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Margarita Heinzen. Foto: gentileza de El Telégrafo, s/d de autor

La sanducera Margarita Heinzen fue la ganadora del concurso Narradores de Banda Oriental.

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Testimonios y memorias.

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El viernes, el premio del 25º Concurso de Narrativa organizado por la editorial Banda Oriental y la Fundación Lolita Rubial dio a conocer un nombre nuevo: la novela ganadora fue Un montón de espejos, de la ingeniera agrónoma sanducera Margarita Heinzen, que obtuvo la medalla de oro Morosoli, la suma de 40.000 pesos y la edición del libro en la Colección Lectores de Banda Oriental, con una tirada de 3.500 ejemplares. A priori, Un montón de espejos es una novela sobre un entramado histórico-político que se sustenta en la memoria, y que aspira a un relato narrativo y empírico que deriva en una certeza: “Faltaba contar la historia desde otro lugar”.

El jurado, integrado por el escritor Horacio Cavallo y los docentes y críticos literarios Jorge Albistur y Rosario Peyrou, evaluó que Un montón de espejos rotos narra con eficacia “un relato vinculado a la historia reciente del país, desde una experiencia marginal y adolescente, con una prosa clara que valora la narración en sí misma y da importancia al detalle”.

La autora adelantó a la diaria que la historia se enmarca en el otoño de 1982 y se narra desde la perspectiva de “una persona común”, ya que “no se trata de alguien que no cuenta con una conciencia política, ni que venga de una familia politizada”. La protagonista comienza a comprender la realidad que vive el país cuando llega a estudiar a Montevideo y debe adaptarse a una nueva ciudad, entre la ajenidad y las tensiones sociales y políticas. A la novela la “atraviesan historias mínimas”: “En aquel momento no había más que un canal de información oficial”, y en ese contexto convivían, sin vincularse, “muchas realidades paralelas, entre las que se encontraban los indiferentes, los comprometidos, los militantes”. Así, decidió que la historia principal se alternara con estas vivencias simultáneas, que son reelaboradas desde la ficción.

“Como viví esa etapa y no quería que la memoria me traicionara, traté de hacer una investigación bastante rigurosa, para que, además de estas minihistorias, también se incluyeran documentos: desde el reglamento que nos hacían firmar a los estudiantes que entrábamos a la Universidad, que advertía que no podíamos usar vaqueros, por ejemplo”, a una alocución radial de Germán Araujo, la columna que Gabriel García Márquez escribió en El País de Madrid sobre el plebiscito de 1980, el programa de Historia que se daba en las escuelas o un discurso del general Alberto Ballestrino en una graduación de cadetes; todo esto apunta a registrar los múltiples pliegues entre lo personal y lo colectivo. “En verdad”, dice, “es una novela sobre cómo impactan las decisiones que uno va tomando”.

En su caso, Heinzen cuenta que proviene de una familia de izquierda, que su madre era socialista y su padre había sido uno de los fundadores del Frente Amplio en Paysandú. “Fue una familia comprometida desde la izquierda pacífica, digamos, y por eso no vivimos la represión como otros. Sí tuvimos mucha conciencia, y al proceso lo vivimos como algo muy intelectualizado. Yo pertenezco a la generación 83 [que surgió en la Universidad de la República, durante la militancia estudiantil, y que organizó la Semana del Estudiante en 1983], que fue cuando llegué a Montevideo para estudiar [aunque, aclara, no se trata de una obra autobiográfica]; ahí me vinculé a nivel gremial, y cuando volví a Paysandú ya lo hice a nivel partidario”.

En su caso, el proceso de escritura comenzó con un disparador puntual: una noche, su hija iba a salir “de cuerpo gentil”, y ella le preguntó: “‘¿no llevás la cédula?’. Ella me miró sin entender. Ahí me di cuenta de que había una parte de la vida en dictadura que ni siquiera había podido transmitir a mis hijos; sobre todo cómo se internalizaban todos estos componentes de lo cotidiano”. A partir de esto, junto a la lectura de El dueño del secreto (1994), la novela en la que Antonio Muñoz Molina retoma los últimos años de la dictadura franquista a partir de un muchacho de provincia –en lo que él entendía como un ejercicio de ironía sobre su vida y su generación–, Heinzen decidió que su obra debía adoptar esa misma perspectiva, y narrar una historia marginal en primera persona que reconstruyera ese complejo mapa cotidiano.

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