El futbolista que fue objeto del deseo de la teleplatea de Sudáfrica 2010 esconde, en su nombre de una sola palabra, los genes desgarbados y picados de viruela del más inconformista de los críticos culturales de fines de los 80.
Para quienes tenían 20 años a la salida de la dictadura, Forlán no era Diego (Montevideo, 1979), sino su tío. Raúl Forlán Lamarque (Montevideo, 1959) habría cumplido este mes 60 años. Habría. Muerto de un infarto en 2004, quedó, para siempre, a salvo de la vejez. Un destino adecuado para el Virgilio de una generación “ausente y solitaria” que aparece inmediatamente después de la politizada generación del 83. La recuperación democrática de 1985 trajo para los jóvenes, por una parte, un reverdecer mutado de la militancia de los 60 y, por otra, el abrazo decidido a la posmodernidad. En muchos casos, incluso, ambos mundos conviven en una esquizofrenia sin culpa.
Forlán, desde las páginas culturales de Jaque y el suplemento dominical de El Día primero, desde el recién alumbrado diario La República después y desde una columna en la revista de la Cinemateca Uruguaya en paralelo, se volvió un cronista de ese tiempo. Menos y más que un cronista. Menos, porque en algunas de sus primeras posturas fue un cronista tuerto que colocaba el acento en sólo una de esas múltiples dimensiones. Más, porque no solamente dio cuenta de su devenir, sino que además contribuyó a definirlo. En artículos y conversaciones, aportó nombres de bandas punk y de escritores malditos, se volvió un canal por el que las redes neuronales de la contracultura vernácula se conectaban entre sí. Escribió con Alfonso Carbone el libro Fuera de control (1987), donde fue analizando el fenómeno rock a medida que ocurría. Colaboró en revistas, como Nueva Viola, y fanzines, como GAS. Para ganarse la vida, trabajó un tiempo en la oficina de prensa de Presidencia de la República, durante el primer gobierno de Julio María Sanguinetti. Tuvo un micro fugaz en Canal 5. Cubrió el verano puntaesteño para La República y pasó largos retiros en el balneario, en ocasiones viviendo en el área de empleados del hotel San Rafael. En su vida todo pareció ocurrir a la vez.
Hermano menor del tres veces mundialista Pablo Forlán (1966, 1970 y 1974), Raúl no podía ser sino un sibarita del fútbol. Fue, también, poeta, como lo testimonian sus libros Puntos de apoyo (1987) y Diario del freak (1988). Su paladar le permitió, sin que fuera paradoja, disfrutar de la voz de Alfredo Zitarrosa, a quien le dedicó un pequeño libro que escribió junto con Jorge Migliónico (Zitarrosa, la memoria profunda, La República, 1994). Ahí le llamó “el más generoso cantor popular que ha dado este suelo”. Un cantor que pudo no comprender a la generación del punk-rock uruguayo, pero que, a la vez, resultó su pariente carnal. Porque Zitarrosa también fue “un solitario que masticó sus demonios”. Como Forlán.