Hay ideas y prácticas –la política, la democracia– que hemos naturalizado hasta el punto de sentir que no nacieron nunca. Que siempre, desde el principio de los tiempos, estuvieron ahí, disponibles para que nos sirviéramos de ellas y buscáramos, entre todos, el bien común. Pero esto, claro está, es un error: la política, entendida como ese espacio en el que se ponen en tensión y se explicitan los intereses particulares y los generales, como ese asunto que compete a todos y que no es de nadie, nació en un tiempo y un lugar precisos: la antigüedad helénica. Es la política lo que hace que la mera vida, la pura ley del más fuerte encuentre un freno y sea objeto de cuestionamiento y debate.
Pedro Olalla (Oviedo, España, 1966) es profesor, escritor, fotógrafo y cineasta, pero su pasión es la cultura griega. Y con tanta dedicación se ha metido en esa materia que el Estado griego llegó a nombrarlo embajador del helenismo.
Olalla estuvo de visita en Montevideo en el marco de las celebraciones por los 40 años de la Fundación María Tsakos –institución que tiene como finalidad promover y difundir la cultura griega–, y el miércoles fue declarado visitante ilustre de Montevideo. Pero durante su estadía, Olalla hizo varias cosas: presentó la película Grecia en el aire (basada en su libro del mismo nombre), participó en un coloquio en el que conversó sobre su último libro, llamado De senectute politica. Carta sin respuesta a Cicerón, y hasta se hizo un tiempo para hablar con la diaria.
Para quien recorre las obras que mencionamos más arriba, es bastante evidente la preocupación del autor por la vigencia de los conceptos de democracia y política. Vaciados, a su entender, del contenido con que nacieron, son ahora lugares comunes que todos damos por buenos y que, de tanto abarcar, no aprietan nada. Y el lugar en el que ese vaciamiento, ese abuso de los términos que caracterizaron el deseo común de Occidente se ha mostrado de manera paradigmática es, precisamente, Grecia, el suelo en el que nacieron y se perfeccionaron.
“Desde principios del año 2010 –por señalar un punto de partida cercano– Grecia está siendo objeto de una incesante e impune operación de extorsión y saqueo en nombre de una controvertida deuda. [...] El poder de facto se está convirtiendo en un poder de iure gracias a un gobierno de tecnócratas y marionetas, [...] todos los sacrificios que se le exigen ahora al pueblo griego no son para combatir un sistema perverso, sino para darle continuidad. Y el resultado está siendo el expolio: una sociedad anónima ejecuta de manera implacable el mayor programa de privatizaciones que actualmente se realiza en el mundo. La democracia ha presenciado miles de movilizaciones en su nombre, sofocadas con armas químicas y abultados dispositivos antidisturbios. Ha conocido un presidente de gobierno impuesto por los acreedores”, explica la voz de Olalla al comienzo de Grecia en el aire, mientras la cámara nos deja ver un paisaje de olivos, encinas y pinos que salpican el suelo rocoso. Lejos, allá abajo, la ciudad de Atenas aparece blanca y desparramada sobre las laderas de piedra caliza. La voz de Olalla sigue contando cómo están las cosas hoy en la cuna de la democracia: “Despedidos sin derecho a subsidio, jubilados hurgando en la basura, hospitales sin gasas, farmacias sin medicamentos. Desde que comenzó la crisis, más de una persona se suicida cada día”.
De esa situación extrema, y de cómo la apragmosyne, el desinterés por los asuntos públicos, ha socavado la calidad y la legitimidad de la representación política, estuvimos hablando. Le decimos que tanto la película como el libro parecen mostrar, sobre todo, una preocupación por el estado de la democracia, y nos corrige: “Podríamos decir que es una preocupación por la deontología de la democracia”. La diferencia no es menor: lo que Olalla busca no es dar cuenta, simplemente, del estado de cosas en que vive Occidente al día de hoy, sino que se pregunta por el compromiso ético de los individuos con el ejercicio de la ciudadanía, por su involucramiento en los asuntos de la polis, por la verdad moral que alienta en conceptos como “política”, “democracia”, “igualdad” o “justicia” y la malversación de que han sido objeto.
Una de las consecuencias de las imposiciones de la troika en Grecia fue la severa reducción de las jubilaciones y pensiones, el aumento de la edad de retiro, la afectación de la protección social. ¿Es una de tus preocupaciones en el libro De senectute politica?
Es un aspecto puntual, pero sí, uno de los bulos que han circulado en torno a Grecia luego de toda esa campaña de desprestigio que tuvo lugar al principio de toda esta operación es que allí la gente –así, en general: la gente– se jubilaba a unas edades tempranísimas y con unas pensiones insostenibles para el sistema. Eso es falso. Es más: en Grecia la media de jubilación estaba en los 62,1 años en esos momentos: por encima de la media europea y con pensiones mucho más bajas ya entonces, no ahora, que se ha conseguido recortar 45% las pensiones, cosa que no ha ocurrido en ningún otro país del mundo. España en estos momentos está teniendo cada semana una manifestación de pensionistas desde hace ya meses, no porque fueran a recortar las pensiones, sino porque no las fueran a subir conforme al índice de precios al consumo. Y en Grecia, con la técnica de ir cortando rodaja a rodaja, en estos ocho años de la crisis se han recortado las pensiones 45%.
Entre otras pérdidas sociales de enormes proporciones...
Eso solamente es un indicador de todas las pérdidas sociales, económicas, de servicios que ha sufrido el país por las imposiciones de la troika, y que seguirá sufriendo en las próximas décadas. Además, recortar pensiones es un robo, porque es un dinero que los cotizantes han aportado ya y han puesto en manos del Estado para servir a ese fin, no para que se especule en los mercados financieros y después se diga que no hay para pagar las pensiones. Pero esta no es más que una de las muchas cosas que han afectado a la situación general de la población a raíz de las medidas de “rescate”.
Grecia fue –visto desde acá– como una especie de laboratorio, pero ese es el modelo que se está implementando en todo el mundo.
Sí, por supuesto, porque es el modelo que conviene a la doctrina del neoliberalismo globalizador: lo que quieren es que la gente se haga sus planes de pensiones en las cajas privadas y hacer negocio con las necesidades de las personas. Es lo que estamos viendo también en el terreno de la sanidad, en el de la educación y en todos los terrenos: una suplantación del Estado como garante de que las necesidades mínimas de las personas estén cubiertas independientemente de cualquier situación. Es una tendencia general, por supuesto. Y se argumenta mucho sobre la inviabilidad de las pensiones, cuando podrían ser viables de muchas maneras. Tampoco es absolutamente necesario que se paguen exclusivamente de las contribuciones de los trabajadores; podrían pagarse de otras partidas del Estado que se dedican a fines mucho más discutibles. Pero lo que quiere el sistema es desplazar todo eso a la esfera privada y de los mercados de inversión. Por eso, tenemos que tener claro qué es lo que queremos, si lo que consideramos valores u objetivos deontológicos de la política están por encima o por debajo de los intereses particulares de los círculos que manejan el dinero.
¿Cómo se reacciona en Grecia a toda esta situación?
Evidentemente, todo esto tiene el perfil de un experimento social. En Grecia no solamente se ha experimentado con la implementación de medidas políticas, sino que también se ha experimentado con la reacción social ante esas medidas. Se ha ido comprobando paulatinamente cómo una sociedad puede ser receptiva o tolerante –incluso pasiva– ante la aplicación de medidas que están diezmando sus conquistas sociales y políticas de siglos, sus posibilidades de mantener estándares normales de vida, incluso mínimos. Si en cualquier sitio, de repente, dijeran que van a bajar las pensiones 45%, nos parecería que eso echaría abajo a cualquier gobierno, sublevaría a la población, la llevaría a una huelga general indefinida, sería un casus belli. Sin embargo, en Grecia se ha conseguido en el breve espacio de ocho años, mediante el proceso de hacerlo en forma paulatina y acompañado de otras medidas y políticas restrictivas, intimidatorias. Y al final se ha conseguido bajar las pensiones 45%, a la vez que se suben los impuestos y se recorta todo tipo de prestaciones. Y hay, ya, más de un cuarto de la población bajo el umbral de la pobreza, oficialmente. Eso es parte de ese experimento.
¿Y cómo ha sido la reacción?
No ha sido, en ningún momento, proporcional a la gravedad del asunto. Ni en los momentos de mayor reacción. Si realmente desde el principio la población hubiese tenido conciencia de lo que se le venía encima, cosa que presupone cierto grado de virtud política, de implicación permanente –no puntual– en la cosa pública, si esto hubiera sido así desde el primer momento, antes de la firma del primer acuerdo, en mayo de 2010, hubiera habido una huelga general indefinida que no hubiera durado más de una semana y que hubiera echado por debajo los planes de la troika y de los gobiernos colaboracionistas. Es lo que hubiera sido sano en un Estado realmente democrático y con una ciudadanía realmente consciente y responsable; dudo que eso exista en algún lugar, aunque no podemos aspirar a tener una democracia si no tenemos una ciudadanía que la soporte. Porque la democracia necesita un demos, un pueblo consciente de su dignidad y dispuesto a ejercerla y defenderla. Es un sistema que no sólo es el único que permite la participación plena del ciudadano en la política sino que además es el único que la exige, y ahí reside también su debilidad: en que se basa en la virtud política de los ciudadanos.
¿Y tenemos esto en alguna parte?
Esto no existe en Grecia ni en el mundo a los niveles necesarios para que la democracia sea un sistema tal como fue concebido en sus orígenes: como proyecto político radical que aspiraba a la identificación de los gobernantes y los gobernados. En Grecia hubo la reacción típica de cualquier sociedad más o menos acomodada en sus estándares y en sus laureles, y hubo una parte de la población, más consciente, quizás, más dispuesta a dar la cara y arriesgarse, que empezó a movilizarse y llevó a cabo muchas manifestaciones, muchos actos de protesta; hubo varias huelgas sectoriales también, que no es la mejor estrategia, porque no se trata de una cuestión sectorial sino que afecta al conjunto de la sociedad. Las huelgas sectoriales acaban generando efectos perversos para el conjunto y ninguna conquista. Grecia ha tenido en estos años más de 3.000 movilizaciones y no han conseguido ya no digamos cambiar una ley, sino siquiera que se derogara un simple decreto de entre las más de 500 imposiciones de carácter legal que la troika hizo pasar a la legislación griega en los distintos memorandos. Entonces, yo he estado en muchas de esas movilizaciones en las que la Policía gaseaba a la gente que iba pacíficamente a defender sus derechos, y luego los telediarios arrojaban imágenes de cócteles molotov y del centro de la ciudad ardiendo, pero esos fueron puntos; alarmantes, en el sentido de que uno los ve desde la televisión y parece una batalla campal, pero en realidad la movilización fue poca respecto de la gravedad del asunto. Y así se fueron pasando una tras otra las medidas y se fueron quemando una tras otra las conquistas del estado social, de la democracia y del Estado de derecho en el Parlamento, a puertas cerradas, mientras afuera estaban ardiendo los contenedores de basura. Llegó un momento en que esa dinámica se fue haciendo intensa, y ahí, ya llegando a finales de 2014, hubo el momento en que Syriza parecía que quería dar un giro a la situación; para quien quisiera creerlo, para mí desde el primer momento estaba claro que no podía ofrecer más que una opción de continuismo, si no estaba dispuesta a romper con el marco de los memoranda, el euro y la Unión Europea [UE]. Dentro de esa estructura no había margen de maniobra para negociación ninguna.
¿Y entonces?
Hubo gente que, en el desastre del bipartidismo tradicional que estuvo ejerciendo el poder por más de tres décadas, que firmó todos los memoranda anteriores y consintió la imposición de un presidente de gobierno por los propios acreedores, decidió votar a Syriza. Y Syriza llega al poder en enero de 2015 y comienza una aparente negociación con el eurogrupo que parece que pone en jaque a toda Europa –una negociación con un órgano no oficial de la UE y que, sin embargo, es quien gobierna de hecho en Grecia y en gran parte de los países de la UE–. Tenían a su favor una resolución de Naciones Unidas [NU] que decía que la deuda de Grecia era contraria a la carta de NU, a los derechos humanos (por el tema de vivienda, de trabajo, de salario digno, de sanidad); había una resolución del propio Parlamento europeo, del 14 de marzo de 2014, que se había pronunciado diciendo que los memoranda con Grecia iban en contra del derecho originario de la propia UE; tenían a su favor el informe que el propio gobierno de [Alexis] Tsipras encargó a una comisión encabezada por Éric Toussaint y que arrojó que en 90% esa deuda podía ser declarada como ilegítima; tenían a su favor el informe del Fondo Monetario Internacional, que ya entonces ponía en duda la viabilidad de la deuda griega; tenían todas esas cartas en su mano. Llegaron a tener incluso un referéndum convocado por ellos mismos para decir, en una ambigua pregunta, si se quería seguir con las medidas de rescate. Y, con los bancos cerrados, corralito, una campaña de intimidación europea sin precedentes en la historia, sale con 61,4% el No a las medidas. Y al día siguiente rueda la cabeza de [Yanis] Varoufakis, ponen a otro ministro más conciliador, se pasan por el forro la legitimidad democrática de la nación entera y firman, con los votos de la oposición, el más oneroso de los memoranda que se habían firmado hasta entonces. Sin embargo, eso sirvió como válvula de escape para controlar la reacción que ya se estaba volviendo, quizás, peligrosa si hubiera seguido otro partido de los tradicionales. La gente dio un respiro –y se tomó un respiro– durante esos seis meses de negociaciones en que se estaba por ver si las cosas cambiaban. Y evidentemente, no cambiaron. Entonces la reacción siguiente ya no llevó las cosas a un nivel tan alto.
Pedro Olalla habla con claridad y vehemencia, e insiste en que hay que resemantizar las palabras, buscar el modo de recuperar su sentido original, encontrar la forma de ejercer la ciudadanía, que, recuerda, además de un derecho es una obligación. Escucharlo es asistir a una lección erudita y a una interpelación cívica difícil de desatender.
A fin de cuentas, como él dice, la razón de ser de la política, el Estado y la democracia es la felicidad de los ciudadanos. Ni más ni menos.