I. Retratos
Retrato de mi violador
Porque a mí también, en el fondo, me parece más interesante lo que sucede en la cabeza del verdugo. Entender a las víctimas es fácil, todos podemos ponernos en su lugar. Incluso alguien que no ha vivido algo así —una amnesia traumática, la parálisis psíquica, el silencio de las víctimas— puede imaginar lo que es, o cree que lo puede imaginar.
Entender al victimario es otra cosa. Estar en un cuarto a solas con un niño, una niña de siete años, tener una erección ante la idea de lo que le vas a hacer. Pronunciar las palabras que hagan que ese niño se te acerque, meter el pene erecto en la boca de ese niño, hacer que abra la boca bien grande. Eso sí que es fascinante. Va más allá de la comprensión. Por no hablar de lo que sigue al terminar: vestirte, regresar con la familia como si no hubiera pasado nada. Y, después de que esa primera vez se haya vuelto irremediable, cuando ya no se puede dar marcha atrás, repetirla, una y otra vez, durante años. No hablar de ello con nadie. Confiar en que no van a denunciarte, a pesar de la progresión en los abusos. Saber que no van a denunciarte. Y cuando un día, finalmente, te denuncian, tener la osadía de mentir o el valor de decir la verdad, confesarlo todo de plano. Considerarte injustamente castigado cuando te condenan a varios años de cárcel. Proclamar tu derecho al perdón. Decir que eres un hombre, no un monstruo. Y, después de la cárcel, salir libre y rehacer tu vida.
Incluso yo, que he vivido eso muy de cerca, lo más cerca que se puede vivir, y que he pasado años interrogándome sobre ello, sigo sin entenderlo.
El retrato
Si se tuviera que destacar una sola cosa de él sería su energía. Es alguien con mucha vida. Se mueve, está activo. Ya de pequeño era así. Sus hermanos también. Tres niños, de edades muy cercanas, eso generaba mucho desorden en aquel pequeño departamento de la periferia de París. El padre intentaba concentrarse para pintar. Gritaba que no podía trabajar con semejante alboroto. La madre intentaba callar a los pequeños, los llevaba a otro cuarto o los sacaba al parque, lloviera o hiciera sol, para que se desahogaran. El padre no lograba vivir de la pintura, su principal vocación, y, además de las clases particulares de dibujo, había montado una pequeña empresa que vendía chimeneas de diseño. Eran los años setenta y ochenta. Las chimeneas en cuestión hoy nos parecerían completamente ridículas o chistosas, según la perspectiva; en todo caso, a nadie se le ocurriría ya poner en su casa una de esas extrañas cápsulas de formas psicodélicas con caja de vidrio empotrada. En aquel entonces, sin embargo, creo que el negocio iba bastante bien. Sus abuelos por ambos lados eran obreros, gente del norte, de Boulogne-sur-Mer, tierra llana y melancólica, donde la familia tenía un departamento al que iban en vacaciones. La madre creo que hacía de secretaria y asistente para lo de las chimeneas, y era también ama de casa, un poco a la sombra del padre. Nada especial, ni ricos ni pobres, una familia parisina de clase media baja. Ninguno de los hijos estudió más allá del bachillerato. Uno se hizo comerciante, el otro entró en el ejército y mi padrastro, que era el menor de los tres, se fue de casa para hacer el servicio militar en los Alpes y no volvió más a París. Los padres los criaron a la antigua, con una severidad excesiva y a veces con golpes de cinturón o de zapato. Él estaba orgulloso de su educación con mano dura y de su paso por los scouts, así como de todo lo que tenía que ver con la formación que le dieron. Aquello había contribuido a consolidar su fuerza y su deseo de vivir, de conocer, de conquistar.
Me cuesta imaginarlo en los suburbios de París. Siempre lo vi en la montaña, con ropa deportiva o de trabajo. No obstante, sí estuvo allí, en un entorno de edificios y cemento, con ropita limpia de niño de ciudad, niño bonito de madre religiosa que va a un colegio católico, la camisa planchada, los zapatos lustrados, bien peinadito. Hasta los dieciocho años. Después se fue a las montañas del sur de Francia, descubrió el alpinismo, el parapente, una vida más libre, más salvaje, sin camisas, sin esperar nunca el metro ni tener que arreglarse el cabello, sin misa los domingos, una vida de aire fresco y luz.
En 1983, cuando conoce a mi madre, tiene veinticuatro años. Se encuentran en un curso para ser guía de senderismo. Él es alto, deportista, simpático. En el grupo le gusta tomar el control de la situación, dirigir las operaciones cuando se presenta alguna urgencia, cuando se afronta un momento difícil, un acantilado peligroso, si se produce algún accidente. Es carismático, tiene muchos amigos. Tiene éxito con las chicas.
A mi madre le gusta. Le recuerda al novio que perdió hace unos meses. Murió en una avalancha. Esa muerte repentina la había dejado destrozada. Pensaba que nunca se iba a reponer. Pero tal vez lo haya hecho, al fin. Pasa mucho tiempo con su nuevo amigo. Le gusta su carácter dispuesto, decidido, optimista. Es un descanso en comparación con Sammy, el padre de sus hijas, que es más bien raro, retraído, soñador. Él encuentra pronto la manera de seducirla. La lleva por senderos empinados hasta las cimas de las montañas, donde se sienten transportados por la belleza. Caminan en silencio, el uno delante y el otro detrás, bajo los cielos cambiantes de los veranos en los Alpes, cielos con nubes que se mueven como decorados de teatro, que parecen deslizarse mágicamente hacia el oeste para dejar lugar a otros cielos ocultos bajo los primeros. Al descender se dan la mano. Él ya está saliendo con alguien; ella es cuatro años mayor que él y tiene dos hijas. Niñas que llevan nombres de cuentos de los Grimm, Neige y Rose, Nieve y Rosa, una de seis y otra de cuatro años. En ese momento están con su padre, con el que no puede dejarlas demasiado tiempo, pues la necesitan y ella las extraña. A mi madre le sorprende que él vaya más allá de la seducción, de esos primeros días de enamoramiento apasionado, que le proponga seguir adelante, traerse a sus hijas, intentar algo juntos. Está sorprendida pero feliz, cree que tiene suerte.
Le gusta su cuerpo atlético, la energía que desprende. Sí: la energía, la fuerza, ya hablé de eso. Es buen esquiador, escala paredes rocosas, le gusta el trabajo duro, ir hasta el límite de sus fuerzas, superarse. Antes de apuntarse al curso para ser guía, formó parte del batallón de Cazadores Alpinos, el grupo militar de élite que rescata a los que se pierden a grandes alturas. Lo hicieron correr por la carretera de Traverses bajo la nieve al anochecer, subir a los refugios de alta montaña con ochenta kilos de piedras en la mochila, cavar zanjas en el paso de Échelle con una palita de aluminio hasta que le salieron ampollas en las manos congeladas, cosas así. Le encantó. Mi madre es pacifista, le cuesta entender que a él le guste ese mundo de disciplina y demostraciones de virilidad. Sobre todo después de Sammy, que se hizo pasar por enfermo mental para que lo inhabilitaran porque aborrecía las armas, el uniforme, la crueldad. Pero él le habla de las excursiones con sus amigos, de la camaradería en los momentos difíciles, de las lecciones aprendidas al desafiar los elementos. Antes se sentía atrapado en un suburbio gris, pero el amor al deporte lo llevó a descubrir algo más. Ahora sabe que nunca volverá a la ciudad; ha encontrado su camino en la naturaleza, y en el amor. Con ella.
La montaña, el servicio militar, los suburbios, de eso también he hablado ya.
A ella le gustan el perfil anguloso de su rostro, su mirada negra, sus ojos almendrados que recuerdan a un antepasado asiático lejano, un antepasado un poco perdido en ese semblante más bien nórdico, de francés del norte, del Pas-de-Calais, de donde son oriundos sus padres, piel blanca, nariz recta, barbilla tímida.
Él sueña con una familia numerosa. Con mi madre pronto tiene dos hijos más, un niño y una niña. Cuando se lo preguntan, responde que le gustaría tener ocho. La gente no dice nada, pero se siente incómoda, porque piensa que cuatro son ya demasiados para ellos.
Conserva de su infancia el gusto por la mantequilla, los productos lácteos. Su madre cocinaba un pastel con crema de natillas y café que intentamos reproducir en vano Navidad tras Navidad: nunca salía igual de rico. A veces incluso salía asqueroso, con pequeñas bolitas de grasa que no querían derretirse y flotaban en la crema, centenares de granos grasosos e insípidos mezclados con partículas de azúcar que crujían bajo los dientes. Algunas veces, el sabor y la textura se aproximaban mucho al original y, entonces, nuestras miradas, fijas en su rostro para descifrar el veredicto, nos transmitían una alegría contagiosa que es más o menos la máxima felicidad familiar que pudimos alcanzar.
Se quema fácilmente con el sol y el polen de la primavera le produce una alergia violenta. Estornuda como un condenado.
Le gustan los juegos de mesa, pero es demasiado irascible. Las partidas de Monopoly en familia o los juegos de estrategia más sofisticados con sus amigos a veces terminan bruscamente con un ataque de ira. Abandona en pleno juego, dando un puñetazo en la mesa que hace bailar todas las piezas, los hotelitos de plástico rojo, las casitas verdes, los fajos de billetes falsos, y se va, indignado, dando portazos.
También jugando al tenis lo vi tirar la raqueta al suelo varias veces. Las raquetas son caras y realmente no tenemos dinero para gastar en algo así. Pero no puede controlarse. Lanza a gritos todo tipo de insultos, a su oponente, a sí mismo, a la pelota culpable del error. Rojo y sudoroso, con los ojos brillantes de rabia, patalea y tira la raqueta, que sale volando y se estrella contra la alambrada que bordea el terreno.
Bueno, ya, voy a parar. Lo intenté. Quería hacer el retrato desde mi perspectiva actual, de mujer que ahora es madre, tratando de ver lo que mi madre percibió en la época en que lo conoció, lo que los demás adultos percibían, lo que se aprecia en general cuando vemos un cuerpo, un rostro, cuando leemos un perfil con ojos adultos, acostumbrados a la lectura, a las descripciones de personajes en las novelas, los reportajes, ojos acostumbrados a mirar e interpretar imágenes. No puedo. He escrito numerosos cuentos, varias novelas, debería ser capaz de hacer un retrato sencillo. Pero esto no es lo mismo. Lo que pasa es que intento apegarme a cierta verdad objetiva que se me escapa a pesar de las fotos, a pesar de los recuerdos. Y luego, obviamente, es imposible porque se trata de él.
Neige Sinno nació en 1977 en la región de los Altos Alpes. Vivió un tiempo en Estados Unidos y ha vivido muchos años en México, con su pareja y su hija. Es traductora y ha publicado la colección de cuentos La Vie des rats (2007), el ensayo literario Lectores entre líneas: Roberto Bolaño, Ricardo Piglia y Sergio Pitol (Aldus, 2011, Premio Lya Kostakowsky) y la novela Le Camion (2018). Tras su lanzamiento en Francia, Triste tigre se convirtió de inmediato en el fenómeno editorial del año y ha recibido múltiples reconocimientos.
Triste tigre. Neige Sinno. Anagrama, Barcelona, 2024. 247 páginas.