rubros, sacando datos de todos lados”, cuenta. “Así supe del barrio de los judíos, al que la gente va a comprar para revender, y cómo funcionan los puestos en la calle: hay que ir a la intendencia, pedir permiso, abrir una empresa en el BPS [Banco de Previsión Social] y contratar a un contador”. Con toda esa información, resolvió vender el carrito, que no estaba regularizado, para poner un puesto de juguetes y artículos de bijouterie.

Empezó con una mesita de un metro cuadrado y ahora ocupa alrededor de diez. Es un trabajo sacrificado, porque el frío se sufre y el horario es extenso, pero igual le gusta y se dedica a él con esmero. Pero su puesto no es sólo sede de ventas, también funciona como una extensión de su vida en redes sociales. Sonia tiene una cuenta en TikTok con casi 13.000 seguidores, en la que expresa su postura política: no duda al afirmar que en Cuba hay una dictadura ni al oponerse a quienes no lo perciben así, entre ellos, algunos políticos uruguayos. Esta mirada le ha costado duras críticas (de hecho, tenía otra cuenta, con 30.000 seguidores, pero se la cerraron por denuncias) y algunas de ellas le han sido expresadas cara a cara por personas que la han reconocido en la calle.

Según relata, además de insultarla, llegaron a romperle el vidrio del auto y a amenazarla. El comentario más clásico que recibe es la invitación a marcharse porque no es “nadie para opinar”, a lo que responde: “Sí, soy alguien y si no te gusta, junta firmas y cambia la Constitución, porque la ley 18.250 [que afirma que ‘las personas migrantes y sus familiares gozarán de los derechos de salud, trabajo, seguridad social, vivienda y educación en pie de igualdad con los nacionales’] a mí me da los mismos derechos y obligaciones que a cualquier uruguayo”.

Sonia en su puesto en Paso Molino.

Como el malecón

Los integrantes de Manos Cubanas suelen reunirse en la casa de Dayron, un hombre de 29 años que vino a Uruguay en 2019, también luego de una travesía, junto con una prima que le prestó la plata para pagarla y el hijo de ella. Juntos pasaron la primera noche en Uruguay: durmieron en la terminal de ómnibus de Rivera sin saber a dónde irían cuando llegaran a Montevideo; más tarde pasaron un mes en una pensión, luego dos meses en otra, un tiempo en la casa de una señora y otro en un lugar que alquilaron. Después, ellos se fueron a Estados Unidos y él logró encontrar su propio hogar.

Hoy trabaja por la noche, cuidando a un hombre que tiene alzhéimer, y también abrió un monotributo para vender en la feria artículos artesanales creados por cubanos y venezolanos. Antes fue asistente de mantenimiento y guardia de seguridad. En Cuba hizo de todo, pero su principal trabajo fue la docencia, a la que accedió por un programa creado ante la escasez de maestros. Estuvo en la educación ocho años, pero terminó decepcionado porque “había que mentir mucho”.

Del pasado habla poco. Dice que disfrutó su infancia porque el pueblo en el que vivía, Guanabacoa, está alejado del centro de La Habana y los niños jugaban en la calle rodeados de los árboles frutales que había en todas las casas. Busca algo de eso acá, por ejemplo en la plaza Seregni, en la que disfruta el verde. “También la rambla me gusta, porque me recuerda mucho el malecón habanero, o Ciudad Vieja; cuando voy intento ver La Habana Vieja”, relata. “Me enamoré de Uruguay y trato de buscar la similitud física entre los dos países, pero nunca voy a lograr llenar el espacio del abrazo de la familia”. A pesar del dolor, piensa que “la esperanza es lo último que se pierde” y que “cuando uno sale de su tierra, tiene que agarrarse muy fuerte de ella”. Lo importante es “seguir pa'lante”.

Otra de las cosas que le atraen es el candombe, porque los tambores le recuerdan el “toque” que se realiza a modo de ofrenda, tanto para pedir como para agradecer, en su religión, la yoruba, de origen africano y popular en Cuba, Haití y Panamá. En Uruguay aún no existe un grupo que la predique, pero es probable que sea sólo cuestión de tiempo. De hecho, Dayron ya creó un grupo de Whatsapp entre sus practicantes “para ir unificando a la comunidad” acá.

Juan Carlos, de 56 años, también es amante de nuestra cultura: se presenta como un uruguayo nacido en Cuba. A diferencia de Madelyn, Sonia y Dayron, llegó legalmente, en 2013, gracias a una pareja uruguaya a la que había conocido por internet mientras trabajaba como electromédico en una misión en Venezuela durante la cual terminó de desencantarse con su país, pues vio que “detrás de todo había un negocio” y que la malversación de fondos era moneda corriente.

Madelyn en la rambla del puertito del Buceo.

Al llegar vivió con su novia durante un año y consiguió un trabajo instalando sistemas de riego y de combustible para una empresa tercerizada que hace tareas para Ancap. Luego se separó y pasó a una pensión que “era como un hostel”, con baño en suite y servicio de cama incluido, pero, pese a la comodidad, la tristeza igual lo visitaba. Como Dayron, para enfrentarla iba a mirar el Río de la Plata, algo que hizo ni bien puso un pie en Uruguay. “El primer fin de semana vi a muchachos jóvenes sentados, tomando mate o cerveza, conversando, tocando la guitarra, y esa es la imagen que tengo hasta hoy. Yo sigo viendo ese país tranquilo, aunque ahora pongan en el informativo que mataron a tres o cuatro”, asegura.

Más tarde, Juan Carlos fue dueño de un lavadero, con su actual pareja, y luego lo vendió para dedicarse a su empresa de instalación de yesos. Además, tuvo un hijo, que ahora tiene 8 años. A veces, durante los actos de su escuela, “lo miro y lloro, pienso que nunca fuimos libres”, confiesa tras recordar los tiempos en los que aprendió, con el abecedario, que la efe era la letra de fusil, o en los que anhelaba pasar al secundario para que lo dejaran tener el pelo un poco más allá de la nuca, o cuando, a los 17 años, tuvo que aprender a maniobrar una AKM, pues era obligatorio en su educación. “Le tenemos pánico a la izquierda y sé que es difícil entenderlo, pero nunca he podido llenarme de resentimiento con ustedes porque son gente extraordinaria”.

Agustina Tubino es periodista. Firma habitual en la diaria, escribe de temas culturales y sociales.

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