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Crónicas del año del encierro: Oxígeno

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Leído por Lola Livchich
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Hay anuncio de lluvia para el sábado, y a pesar del toque de queda que obliga a quedarse en casa, la ocupación hospitalaria ha alcanzado índices históricos, tanto en emergencia como en los encamamientos de pacientes moderados y en cuidado crítico. La fila para hacerse el hisopado se extiende por tres cuadras y dobla la esquina mientras la gente intenta cubrirse del aguacero. El equipo de rayos X se sobrecalentó y dejó de funcionar desde la noche anterior. Los enfermeros van y vienen, los técnicos para tomar muestras sanguíneas resultan insuficientes y los médicos a cargo del aislamiento respiratorio vemos cómo la banca no alcanza al tiempo que los enfermos se amontonan; las ambulancias hacen fila para dejarlos en la puerta sin brindar datos y sin que se haya garantizado que vayan a recibir soporte. El área está completamente sellada al aire externo y del techo se filtran varias goteras. Apenas veo a través de los lentes y la careta empañados. La ropa se me cae debajo del traje impermeable y las botas de tela me impiden pisar con firmeza; los guantes dobles hacen difícil tomar el bolígrafo para hacer un listado de pacientes y no me dejan palpar el pulso cada vez más débil en algunos. Cada vez hay más y más personas de pie. Algunos, afortunados por llegar más temprano, comparten la cánula o la mascarilla nasal para recibir un poco de oxígeno. Avanzo y veo a dos ancianas, cabizbajas ambas, con los ojos cerrados y recostadas una en el hombro de la otra. Me acerco y toco a la primera, que apenas alcanza a abrir los ojos. Intenta tragar aire por la boca y cae de cara al suelo; la otra, al perder el apoyo, cae también. Intento recostarlas boca arriba y ninguna tiene signos vitales. Nadie sabe cómo se llaman: no hubo tiempo para ponerles pulsera de identificación y tampoco hay familiares para reconocer los cadáveres. Un tipo gordo ha acaparado un tanque de oxígeno para él solo y me grita que no pierda tiempo en dos viejas que, igual, ya tenían que morirse. Termino la lista y cuando vuelvo la mirada a la puerta hay diez o 15 personas más. Camino de vuelta esquivando colchones, mochilas, platos con pollo y papas fritas, jeringas, frascos de medicamento y equipos de nebulización. Voy al cubículo vecino donde, con el habla entrecortada, una mujer me dice que no tiene familiares en la ciudad, que vive en una cuadrilla donde comparte un baño, comedor y cocina con otros 100 agentes de seguridad, todos inmigrantes en la capital. Agrega que muchos de ellos han tenido tos y disnea desde hace semanas pero que prefieren enfrentar la enfermedad, con o sin éxito, desde su catre antes que venir al hospital. Al fondo, en una sala vecina, se ha instalado la terapia intensiva, donde un médico debe monitorizar a 20 pacientes y vigilar su acoplamiento al respirador. Confirma que dos pacientes no tienen actividad cardíaca, indica a los enfermeros que retiren los cuerpos y me dice que salga a elegir dos pacientes más para ocupar las camas y los ventiladores. La tendencia en los últimos días ha sido un muerto por hora, pero hoy el ritmo aumentó a uno cada 40 minutos. Pregunto si debo buscar a algún enfermo en especial, pero él aclara que da lo mismo: por cada uno que atendamos van a morir cuatro o cinco más. La puerta del pasillo hacia la morgue permanece abierta aun cuando las normas dictan que debería cerrarse. Las camillas entran y salen y el rollo de nailon negro de donde se arrancan las bolsas para embalar los cuerpos gira y se adelgaza sin parar. Por la ventana veo a varias personas que buscan, en una montaña de bultos, las pertenencias de sus familiares difuntos. Oigo gritos en la entrada. El gordo abraza el tambo y se niega a compartirlo mientras dos hombres lo empujan para quitárselo a la fuerza. Muchas mujeres lloran. Algunas rezan estirando el cuello para no desconectarse del oxígeno mientras se arrodillan. Otra me pide que calme a los tipos, pero no quiero acercarme. Una chica sentada en el suelo ha empezado a grabar con su teléfono y exige mi nombre y apellido para compartir un video denunciándome por mala práctica médica. Mientras enfoca a las difuntas, se queja por la demora para retirar los cuerpos. Siento náuseas, frío y luego calor. Me falta el aire a mí también. Busco la puerta de salida y no la encuentro. Las gafas están cada vez más empañadas. Es sudor, es llanto, o quizás ya me he contagiado del virus. No lo sé.

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