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Foto: Pablo Albarenga

Cuando la tierra devuelve el nombre

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Dejar la ciudad y volver a la tierra es un movimiento que están haciendo varias personas en nuestro país. En el caso de Mónica Michelena y su compañero tiene un sentido aún más profundo. Dejar la ciudad para sembrar con semillas criollas forma parte de un proceso de reconstitución identitaria: poder vivir su cultura charrúa, que tanto tiempo les fue negada.

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Una obra de teatro bastó para hacer tambalear la identidad de Mónica Michelena. La pieza recreaba la masacre de Salsipuedes, cuando el Ejército, bajo las órdenes del primer presidente electo de Uruguay, exterminó a los últimos charrúas. Salió de la sala con un nudo en el pecho y una urgencia implacable: hablar con su madre, quien durante años había esquivado sus preguntas. Mónica insistió. Quería saber sobre su abuelo. ¿Quién había sido realmente aquel hombre? Sabía que había una historia silenciada, una verdad enterrada esperando que el tiempo hiciera su trabajo y la borrara para siempre.

Desde aquella noche, Mónica recorrió múltiples caminos en busca de respuestas. Junto con otros, ayudó a alumbrar los rincones más oscuros de la historia nacional. Cofundó el Consejo de la Nación Charrúa y la comunidad Basquadé Inchalá y representó a Uruguay 11 veces en las Naciones Unidas. Sin embargo, a pesar de que el último censo indica que 6,4% de la población uruguaya se identifica con ascendencia indígena, el país sigue sin ratificar el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, negando el reconocimiento de sus pueblos originarios. En América del Sur, sólo Guyana y Surinam comparten esta omisión.

Ya jubilada como profesora de Matemática, Mónica y su compañero consiguieron un pedacito de tierra en Tacuarembó. Allí profundizaron su vínculo con la tierra. Construyeron una pequeña cabaña para resguardarse de la intemperie mientras siembran con semillas criollas. Cultivan un poco para ellos, otro poco para las hormigas. Ya no se trata de parecer charrúa, sino de serlo. De rearmarse desde el suelo para brotar con una nueva forma. Porque la identidad es un organismo vivo: se reinventa para sobrevivir en ambientes hostiles, se adapta y florece cuando el tiempo acompaña. La memoria, en cambio, es un tejido colectivo que es el mismo y es otro con cada puntada.

Pablo Albarenga es fotógrafo documental y narrador audiovisual. Reside en San Pablo (Brasil) y Montevideo (Uruguay). Su trabajo se centra en la justicia social y medioambiental, la ciencia y el cambio climático.

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