Al principio había más de 80 parejas en la pista y en el cartel del fondo del salón se podía leer que llevaban 216 horas bailando. Para ganar los 1.000 dólares del premio, la pareja ganadora tendría que aguantar en pie y en movimiento hasta que hubieran transcurrido 2.500 horas, y durante ese tiempo sus integrantes tendrían techo, siete comidas al día y atención médica cuando hiciera falta. Pero claro, lo mejor era no necesitarla.
Las maratones de baile fueron muy populares en los Estados Unidos de la Gran Depresión. Cercados por el desempleo y acorralados por la pobreza, miles de jóvenes se anotaban en grotescos certámenes de danza que los obligaban a pasar el día entero, a veces durante meses, con el cuerpo entrelazado al de su pareja y balanceándose sin pausa, turnándose para dormir sin dejar de bailar, aprendiendo a leer, conversar y hasta a afeitarse sin parar de mover los pies. Las piernas acalambradas, la mirada perdida, la moral deshecha. Algunos morían en la pista. Muchos eran descalificados después de días o semanas de agotamiento, porque no podían levantarse luego de un desmayo.
La novela de Horace McCoy (nacido en Tennessee en 1897 y muerto en California en 1955) presenta a su protagonista, Robert Syverten, cuando está a punto de escuchar su sentencia de muerte por un cargo de asesinato en primer grado. Robert admite que mató a Gloria Beatty, su compañera de baile, pero insiste en que no cometió un crimen. La muerte de Gloria fue un acto de compasión, ejecutado, además, a pedido de la víctima.
Sabemos entonces que Gloria está muerta y que Robert, muy probablemente, va camino a la pena capital, así que lo que importa es saber cómo se llegó a ese punto. El relato está narrado por Robert en primera persona, y los capítulos se suceden precedidos por tramos brevísimos del veredicto del juez. Mientras su suerte se decide, Robert nos va contando las cosas desde el principio: cómo conoció a Gloria un día cualquiera en Los Ángeles, cuando ambos daban vueltas tratando de pescar un lugar como extras o como asistentes en alguna película, ella con la aspiración de ser actriz, él fantaseando con ser un director famoso; cómo se dejó arrastrar por ella hasta el local junto al muelle en el que pasarían días y noches sin ver el sol, dando vueltas en la pista y escuchando el persistente vaivén del océano bajo el piso; cómo fue cambiando su temperamento al contacto con esa joven amargada y envidiosa, incapaz de ver una luz en el horizonte; cómo aprendió a lidiar con ella y a sostenerla en las curvas cuando tenían que correr por la pista siguiendo el libreto que los organizadores del certamen habían modificado sobre la marcha para que cada noche una pareja quedara descalificada; cómo llegó a entender que, efectivamente, ella no era buena para nadie, que no quería vivir aunque temiera matarse, que no tenía salida o no era capaz de verla.
¿Acaso no matan a los caballos? (They Shoot Horses, Don't They?, 1935) fue considerada siempre una novela negra, aunque entre sus personajes no haya un detective, ni un criminal violento, ni una mujer rubia, bella y ambiciosa que fuma en boquilla y cruza lánguidamente las piernas. Su autor, Horace McCoy, fue periodista y escribió guiones para Hollywood, y siempre lamentó que los escritores de su generación no mostraran interés en los millones de desesperados que atravesaban los Estados Unidos en los días de la Gran Crisis. En esta brevísima novela (que fue llevada al cine en 1969 por Sydney Pollack y fue exhibida en Uruguay como Baile de ilusiones) él mismo compone, con recursos mínimos notablemente explotados, una metáfora aterradora de su país, del lugar que ocupan en el imaginario social los golpes de fortuna, de la máquina monstruosa que se ensambla entre los espectáculos grotescos y su público, siempre sediento de humillaciones, y de la ficción colectiva que hace que millones de individuos se inmolen voluntariamente en el altar del entretenimiento y crean que de esa experiencia de extenuación y vergüenza podría salir algo bueno.
¿Acaso no matan a los caballos? De Horace McCoy. Montevideo, Banda Oriental, 2018, 142 páginas.