Jean ajustado, iPhone en la mano y un paso seguro mientras esquiva los charcos de la calle de tierra. Fadima parece caminar entre dos mundos. Aunque nació en Guinea, de niña se fue con su familia a España. A los casi 30 años decidió volver a su país en busca de algo que todavía no tiene nombre.
En este viaje por África Occidental, encontrar a alguien que hable español con fluidez es una rareza y, al mismo tiempo, una oportunidad para profundizar en temas que generalmente me resultan inaccesibles. Cuando me topé con el dato de que a 95% de las mujeres de Guinea se les practicó la mutilación genital, se me estremeció todo el cuerpo y enseguida le escribí a Fadima. Al día siguiente nos juntamos en un café con menú internacional, espacio de coworking y muebles de diseño.
—Para mí no es un tabú hablar de esto. Obvio que yo lo pienso y si tengo hijas no se lo haría a ellas, pero es parte de nuestra tradición.
Quienes se rebelan al mandato son estigmatizadas y les resulta difícil conseguir marido, ya que los hombres tienden a exigirlo para contraer matrimonio. Las encargadas de hacer el corte suelen ser mujeres mayores y después hay una celebración. En el fondo, además de la coerción sobre el cuerpo de la mujer, tiene que ver con la pertenencia a la comunidad.
Existen otros rituales que implican sacrificios físicos. Son ceremonias arraigadas en la sociedad, aunque resulten impactantes a la mirada ajena. En un país que fue invadido, esclavizado y boicoteado, las tradiciones funcionan como un refugio de identidad y resistencia. El dolor, lejos de ser un mal a evitar, se abraza como parte del camino hacia un estado superior.
Los años en Europa le dieron a Fadima la distancia para analizar su origen, las conductas de sus padres y algunos rasgos de la vida guineana.
—Hay algo con el sufrimiento. Se cree que cuanto más sufre una mujer, mejores van a ser sus hijos. Entonces bancan todo: golpes, violencia psicológica, infidelidades. Son mujeres fuertes, aunque obedientes.
A pesar de que el divorcio es legal, en la práctica no suele ser una opción real. El trámite es engorroso, especialmente si lo inicia la mujer, y el estigma social funciona como un disuasor potente. Además, como la mayoría de las mujeres no tienen propiedades a su nombre, el matrimonio termina siendo una forma de supervivencia.
Después de almorzar nos vamos a otro barrio a visitar a una amiga. En la entrada del edificio, por un pasillo angosto, Fadima me presenta a un chico en proceso de abandonar la adolescencia.
—Es mi hermano pequeño.
—Ah, encantada.
Pienso en la historia que me contó antes y algo no me cierra: yo entendí que toda su familia seguía en España.
—¿Es tu hermano-hermano?
—No, es una manera de decir.
Llegamos a un patio interno y saludamos a una pareja casi escondida entre la ropa colgada. En una salita contigua abarrotada de telas y máquinas de coser, cuatro hombres nos invitan a unirnos a su fuente de arroz. Una chica aparece cargando un bollo de telas en la cabeza.
—Ella es mi hermana —dice Fadima mientras recibe las telas para llevarlas a algún lugar en el piso de arriba. En la escalera le repito la pregunta.
—¿Y ella es tu hermana de verdad?
—No, es mi prima. Pero en Guinea no tenemos una palabra para primos, somos todos hermanos. En francés hay una palabra, pero nadie la usa. Lo mismo con los tíos, para nosotros son padres.
En Uruguay y buena parte de Occidente, los roles familiares están delimitados con distinciones claras. En Guinea, en cambio, las categorías se difuminan: los primos y los amigos son hermanos, los tíos son padres y la familia se expande hasta confundirse con la comunidad entera.
***
Maladho.
Foto: Franca Levin
Maladho es mucho más menudo que yo, así que le pregunto dos veces si está firme antes de subirme a la moto. Es médico, sonríe con la picardía de un niño en plena travesura y tiene un auricular inalámbrico en un oído. Es un anfitrión destacado en Labé dentro de la plataforma Couchsurfing, la red que conecta a viajeros con locales dispuestos a abrir las puertas de su casa.
Cuando llegamos sólo veo un portón azul. Del otro lado hay cuatro viviendas construidas alrededor de un patio con dos árboles de mango en el centro. Ahí es donde las mujeres despliegan braseros y ollas para cocinar, mientras un grupo de niños corretea de acá para allá. A golpe de vista es imposible saber quién vive en cada casa.
La de Maladho está pintada de blanco y verde. Ahí ocupa dos habitaciones con su esposa —embarazada de siete meses— y su hija de 3 años. El resto de la vivienda corresponde a otras familias que rara vez cruzan el límite del pasillo. Labé, la capital de esta región norte de Guinea, atrae a parejas jóvenes de distintos puntos del país en busca de trabajo.
Mi dominio del francés ha mejorado bastante tras siete meses de viaje por África Occidental, pero todavía no alcanza para conversaciones profundas ni preguntas que se salgan del guion. Por eso, cuando arranca un cuestionario que conozco de memoria, hago los mismos chistes con una espontaneidad impostada.
—¿Y tú no estás casada?
—No, no; los maridos son para problemas.
Mientras la esposa suelta una carcajada, a Maladho no le cierra la broma. Al día siguiente y con el celular en modo traductor me vuelve a hablar del tema.
—¿Y tampoco tienes hijos?
—En principio no me interesa tener hijos, tengo otros proyectos.
—¿Y quién te va a cuidar cuando seas mayor?
Explicar cómo funciona mi mundo sería enredado, así que busco una salida más simple.
—Tengo muchos sobrinos.
—¿Y por qué no te dan uno?
Mi cara de confusión basta para que aclare la respuesta.
—Si una mujer no puede tener hijos, un pariente le da un bebé para que lo críe como propio. Es un acto de amor.
La idea de que una mujer simplemente no quiera tener hijos parecería no estar contemplada. Seguimos charlando de tradiciones y proyectos de vida, hasta que extiende una invitación demasiado tentadora como para rechazarla.
—El sábado se casa una sobrina en mi aldea natal, ¿quieres venir? Eso sí, una vez allá nos tenemos que quedar varios días.
***
En buena parte del mundo, un viaje de 200 kilómetros no implicaría desafíos sustanciales. Sin embargo, esto es Guinea: rutas nacionales con más baches que asfalto y caminos de tierra inundados por las lluvias. Como si fuera poco, vamos en una moto de 125 cilindros con 40 kilos de equipaje atados en la parrilla.
Con los ojos todavía acostumbrados al entorno árido y plano del Sahel, las montañas con 100 tonos de verde de Futa Yallon son un festival inesperado. El paisaje entretiene y, de paso, distrae de los calambres. Salimos a las cinco de la mañana y siete horas después frenamos a cargar nafta en un almacén que la vende en botellas de un litro. Maladho dice que faltan 10 kilómetros para llegar. A esta altura, cada metro sobre el camino rocoso es un martillazo en las lumbares.
Tal vez por el agotamiento, la carga, lo complejo del camino o por todo eso junto, la moto pierde agarre en la subida y caemos hacia un lado. Aunque sólo nos quedan algunos raspones, la señal es clara: llegar a la aldea no es fácil.
La madre y las hermanas de Maladho vienen eufóricas a saludar apenas llegamos, pero rápidamente se escabullen hacia otro sitio. Quedo rodeada de hombres con trajes de colores brillantes, sentados en sillas de plástico o encima de las motos.
A la derecha, la novia durante la ceremonia de matrimonio.
En Guinea conviven 24 grupos étnicos. Yo todavía me pierdo en los matices que apenas empiezo a distinguir, pero en esta región la mayoría es peul —también llamados pular o fulanis—, un pueblo originariamente nómade y con gran incidencia musulmana. Los hombres conversan en pular mientras esperan por su turno en la ronda de té. Apenas alcanzo a colar algunas palabras sueltas que me enseñó Maladho estos días.
Entre la multitud sólo encuentro a una mujer. Está atrás, en la zona que reservan para unos grandes morteros de madera. A diferencia de los modelos que conozco, aptos para hacer un guacamole en la mesada de la cocina, estos se apoyan en el piso y tienen cerca de 1 metro de altura. La mujer sube y baja un poste con fuerza para moler el arroz que hay dentro del recipiente. Es un ritmo constante, casi musical; la banda sonora de una película que en primer plano tiene a hombres tomando té.
De pronto, traen una bandeja enorme con arroz, papas, carne y otros ingredientes que no logro identificar. Un chico divide el contenido en tres fuentes y las ubica en distintos puntos del patio. El grupo de casi 30 hombres y niños se divide alrededor de los recipientes para comer con la mano. Una vez más pregunto dónde están las mujeres y la respuesta es la misma que hace dos horas: “Están preparando”.
A las seis de la tarde, con el sol tiñendo de naranja la aldea, Maladho me señala una casa a 100 metros: “Está comenzando”. Una figura sale cubierta con una tela blanca, como cuando un niño se disfraza de fantasma con la sábana de los padres. De repente, decenas de mujeres y niñas comienzan a rodearla mientras aplauden y cantan. Me ubico en la galería de la casa de enfrente para no romper su intimidad. Desde ahí no llego a ver a la novia, pero sé que está acostada en el piso y las mujeres le bailan alrededor. Una señora mayor tira billetes al aire para atraer fortuna. Otra los recoge y vuelve a lanzarlos.
La fiesta es de las mujeres, son ellas las que cantan, aplauden y bailan. Los hombres mantienen distancia y alguno levanta el celular para grabar. De pronto, el cuñado de Maladho carga la escopeta y dispara al cielo.
Después de varias canciones, la novia se quita la tela blanca y regresa a la casa para tomarse fotos con los invitados. Recién ahí puedo verle de cerca los rasgos adolescentes. Tiene billetes grapados en la ropa y un paraguas rojo también forrado en dinero. Al verme con una cámara grande me piden que le saque fotos. En casi ninguna sonríe.
Pasada media hora, la pregunta se impone: ¿dónde está el novio? Cuando por fin se lo consulto a Maladho, estoy segura de que entendí mal. Reformulo, insisto, uso el traductor del teléfono. La respuesta es siempre la misma. El marido no está.
Me explican que no es obligatorio que el novio esté presente el día del matrimonio. Alcanza con que mande de representante a su padre o hermano mayor para que la unión tenga validez. En definitiva, lo que se celebra no es la alianza entre personas, sino entre familias. Desconozco si este es el caso, pero en Guinea siguen existiendo los casamientos arreglados en que los novios ni siquiera se conocen.
Mujeres durante la ceremonia del matrimonio.
Hay un protocolo de saludos y fotos que parece importarle poco al grupo de mujeres que no para de cantar. Están en otro sector, pero siguen aplaudiendo y bailando eufóricas. Las niñas, en cambio, lo hacen con menos entusiasmo. Como si no terminaran de entender lo que está pasando. O tal vez lo entienden de sobra.
***
Maladho no es cualquier hijo que vive en la ciudad y cada tanto los visita, sino que es el único médico que llega a estos territorios. Cada mañana se sube a la moto para ir a las aldeas vecinas y revisar a los enfermos. Especialmente en esta época del año, ya entrada la temporada de lluvias, los casos de malaria se multiplican aceleradamente.
Cada pequeña comunidad está compuesta por un puñado de construcciones con un tronco familiar definido, pero enlazado con las aldeas vecinas. En todas Maladho me presenta a un hermano. Ya no pregunto si es de sangre o simbólico; es una distinción vacía de significado.
Mientras Maladho le toma la presión a un tío que vive a 2 kilómetros de su aldea, dejamos cargando las baterías dentro de la casa: es la única con electricidad en la zona. Lejos de cualquier centro urbano con servicios básicos, la supervivencia en la montaña depende del poder colaborativo de la red. Insumos médicos, motos, paneles solares y la escasa tecnología que llega a cuentagotas a esta región se comparten entre todos.
El padre de Maladho tuvo cuatro esposas, el máximo que se permite dentro del islam. Para tres de ellas, incluida la madre de mi anfitrión, construyó casas en la aldea Souloudji Gomba. Sus hijos se criaron juntos, trabajaron los mismos campos, celebraron fiestas y resistieron abrazados todas las tormentas. Contrario a mi prejuicio intuitivo, Maladho me asegura que siempre se llevaron bien, que fueron —y siguen siendo— una sola familia. Miro a los niños de la aldea, que se mueven en manada, e imagino que su crianza no debe de ser muy distinta en relación con los años noventa, cuando Maladho era niño.
Aissatou es la hermana mayor de Maladho. También está en un matrimonio poligámico, como casi la mitad de las mujeres de Guinea. Su marido, con quien tuvo siete hijos, tiene una segunda esposa. El patrimonio familiar consta de dos casas: una tradicional de adobe y techo de paja que es una única habitación circular y otra de hormigón con cuatro habitaciones. Cada esposa duerme en un cuarto distinto con sus hijos pequeños, el marido en otra y, por estos días, yo en la cuarta. Al principio, cuando todavía no entendía la dinámica familiar, llegué a confundir a la segunda esposa con una hija más.
Cada mañana las mujeres barren las hojas del patio, se ocupan de sus hijos y gestionan la cocina. La dieta es a base de arroz, generalmente con una salsa de maní o vegetal por encima y otras veces en forma de tori, unas masas de harina de arroz con una consistencia entre la gelatina y el chicle.
El trabajo en el campo también recae sobre las mujeres. A media mañana, Aissatou se ajusta a su hijo más pequeño contra la espalda, coloca sus pertenencias en un baldecito que lleva en la cabeza y emprende camino. El terreno está a una hora a pie, con una pausa en una cañada para bañar al bebé. Cuando llega, Marie ya está trabajando. Es la otra esposa de su marido.
Sin bajar al bebé de la espalda, busca una azada entre las herramientas y se une a Marie en la tarea de limpiar el terreno. Cuando juzga el sector lo suficientemente libre de maleza, esparce un puñado de arroz con cáscara sobre la tierra. En un momento llega su hijo de 11 años y también se pone a trabajar. Los tres con los pies descalzos sobre la tierra todavía húmeda por la lluvia de anoche. El horizonte oscuro anticipa que no falta mucho para que caiga el chaparrón del día.
Tras dos semanas en la aldea, es momento de regresar a Labé. Casi toda la familia está presente para despedirnos mientras acomodamos el equipaje y Maladho reparte los últimos medicamentos. La hermana se acerca y él le da un paquetito casi a escondidas. Rápidamente capta mi curiosidad y resuelve el misterio antes de que yo pregunte: “Planificación familiar”.
Participantes de la ceremonia del matrimonio.
La escena puede ser excepcional en el contexto del país. El uso de métodos anticonceptivos modernos es bajo: menos de la mitad de las mujeres accede a ellos, tanto por la dificultad material de conseguirlos como por la presión social de tener más descendencia. Aunque acá insistan en el buen vínculo entre las esposas, la fertilidad de las mujeres en matrimonios poligámicos tiende a ser mayor, alimentada por cierta competencia silenciosa. La maternidad es una forma de ganar estatus dentro del hogar y Aissatou parece satisfecha con sus siete hijos.
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Lissa es colombiana y hace diez años que vive en Guinea. Enamorada de la danza tradicional del país, su casa queda en medio de Matam, el barrio artístico de Conakri. Caminar con ella por la calle es saludar a cuanta persona se cruce por el camino. No es una foté más, como llaman a los blancos por acá, sino que se ha ganado el respeto y el reconocimiento de la comunidad. Con los años logró construir un puente entre quienes viajan a Guinea para aprender de la música y la red comunitaria local.
A una cuadra queda la Casa de la Juventud de Matam. Estos espacios fueron creados en los años sesenta, cuando Ahmed Sékou Touré, el primer presidente, apostó por la cultura como herramienta política. Tras la independencia, en 1958, Guinea fue castigada con un boicot feroz de Francia y quedó aislada. En ese vacío, Touré convirtió a los artistas en funcionarios del Estado y fundó ballets nacionales y casas de la juventud, con lo que les dio a las artes el rol de sostener la identidad nacional frente al asedio poscolonial.
En la actualidad, el apoyo al arte está totalmente desdibujado. A los artistas de los ballets les pagan miserias por presentarse en actos políticos y las casas de la juventud que siguen en pie lo hacen por el esfuerzo de la comunidad.
Llego a la Casa de la Juventud de Matam 15 minutos tarde porque calculé mal el tráfico de la capital guineana. Las actividades no se detienen a pesar de la lluvia y Lissa me recibe empapada en sudor mientras ensaya con Casa de Djembe, uno de los grupos de percusión y danza en los que participa. Arriba del escenario, otra chica colombiana se prepara para recibir una clase de baile con la maestra Marietou, una mujer menudita, con varias vidas en los hombros y una energía inagotable. En medio del galpón, el grupo de acróbatas hace piruetas casi rozando las vigas de madera. Entre el griterío y los tambores, Lissa me explica la función social del lugar:
—No es sólo para bailar o tocar el tambor, sino que saca a los chicos de la calle. Les da algo para hacer y una red de contención. Ahí atrás hay un cuarto donde duermen, algunos permanentes y otros de lunes a jueves, los días que hay ensayos del ballet.
Casa de la Juventud de Matam. Al centro, la profesora de danza Marietou.
Todos los acróbatas y los percusionistas que vi hasta ahora son hombres. Hay mujeres que bailan, pero la tendencia masculina es evidente.
—Las familias no quieren que una mujer sea artista. Son muy estigmatizadas y las obligan a abandonar. Hay algunas que se rebelaron, como mi maestra —dice mientras señala a Marietou—, pero el costo es muy alto.
Los grupos de danza y percusión construyen una familia paralela. Se pasan el día juntos; ensayan, enseñan y comparten el plato de arroz que se consiga. Los casamientos, los cumpleaños y las despedidas se celebran con un dundunba, un festival abierto en el que cada persona, por turno, se lanza al centro y baila hasta que una señal convoca al resto a terminar la danza en colectivo. Lo que brota ahí no es sólo música, sino una energía que potencia y contagia. Un hermano de vida, con quien se comparten desafíos, alegrías y miserias, puede volverse más importante que uno de sangre. Y acá, casi todos se presentan como hermanos.
Cuando terminan los ensayos vamos para la casa de Lissa. En esos 100 metros cruzamos un par de partidos de fútbol y mujeres vendiendo snacks callejeros. Lissa saluda a todas y se detiene en la que vende bolsitas de garrapiñada a 500 francos, unos cinco centavos de euro. Menos de tres pesos uruguayos.
—Es la microeconomía de subsistencia. Este es el único dinero que pueden tener las mujeres independientemente de sus maridos. Por eso siempre les compro a ellas.
Aprovecho su experiencia para preguntarle cómo cree que las mujeres locales perciben la mutilación genital.
—Para ellas no es un problema. Si le preguntas a una mujer guineana cuál es su principal preocupación, te dice la herencia. Si su marido se muere, a ella no le corresponde nada. Si se llevó mal con la familia del marido, la pueden echar de la casa y queda en la calle. Si la quisieron, pueden casarla con un cuñado para que siga formando parte de la familia. Pero las mujeres acá no tienen protección en ese sentido.
A su vez, el matrimonio es la salida de una mujer para dejar de ser la servidora de su familia. Ganan reconocimiento cuando se casan y comienzan a tener hijos. En una economía tan frágil con un Estado ausente, la familia es la primera —y a veces la única— red de contención.
—Pero esa misma red es la primera en herir. Así como te sostiene, puede ser tu mayor ataque.
Franca Levin es profesora de Matemática egresada del Instituto de Profesores Artigas y hace años se fue de Uruguay para perseguir una vida nómade, buscando historias. La vida de viaje la fue llevando por los carriles del periodismo narrativo y la fotografía documental, con proyectos propios y colaborativos. En sus redes sociales es @dementeconmochila.