Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo.
Roberto Bolaño, 2666
Han pasado apenas unas horas desde que el gobierno de Ciudad de México comenzó el desalojo de poco más de 600 personas que vivían en el campamento de la plaza de la Soledad, a unos pasos del Centro Histórico, pero en esta ciudad en la que las fronteras se multiplican, se diluyen, se transforman, incluso el desalojo tiene poco de definitivo. Donde ayer había máquinas y trabajadores intentando borrar los vestigios de las vidas que pasaron por aquí, hoy, a unas cuantas calles, los migrantes ya construyen otro laberinto de caseríos frente al Congreso mexicano, bajo la mirada de un águila que devora a una serpiente y que parece, al mismo tiempo, observarlos y recordarles dónde están.
Recostado a la intemperie sobre un viejo colchón, Kennedy, de 35 años, se debate sobre cuáles son sus opciones para sobrevivir a este delirio. Rodeado de gente trasnochada, muebles de madera vieja, carpas, ropa, basura, restos de lo que fue el campamento de migrantes más grande de Ciudad de México, este hombre bajito, de pelo corto y teñido, que ha convertido su cuerpo en un árbol genealógico con los nombres de sus hijos tatuados sobre la piel, naufraga en una encrucijada de dudas no resueltas que se complican por varios factores. Kennedy está enfermo y no tiene dinero suficiente para comprar un pasaje de vuelta a Venezuela ni documentos para viajar legalmente por ningún país. Pero, sobre todo, Kennedy se siente deprimido, solo, con el ánimo por los suelos, atrapado no solamente en México, sino en la zozobra de no saber cómo recuperar su vida.
La figura de su cuerpo desplomado al aire libre contrasta con el bullicio a su alrededor: carros pitando intentando sortear el tráfico, gente que grita para hacerse entender, martillazos sobre láminas y tablones que reconstruyen a marcha forzada “los ranchos”, esos cuartos improvisados con materiales reciclados que exaltan el ingenio nacido de la necesidad; formas infames que en Latinoamérica se reproducen en cada asentamiento humano que se levanta para hacerles frente a esas fronteras no dichas, no trazadas: hambre, pobreza, desigualdad; límites difusos y, a la vez, persistentes.
La plaza de la Soledad, con su vieja iglesia construida a partir de 1633, cuya función era adoctrinar a los “indios” de México dentro de la tradición católica, marca el límite de dos de los barrios más antiguos y complejos de la ciudad: Tepito y La Merced. Ambos han sido históricamente espacios de comercio y recepción de migrantes, pero en las últimas décadas también escenarios de marginación y violencia por el abandono institucional. La Merced, con su emblemático y colorido mercado, ha sido uno de los grandes motores del comercio popular, y Tepito, conocido como “el barrio bravo”, es un sitio con una gran vitalidad económica y cultural que ha resistido desde su esencia informal.
Yasmelis y su hija Yaniangel en el campamento de migrantes Vallejo, bajo la amenaza de un posible desalojo, el 24 de abril.
Foto: Israel Fuguemann
En este mismo territorio marcado por siglos de resistencia, se asentó durante dos años el campamento migrante conocido como La Soledad. A pesar de la dificultad para tener un censo preciso, se estima que en su punto más alto, hace tan sólo medio año, en ese paupérrimo entramado de lonas, láminas multicolores y personas a la espera de que algo sucediera hubo hasta 4.000 migrantes sobreviviendo a pura fuerza de voluntad, sin servicios básicos, soportando las inclemencias que Ciudad de México suele ofrecer. Kennedy fue uno de ellos.
La otra soledad
Han pasado un par de semanas desde el desalojo y Kennedy ha tomado una decisión: quiere retornar a Venezuela, pero aún no sabe cómo lo hará. Mientras tanto, continúa trabajando para no dejar de enviar dinero a su familia; también ha terminado de construir su nuevo “ranchito”, una habitación discreta de no más de diez metros cuadrados con vista a la estación del metro con apenas lo necesario para un hombre reservado como él.
Kennedy partió de Petare, en Caracas, con una promesa: llegar a Estados Unidos, trabajar y juntar el dinero suficiente para costear la operación a corazón abierto que su hija necesitaba por un mal congénito. Su viaje fue intenso y veloz. La urgencia de aquella operación marcó el ritmo de sus pasos. Kennedy es un hombre joven, por lo que llegar a la frontera norte de México no representó mayores problemas.
Todo parecía ir conforme a lo planeado. En 2024 cruzó la frontera por el río Bravo, pero inmediatamente fue detenido, encerrado y deportado a Tapachula, México. En octubre, durante su segundo intento de atravesar nuevamente el país y llegar a Estados Unidos, a más de cinco mil kilómetros de distancia, su hija —después de 15 años de luchar contra la enfermedad— finalmente perdió la vida.
Desde aquel momento Kennedy está roto, no ha vuelto a ser el mismo. El dolor de su pérdida, la culpa por no haber llegado a tiempo y la frustración de no poder cruzar nuevamente lo mantienen en un duelo silencioso que le carcome el alma.
En una de las varias conversaciones que sostuvimos, Kennedy se sintió bastante confiado para confesarme lo siguiente:
—Chamo, ¿te digo algo? Me siento muy solo.
Su imagen a la entrada de su habitación, tumbado en el suelo con lágrimas sobre el rostro, era contundente. Estaba frente a un hombre totalmente desarmado, sin la coraza con que los hombres intentamos ocultar nuestros sentimientos y debilidades.
Sin saber muy bien qué decir, opté por un largo silencio, rematado por la primera pregunta que se me vino a la mente:
—¿Qué haces cuando te sientes así?
—Nada. Me encierro en mi habitación.
—¿Lo hablas con alguien?
—No, chamo. Aquí todo el mundo tiene demasiados problemas, cada quien carga con los suyos.
Quise decirle algo más, pero no pude, sólo lo acompañé mientras el sol se ocultaba.
Kennedy durante una pausa en la construcción de un nuevo refugio en el parque Guadalupe Victoria, luego de ser desalojado, la noche anterior, junto a cientos de migrantes, de la plaza de la Soledad, en Ciudad de México, el 4 de abril.
Foto: Israel Fuguemann
Quédate en México
Ciudad de México tiene una larga tradición de acogida a migrantes, exiliados y refugiados —lo hizo durante la guerra civil española y las dictaduras del Cono Sur—, pero el fenómeno actual representa un desafío sin precedentes. Por su magnitud, duración y condiciones, esta nueva ola de movilidad humana ha transformado la experiencia migratoria tanto para el gobierno como para los propios habitantes de la capital y la ha convertido en un experimento social de errores y aciertos.
Según datos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación, hasta agosto de 2024 se habían registrado 925.085 eventos de personas en situación migratoria irregular. Esto representa un incremento notable respecto de 2023, cuando se contabilizaron 782.176 casos en todo el año. En el mismo período, Estados Unidos alcanzó su cifra más alta de encuentros migratorios irregulares: 2.475.669 personas detenidas en la frontera sur, un récord histórico que refleja la magnitud de la crisis en la región.
Desde enero de 2025, con el regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, ese flujo hacia el norte disminuyó considerablemente. Su gobierno arremetió contra la migración, a la que tachó de ilegal, y no dudó en criminalizar a quienes desesperadamente habían hecho una travesía de miles de kilómetros para llegar a ese país. Con la cancelación de la opción de CBP One —la aplicación que permitía agendar citas para solicitar asilo—, más de 270.000 personas quedaron atrapadas en una especie de limbo. Kennedy lo sabe: este tramo de su viaje está por cerrarse, o al menos este capítulo. Pero para mantenerse en pie necesita seguir creyendo en algo. Hoy, lo único que le queda es juntar el coraje necesario para volver con sus hijos que aún están en Venezuela.
El precio de la libertad
A poco más de cuatro kilómetros de La Soledad, sobre la vía de un viejo tren de carga que aún atraviesa la ciudad, otro campamento con 150 viviendas sigue en pie. Vallejo, como se lo conoce, ha resistido varios intentos de desalojo por parte del gobierno capitalino gracias a la férrea organización de sus habitantes y al respaldo legal de algunos activistas defensores de derechos humanos y del Instituto Federal de Defensoría Pública, que les ha brindado asesoría y representación. Esta estrategia ha logrado frenar, al menos por ahora, los planes oficiales para desmantelarlo.
Entre quienes han encabezado la resistencia está Yasmelis, originaria de La Guajira, una región árida, compartida por Venezuela y Colombia, que ha sido habitada ancestralmente por el pueblo wayúu, que es reconocido por su fuerte identidad cultural. Los wayúus han mantenido vivas muchas de sus tradiciones, desde los vínculos entre clanes hasta los ritos de paso y acuerdos familiares que rigen su vida comunitaria; algunos de ellos son sensibles y debatibles, como los matrimonios acordados durante la adolescencia.
—A mí me casaron cuando tenía 14 años. Apenas me vino la regla, mi familia pensó que ya estaba lista para el matrimonio.
—¿Lo estabas?
—¡Claro que no! Yo era apenas una niña, no sabía nada del mundo ni de la vida. Si hubiera podido elegir, habría elegido otras cosas.
Sentada a la entrada de su pequeño rancho, Yasmelis reflexiona sobre su vida antes de llegar a este lugar, una habitación diminuta, construida con desechos. Allí apenas cabe lo indispensable: un viejo televisor, un bafle para su música, una cama, una parrilla para cocinar y, sobre todo, su hija menor, Yaniangel, de 5 años —su “milagro”, como ella la llama—. Aun así, asegura que nunca se ha sentido tan libre como aquí. Este lugar, dice, es su hogar.
—Me casé con un hombre 20 años mayor. No era feo, tenía presencia, era blanco, descendiente de españoles, y eso en La Guajira cuenta mucho. Por eso mi familia aceptó su propuesta. No sé qué fue lo que él ofició como dote, pero lo que sí recuerdo es la conversación que tuve con mi apüshi [“abuela” en wayuunaiki] cuando me enteré de que iba a casarme: “Hija, ¿ves a ese hombre que está allá afuera? Él va a ser tu marido. Es un hombre con poder, vas a tener una buena vida, también tus hijos. Es lo mejor que te puede pasar”. Mi abuela tenía razón en parte: mi esposo tenía dinero y poder. Era contrabandista de combustible en la frontera. Me construyó una casa, me regaló un auto y, mientras vivió, me dio una buena vida. Pero nunca pude amarlo. Siempre sentí que ese matrimonio fue una imposición. Antes de morir, en 2017, cuando la crisis económica fue más dura, perdió casi todo. Eso lo terminó de destruir. Desde entonces viví con mucha necesidad. En Venezuela, y sobre todo en La Guajira, se pasa mucha hambre.
Ingrid y cinco de sus nietos dentro de su habitación en un albergue de Ciudad de México, el 8 de mayo.
Foto: Israel Fuguemann
El ambiente en los últimos días ha sido tenso: el gobierno de Ciudad de México, encabezado por Clara Brugada, ha dado instrucciones para desmantelar los últimos tres campamentos que quedaban. Para la jefa de gobierno es prioritario que los migrantes dejen la vía pública y sean reubicados en lugares “más seguros y dignos”. Según cifras oficiales, sólo 15% de las 3.000 personas que vivían en las calles se resiste a abandonar esos espacios, aunque la realidad dentro de ellos y en la ciudad parece otra.
Desde diciembre, la administración de Brugada ha impulsado el Programa de Movilidad Humana, que busca trasladar al mayor número posible de personas a los nuevos “Camhus”, como llaman a los dos albergues adaptados para su estancia. Sin embargo, migrantes y defensores de derechos humanos ven en esta estrategia una medida más estética que estructural.
—¿Quieres ir a un albergue? —le pregunto a Yasmelis.
—La verdad, no. Pocos se quieren ir a esos lugares. Allá no hay privacidad. Los dormitorios están separados para hombres y mujeres, a las familias las separan, no se puede trabajar libremente, te tienen muy controlado, hay que pedir permiso para casi todo. En cambio, aquí uno puede ir y venir a la hora que quiera, hacerse su comida, lo que a uno le gusta pue… Imagínate, tanto tiempo queriendo sentir esta libertad ¿y ahora irme a uno de esos albergues? No. Aquí estamos bien. Los vecinos me conocen, tengo mi negocio de peluquera, me gano mi plata, pero, sobre todo, ya no pasamos hambre.
A diferencia de muchos connacionales que contemplan la posibilidad de regresar a su país en los vuelos de retorno voluntario, Yasmelis se niega a aceptar esa posibilidad porque significaría volver a un lugar donde ser mujer, viuda y madre soltera representa una carga social con la que no quiere vivir. A pesar de las dificultades que implica ser migrante en México, ella ve en este país un lugar donde echar sus propias raíces. Ya no le interesa seguir cruzando fronteras; ahora, lo que busca es estabilidad.
Refugio con fecha de caducidad
El Centro de Apoyo a la Movilidad Humana (Camhu) está rodeado por decenas de puestos informales: ropa, comida, discos piratas. Afuera, el bullicio no cesa; adentro, el edificio parece un remanso en medio del desorden cotidiano. La colonia Morelos, mejor conocida como Tepito, es un lugar que ha convertido el caos casi en ritual. Según Emanuel Herrera, director del Camhu, intentaron colocar el albergue en otra zona de la ciudad, pero la negativa de los vecinos fue rotunda; aquí, en cambio, el estigma histórico que carga Tepito fue clave para que los vecinos no se resistieran a su presencia. “Ambas comunidades saben lo que es vivir a contracorriente”.
Remodelado y acondicionado hace un año, hoy el edificio alberga a entre 200 y 300 personas. La mayoría son familias que quedaron varadas: mujeres que viajaron solas con sus hijos, familias fragmentadas en el camino, como la de Ingrid, de 57 años, quien permanece recostada en la cama de su habitación, con la mirada sin responder a lo que sucede a su alrededor, mientras sus nietos corren y juegan en el amplio salón.
Ingrid nació en el estado de Zulia, en Venezuela. Viajó con Angie, su hija, y ocho de sus nietos. De ellos, sólo tres son hijos de Angie; los otros cinco son de su otra hija, que ahora vive y trabaja en Estados Unidos.
—La idea era llevar a mis nietos para entregárselos a su madre. Viajamos juntos desde Venezuela, atravesamos la selva y varios países; todos los niños llegaron sanos y salvos. Pero ahora, con la frontera cerrada, todo se complicó. No tenemos los papeles de los niños y sin eso no puedo viajar y entregárselos. No sé qué voy a hacer, pero al menos ahora tenemos este lugar para refugiarnos.
Nela, de 49 años, dentro de su “rancho” en el campamento de migrantes Vallejo, el 29 de abril.
Foto: Israel Fuguemann
El albergue tiene capacidad para atender a hasta 300 personas. Son 2.827 metros cuadrados acondicionados con dormitorios, cocina comunal, comedor, duchas, bodega, oficinas administrativas, consultorios médicos y psicológicos, dos patios al aire libre. Además, ofrece asesoría legal para trámites migratorios. Las personas pueden permanecer allí hasta tres meses. Según Herrera, la idea es brindar un espacio seguro mientras las familias definen su futuro de forma consciente, ya sea que opten por regularizar su estatus migratorio o decidan retornar a sus países.
—¿Por qué crees que muchas personas se rehúsan a dejar las calles y venir aquí?
—La gente tiene un mal concepto de los albergues, porque ha tenido malas experiencias en otros lugares y países. Por eso decidimos cambiarle el nombre: se llama Camhu, Centro de Apoyo a la Movilidad Humana. Nuestra idea es generar un ecosistema integral que ayude a estas personas. Lo único que tienen que acatar son algunas normas generales de convivencia y seguridad.
A pesar de la renuencia de un gran número de migrantes que denuncian presiones y amenazas por parte de algunos funcionarios encargados de los desalojos, la Coordinación General de Atención a la Movilidad Humana de Ciudad de México está haciendo un esfuerzo considerable por desmantelar los campamentos de forma discreta, pero la presión de algunos vecinos en las zonas donde se han instalado comienza a ser cada vez más fuerte.
Las fronteras sutiles
En un pequeño negocio de comida apenas separado del campamento por una calle, Rogelio fríe tortillas para después bañarlas con una espesa salsa picante: está preparando chilaquiles y, de vez en cuando, lanzando una mirada al otro lado de la acera.
—Deberías venir de noche —me dice—, cuando la realidad es otra. Ahorita lo ves tranquilo, hay poca gente, pero de noche esto se llena de cabrones. Ponen su pinche música a todo volumen.
El hombre es joven, alto, atlético.
—¿A ti cómo te afecta su presencia?
—A mí no me afecta directamente, pero me molesta que a estas personas les den todo. Seguido vienen médicos, gente a regalarles ropa, comida, juguetes, mientras hay un chingo de mexicanos que también lo necesitan, pero a esos no les dan nada. Ojalá se vayan pronto. Dice el gobierno que ya los va a quitar, pero no se sabe para cuándo. Son unos ineptos.
—¿Pero más gente no significa más clientes?
—No. Ellos casi no comen aquí, dicen que la comida es muy picante, no se saben adaptar. Ellos sólo quieren su comida, sus arepas y esas cosas. Si viven en otro país deberían adaptarse a las costumbres. Si no, ¿para qué vienen?
Yasmelis desmontando su “rancho”, luego de ser notificada por parte de las autoridades mexicanas del inminente desalojo del campamento Vallejo, el 24 de abril.
Foto: Israel Fuguemann
A la vuelta del negocio de Rogelio, frente a los caseríos migrantes, está una casa grande, azul; es de Santa, quien ha vivido en la colonia Vallejo por más de 40 años. A diferencia de Rogelio, ella tiene otra mirada respecto de sus vecinos del otro lado de la calle.
—Pobre gente. Cuando llegaron venían muy necesitados: había muchas mujeres con niños, embarazadas, familias. De los primeros que llegaron pocos quedan, la mayoría ya se fue.
—¿Le afecta de algún modo su presencia?
—No, sólo que ahora no podemos salir al parque como antes, pero la mayoría son gente educada. Barren la calle, no se meten en problemas. Yo y mi familia hemos ayudado, a veces con algo de comida, con agua, prestándoles el baño, incluso con trabajo. Mi esposo tiene un pequeño negocio de aluminio y les ha dado empleo. Son gente muy trabajadora.
—¿Cómo es por la noche?
—Deberías ver en la noche: el barrio ha vuelto a tener vida. Antes la gente casi no transitaba por aquí, era muy peligroso andar por las vías, había asaltos; ahora que hay gente la cosa se ha calmado mucho.
—¿Usted quiere que se vayan?
—Sí, pero a donde ellos quieran. A un lugar mejor.
Migrar te enseña
Del otro lado del campamento, frente a una pequeña cancha de fútbol pavimentada, Nela tiene su habitación: un espacio modesto, con poca luz, pero muy bien organizado. Frente a su cama hay un mueble con un espejo grande, cremas corporales, fragancias y algunas fotografías. Antes de contarme parte de su vida, me confiesa que siempre le ha gustado cuidarse y que el hecho de vivir en un campamento no se lo va a impedir.
Nela nació en Baruta, un municipio cercano a la capital venezolana. Por casi una década fue trabajadora social, durante el gobierno de Hugo Chávez. Su labor consistía en visitar las comunidades de su región para contribuir a la “utopía” de la revolución bolivariana. Nela no abandonó ese sueño, pero sí su país.
Alejandra trabaja organizando las cosas de su nueva vivienda en el parque Guadalupe Victoria, luego de ser desalojada junto a su familia del campamento de la plaza de la Soledad, el 31 de marzo.
Foto: Israel Fuguemann
En 2018 partió de la mano de su nieta y su hija con la intención de apoyar a su familia, especialmente a su nieto con hidrocefalia, que aún vive en Venezuela. Llegó a Colombia, donde se estableció por casi cuatro años; luego, motivada por los miles de compatriotas que viajaban hacia el norte, decidió volver a migrar. Cruzó Centroamérica y llegó a México, donde los caminos se volvieron aún más hostiles. En Chiapas la secuestraron. La guardia civil la extorsionó en Oaxaca y caminó durante varios días y noches por carreteras secundarias hasta llegar a Ciudad de México.
Desde que las autoridades anunciaron el inminente desalojo, Nela no duerme tranquila. Hace unos días, unos sujetos a bordo de un vehículo la amenazaron, le dijeron que mejor se fueran y que a ella en especial la tenían identificada. No es la primera vez que esa sensación le recorre el cuerpo.
—Una no puede vivir así —dice—. Con miedo otra vez, como cuando salí de Venezuela, como cuando cruzamos la selva, como cuando me pusieron un arma en la cabeza. Una no migra por gusto. A una la empujan. Por el hambre, por la violencia, por la necesidad. Y cuando una llega aquí, a veces la tratan como si fuera menos que nada.
La violencia va más allá de lo simbólico: en los últimos tres años, diversas organizaciones civiles en México han documentado miles de casos de secuestro, extorsión y abusos contra migrantes, especialmente mujeres, las más vulneradas durante su tránsito.
Cuando le pregunto a Nela qué le enseñó migrar suelta un suspiro.
—Ser migrante me ha hecho más humana. Aprendí que hay gente muy buena, que te ayuda sin conocerte, pero también gente que se aprovecha de ti. Migrar me cambió por dentro, ahora entiendo más el dolor ajeno. Cuando ves llorar a otra madre porque perdió a su hijo en la selva, tú también lloras. No porque lo viviste igual, sino porque sabes que podría haberte pasado a ti. Por eso ya no juzgo. Migrar te enseña a no juzgar. A mí me enseñó a ser más empática, más fuerte, pero también más frágil. Una se endurece por fuera, pero por dentro... por dentro una se queda con muchas cicatrices invisibles. No me arrepiento, pero no volvería a hacerlo si no fuera por necesidad.
Israel Fuguemann es periodista y fotógrafo mexicano independiente. En los últimos años ha centrado su trabajo en conflictos sociales y medioambientales, en especial documentando fronteras, migración y extractivismo de recursos naturales.