Al final nos tomamos un café. No cualquier café. No podía serlo si lo invitaba un cubano de esos que sufren jaqueca si no amanecen con su "buchito de colada". Uno que además de jovencito gastó dos diciembres cosechando el grano en el Escambray y que después —como corresponsal de prensa— probó el café de sitios tan distantes como Hanói, saboreó el Geisha, que crece en los suelos volcánicos de la provincia panameña de Chiriquí (10.000 dólares el kilo en la subasta electrónica The Best of Panama del año pasado), y no abandonó la cafetería montevideana donde nos encontramos hasta que logró confirmar su sospecha de que habíamos bebido uno que provenía de El Salvador. "No tiene el pegue del panameño, pero es muy bueno", comentó en la despedida.
La invitación inicial del periodista Charly Morales —que una mala jugada del destino canceló— había sido a compartir con su familia, en su casa, un almuerzo a la cubana hecho por ellos. ¿Qué se le cocina a un uruguayo que viene a conversar de la cocina de la isla?
"En Cuba la mayor parte de la gente sentirá que una mesa no está completa si no hay un potaje de frijoles. Tiene que haberlo para mojar el arroz, que es la piedra angular de nuestra cocina. Fui corresponsal en Vietnam y creo que los cubanos comemos más arroz que los asiáticos", había explicado antes de confesar su menú.
El almuerzo perdido
"Mirá, ese domingo te preparamos un arroz congrí”, notició, un arroz hecho en el caldo de la cocción del poroto (como la herencia quechua nos induce a llamar su frijol en estos lares). Comenzó la tarea el día anterior: remojar los porotos negros y hervirlos en la olla a presión sin más añadido que la sal. "Y ya después de que está así lo sazonas, le agregas comino, laurel, ajo y lo dejas reducir un poco más. En Cuba gusta mucho lo que llaman el frijol dormido, que es el que comes al día siguiente, después de que ha pasado la noche en la heladera y entonces ha espesado".
El domingo, entonces, retiraron la mitad de los frijoles para algún otro empleo y en el potaje que quedó cocinaron un arroz que había pasado ya por el sofrito. Charly, después de machacar el ajo con la sal en el mortero, picar la cebolla y el morrón y poner la mezcla a rehogar, quisiera haberle añadido ají cachucha, que por acá no es fácil de encontrar.
Una buena noticia es que la matita de ese pimiento logra crecer también en Montevideo y aunque dé frutos minúsculos, arden como conviene. Lo malo fue no encontrar culantro. "Alguna gente le dice cilantro, pero no es", precisó. Eryngium foetidum bautizó a la hierba don Carlos Linneo. Da hojas largas, lanceoladas, no esos ramitos de hojas divididas del cilantro o el perejil. "En casa de mi abuela se daba silvestre, en el patio", evocó el cubano.
Los anfitriones habían decidido que, siendo uruguayo el invitado, no podía faltar carne de res. "Y entonces hicimos ropa vieja, que ya sé que aquí es otra cosa, un preparado de cosas que quedaron del día anterior. En Cuba la ropa vieja es carne de res, pero deshilachada. Supongo yo que el nombre viene de que las hilachas se parecen a jirones. La hicimos con los filetes de nalga que se venden para milanesas. Los cociné con sal en la olla a presión, después los puse en un recipiente y, con dos tenedores, los fui deshilachando. Y eso fue a parar a una sartén, un caldero grande, con puré de tomate, con aceitunas, con pasas, con los condimentos básicos".
"Ese es el plato fuerte y para acompañar, los tostones, a los que también les llaman patacón pisao o plátano puñetazo", informó Charly antes de plantear una de las principales carencias que a su juicio sufre la cocina cubana por estos lares. "El plátano bueno no se consigue o se consigue caro. Creo que es la cosa que más me duele. En Cuba para nosotros el plátano es todo. A lo que aquí llaman banana nosotros le decimos platanito fruta. Hay otro tipo de plátano, el plátano burro, que es como el verde grande que llega aquí, pero más chiquito y gordo. Y a este plátano que te encuentras aquí, que es muy bueno para hacer el tostón, le decimos plátano macho. Pero aquí es muy difícil, por no decir imposible, conseguirlo maduro. Cuando he conseguido aquí plátano macho maduro, que es muy bueno para hacer fritura, ha sido con un venezolano".
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La búsqueda del sabor del pago ha ambientado alianzas de este tipo en muchos sitios. A principios de los dos mil, los uruguayos que huimos de la crisis —visa waiver mediante— y desembarcamos en Miami encontrábamos yerba y dulce de leche en la "zona étnica" de los supermercados. Pero encontrar el corte vacuno que designamos asado era imposible si no se contaba con la dirección de la única carnicería que lo ofrecía, regenteada por argentinos, como se supondrá.
Entonces sí, el día libre, podíamos revivir la experiencia de la parrilla oriental. Esos mediodías de sábado siempre nos acompañaba un entrañable amigo cubano, Orestes Pérez. Tenía ciudadanía estadounidense y su reducido nivel de ingresos le permitía acceder a una canasta de alimentos prevista para los más pobres. El Tío Sam había tenido la delicadeza de incluir en ella algunos atados de espárragos, que Orestes traía para añadir a la parrilla.
"Mira", dijo Charly, haciendo retornar la conversación a Montevideo. "Una vez me monto en un taxi y la taxista era venezolana. Y claro, entre nosotros nos reconocemos. Empezamos a hablar, porque al final hay cosas que compartimos. Y caemos siempre en la comida. Y ella me dice: “Yo tengo un contacto que tiene buen plátano y buen aguacate”, y me pasó el teléfono. Con él consigo buena fruta cada tanto. Luego hay un negocio en la calle Rincón, también venezolano, que se llama La Embajada, donde tienen buen queso llanero, que nosotros llamamos queso blanco. Y tienen chicharrón...”. Un chicharrón que se extrae de la piel del cerdo con la carne adherida, no de grasa vacuna, como el de la rosca uruguaya. Pero nos habíamos ido del tema, que eran los tostones, que llevan dos frituras.
"Yo esperaba que vinieras a la una de la tarde, entonces a las doce tomé un plátano grande y lo corté en ocho rodajas gruesas. Luego los doré en aceite. Después puse esas rodajas en una hoja de papel común y las aplasté para dejarlas con forma de disco. Y en ese estado los tenía de modo que cuando tú llegaras, mientras empezábamos a conversar, pudiera darles la segunda freída y los comiéramos crocantes. También te puedes poner creativo: usar un pocillo como molde y darles forma de canastica. Allí los rellenas de queso, les das un golpe de calor y tienes un gratinado espectacular. Y además había una cerveza, porque la comida cubana es con cerveza. El ron es otra cosa; el ron es para beber mientras juegas una partida de dominó”.
De esta manera Charly y los suyos planeaban presentar una adaptación posible de su cultura gastronómica a 35 grados de latitud sur, una muestra apenas de un fogón infinitamente más vasto en torno al cual se inventa sabor hace cinco siglos.
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El exvicecanciller Ariel Bergamino, embajador uruguayo en la isla entre 2009 y 2017, tuvo tiempo de conocer esa cultura en su origen. De la cocina tradicional prefería los tamales rellenos de carne "y/o" el quimbombó con pollo y plátanos, comentó para estas páginas. En ocasiones se permitía un plato "que no es muy tradicional ni barato": filete de pez perro con verduras saltadas. Se trata de un animal de escamas rojas que se pesca en el golfo de México, de carne consistente, proteica como la de la merluza. Bergamino lo saboreaba en el "paladar" San Cristóbal, ante cuyas mesas también se habían sentado Tabaré Vázquez y Pepe Mujica, el sitio donde en 2016 eligió comer el entonces presidente estadounidense, Barak Obama, durante aquellos breves buenos tiempos en que negociaba una "normalización" de las relaciones con La Habana.
Charly Álvarez.
Foto: Natalia Rovira
¿Pero existe algo así como una esencia de la cocina cubana? Todos sabemos la de la uruguaya. Charly la describe: "Es la santísima trinidad de la milanesa, la pizza y el asado", dice.
Bergamino le cuenta a Lento que en varios restaurantes de la isla se sirve un tal "bistec uruguayo": "Por lo que pude ver, es una albóndiga con fiambre y queso, revestida con pan rallado, nadando en aceite", detalló. Charly aclara que el término comprende cualquier carne "empanizada", un exceso propio de estas praderas para el cubano de a pie. Así lo supo una pareja de uruguayos que visitó la isla años antes de la pandemia. Cuando quisieron corresponder la hospitalidad de la familia habanera que los alojaba friéndoles milanesas, sus anfitriones no entendían cómo se proponían despilfarrar en una cena lo que habría servido para una vianda con bistecs y otra con huevos.
Azuca
La agrónoma cubana Silvia Gómez Farías ha dedicado muchos años a estudiar la cocina de su tierra. En el prólogo de Las comidas de Lezama Lima —un libro en el que recupera los platos que el escritor refirió en su prosa—, dice que "el dulce es la adicción remota del cubano" y sugiere que por eso acertaron los enemigos del gobernador colonial Francisco Carreño cuando, en 1579, enmascararon el arsénico que acabó con su vida en un cuenco de "manjar blanco", como le dicen por allá a la crema dulce de leche y almidón.1
"No es nada descabellado", opina Charly sobre la tesis de Gómez Farías. "Mira, nuestro historiador por antonomasia, Manuel Moreno Fraginals, tiene un libro llamado El ingenio en el que habla del desarrollo de la industria azucarera en el país. Cuando lo lees te das cuenta de que esa es la historia de Cuba. El cubano le pone azúcar a todo lo que se le ponga delante".
Durante la primera mitad de los noventa, los años del "período especial", Charly, que nació en 1979, estudiaba en un internado. Cada 15 días volvía a su casa. Recuerda que entonces pasaba por casa de sus abuelos, donde siempre encontraba pan duro. "Entonces yo tomaba un vaso grande de agua, le echaba azúcar prieta, batía bien aquello, que era la Coca-Cola de los cubanos, le echaba adentro el pan viejo y sentía que ya tenía mis corn flakes".
A favor de esa hipótesis jugaban los postres previstos para el almuerzo perdido. "Tenía la duda de si hacerte un boniatillo. Es un puré de batata roja con mucha azúcar y una cáscara de limón para darle un toquecito. Es muy rico, pero es una bomba. Se sale diabético con un solo plato. Entonces mi esposa dijo: “No, vamos a hacer torrejas”".
En su estancia en El Salvador a Charly lo sorprendió que allí las torrejas fueran un "postre de estación": sólo las comen durante la Semana Santa. En invierno, las tardes de domingo, en el oeste rural de Montevideo, mi vieja las hacía ablandando con la leche el pan duro de la semana. Pasaba las rodajas por el huevo y luego siempre había miel; nunca faltaba la miel en invierno en su alacena.
"En Centroamérica usan mucho la panela, lo que ustedes llaman rapadura. La rallan y se la echan. Nosotros hacemos un almíbar con un chorrito de vino seco, una ramita de canela... Esta vez, a falta de vino seco, le puse vino tinto", narró Charly.
¿Cuál vino seco le faltó entonces? "Mira, los cubanos no somos realmente enólogos. Hay una frase famosa de José Martí que dice: nuestro vino es de plátano y si sale malo, es nuestro vino. Nosotros fermentamos cualquier fruta, arroz incluso". Lo que faltaba era el vino de su tierra.
Metáforas y sinonimia
Estaba claro que para conocer la cocina de la patria de Charly había que andarse con cuidado en la sinonimia. A mi abuela Dora le hubiese divertido enterarse de que esa mezcla rara que de gurí me animó a ingerir con el pretexto de que se trataba de “arroz a la cubana” en la isla se llama comida de puta.
“Porque es la más fácil. Básica y a la vez deliciosa. ¿Tú conoces a Caius Apicius, el periodista gastronómico que trabajaba en la agencia EFE? En una crónica que hizo sobre el huevo frito defendió la idea de que no hay salsa más exquisita que la yema de huevo. Y así es. Siendo corresponsal aprendí que hay pueblos donde el huevo frito es desayuno. En Cuba tiene el rango de un bistec”.
Mi amigo Orestes, el de Miami, vivía de lavar pisos, pero era pintor. Y en sus telas casi nunca faltaba un huevo frito. Afirmaba que era una metáfora cubana del fracaso. Quizá esa imagen sólo la usó su generación, la del 60.
Charly no la conocía. “Tiene sentido”, dijo después de pensar un instante. “Quizá sea un buen ejemplo del fracaso que el huevo frito ocupe el lugar del bistec”. ¿Qué metáforas se estarán acuñando ahora, en esta otra crisis, bastante más aguda que la del período especial y cuando además Estados Unidos les ha cerrado sus puertas?
“Menos rata, comimos de todo”, le contaban los cubanos a Bergamino sobre el período especial. “Una tía mía dice que en Cuba el único período especial fueron los ochenta, porque fue la única época en que hubo cierta prosperidad”, apostilló Charly. Sin embargo, aseguró, “nunca dejamos de hacer por no tener”.
La divisa ha sido siempre “que no te frene una pequeñez como no tener las cosas”. “En la televisión Nitza Villapol te enseñaba la receta canónica de cada plato, pero luego te explicaba los sucedáneos que podías encontrar. A nosotros nos gusta mucho el arroz frito, que lleva salsa de soja, pero si falta salsa de soja se colorea el arroz con caramelo”.
Sin embargo, Charly cree que la cocina de la isla debe definirse con la misma alegoría que usó el antropólogo Fernando Ortiz Fernández para la cubanidad: el ajiaco, “ese gran guiso en el que metes todo lo que encuentras”, aclaró; “ese engendro de todos los sabores, olores y texturas”, resumía Lezama Lima en Paradiso.
De los taínos originarios quizá no quedó mucho más que decirles ají a los chiles, pero luego en el caldero se reunieron tradiciones españolas y africanas más las que trajeron los chinos, que a mediados del siglo XIX ya tenían su propio barrio en La Habana. Charly sugiere que habría que estudiar también los descubrimientos que hicieron los mambises, los guerrilleros independentistas que un siglo antes que Fidel y sus compañeros “se metieron 30 o 40 años viviendo en la manigua”. Y asegura que ese ajiaco desprende además aromas árabes. “Si lees Herejes, de Leonardo Padura, verás que hay incluso rastros de la tradición kosher”, agregó.
Ahora, aunque den tristeza las causas, los habitantes de este país tenemos la oportunidad de asomarnos a esa sabrosa síntesis. Seguro el lector tiene a mano un cubano dispuesto a facilitarle la tarea, pues, como escribió Charly en su libro sobre los años que pasó en El Salvador, “el principal ingrediente de la cocina cuscatleca no es el maíz, el frijol o el ayote, sino la nostalgia, la evocación de la mesa familiar, el bocado para conjurar el hambre, el pan dulce sumergido en el café”.2 Es decir, el “gorrión”. “Cuando el cubano sufre de nostalgia, dice que anda con un gorrión bárbaro”, me enseñó Charly ante los pocillos ya vacíos de café.
Salvador Neves (Montevideo, 1966) es periodista y editor en el semanario Brecha. Escribió Seregni. Un artiguista del siglo XX (Ediciones de la Banda Oriental, 2024) junto con Gerardo Caetano y Pepe Mujica: de tupamaro a presidente (Le Monde, 2010) junto con María Esther Giglio. Además, fue el responsable de la investigación histórica para el documental de Aldo Garay En busca de Artigas (TNU, 2011).