El comisario se quedó mudo. Pálido y con el rictus a mitad de camino. Como si no se pudiera decidir entre sentir rabia y sentir miedo. Rabia por lo ocurrido delante de sus narices, y miedo por lo que pasaría con su carrera.
Justo ese día en que se jugaba la semifinal de la copa Libertadores de América de 1976, el estadio Centenario, donde la seccional policial novena tiene su sede, amanecía con el exterior de la tribuna América decorado con grandes letras de alquitrán negro: “Liberar a Seregni. Abajo la dictadura”.
Todo intento de quitarlo a tiempo fue infructuoso. Mientras el público entraba para ver el partido, todavía estaban las letras a medio borrar, con la frase perfectamente identificable. Pintarlo había sido cuestión de tres minutos. A las tres de la madrugada, varios militantes de la Brigada Líber Arce de la Juventud Comunista (UJC) habían llegado desde diferentes direcciones. Bajaron de sus bicicletas, se colocaron bolsas de plástico en las manos, tomaron los implementos que previamente habían dejado escondidos entre los arbustos, y comenzaron a escribir la parte que les correspondía. La consigna se fue formando mientras los “campanas” vigilaban por si pasaba algún patrullero.
La UJC combinaba esas acciones espectaculares ‒como aquella otra en que desplegó, en la fachada del Hospital de Clínicas intervenido, un enorme cartel de letras rojas llamando a votar “No” en el plebiscito de 1980‒ con otras de menor alcance pero igualmente arriesgadas. Eran las pintadas de barrio, las cajas de volantes accionadas por petardos o los mimeógrafos funcionando en los sótanos de casas de familia. También las “papeadas” en rutas del interior, una extraña práctica de hacer primero un cartel con una consigna, o con el rostro de un preso, para luego unirlo a una cuerda que tenía en sus extremos dos papas, formando una improvisada boleadora que se lanzaba a los cables de alta tensión para que ahí quedara por días, dando testimonio de que también en ese lugar existía la resistencia.
Son apenas algunas de las historias que están en el libro de 992 páginas El Partido Comunista bajo la dictadura: resistencia, represión y exilio (1973-1985), que coordinó Álvaro Rico y en el cual también participaron Gabriel Bucheli, Magdalena Figueredo, Carla Larrobla, Mauricio Bruno y Vanesa Sanguinetti. Editado en conjunto por la Universidad de la República y Fin de Siglo, es un trabajo de investigación imprescindible para empezar a completar el croquis del pasado reciente.
El registro metódico de los historiadores traza el sumario de una actividad orgánica inabarcable. Decenas de miles de integrantes de un partido político legal deben pasar a la clandestinidad a raíz de su prohibición en 1973. Hombres y mujeres comunes y silvestres, al igual que experimentados dirigentes, atraviesan así diferentes etapas. Desde la semilegalidad de los primeros meses de la dictadura hasta la Operación Morgan en 1975, que buscó borrar a los comunistas del mapa político. Desde la dirección férreamente clandestina de León Lev durante tres años, hasta su caída, en 1979, por la delación de un hombre al que los militares obligaron a ver la violación de su hija por parte de los torturadores. Desde los nuevos golpes represivos que siguieron al plebiscito de 1980, hasta los años finales del régimen cívico-militar, cuando muchas responsabilidades del Partido Comunista (PCU) pasan a ser asumidas, en los hechos, por la UJC.
Direcciones enteras que caen y direcciones enteras que se recomponen. La cárcel, la tortura, pero también la persistencia de mantenerse vivos, como personas y como organización, en un país militarizado. Sobrevivir y a la vez pensar y actuar. Dentro de fronteras y afuera, en los 30 países donde los comunistas uruguayos exiliados tuvieron presencia organizada. En este campo, los historiadores señalan la importancia que tuvo la caracterización teórica que el PCU hizo de la dictadura como un régimen fascista, clave para que el mundo pudiera entender, con relativa facilidad, el trabajo que se hacía, en los despachos y en las plazas, para aislar a los golpistas. Un exilio en que la cultura cumplió un rol fundamental, ya sea con la acción colectiva del teatro El Galpón o de Camerata Punta del Este, o de artistas individuales como Alfredo Zitarrosa. Acción que, según relata el libro, buscó sintonizarse con otras voces del ámbito opositor, por ejemplo en los varios festivales de solidaridad con Uruguay que se hicieron en lugares tan diferentes como Venecia o Luanda.
Todo eso está documentado en un grueso volumen que no se ahorra temas polémicos, como la expectativa inicial ante indicios de “peruanismo” progresista en sectores del ejército, o la caída del secretario General Rodney Arismendi y su rescate por parte de la Unión Soviética a cambio de la compra masiva de carne a los frigoríficos uruguayos, o cómo se procesó en los primeros años la necesidad de diferenciar entre los traidores que se pasaban a la represión y las personas que cedían algún nombre en la tortura, o la existencia de un aparato armado que nunca se llegó a utilizar para evitar ‒al decir de Jaime Pérez‒ “un baño de sangre a la Indonesia”.
Jesús (no) camina sobre las aguas
Un hombre gordo se mete trabajosamente en el ancho río. Con el agua a las rodillas camina cinco o seis metros hacia otro que está de espaldas, pescando. El otro no lo ve, pero lo escucha y sabe quién es, por el día y por la hora de la cita. Finalmente, el que entra se para al lado del pescador. No habla. Primero debe retomar algo de aliento. El pescador, sin mirarlo, le dice: “Caí la semana pasada, estoy colaborando con ellos. Di tres nombres. Pero no el tuyo”. El hombre no responde nada. Da media vuelta y regresa a la orilla. Apenas se oye el ruido de sus piernas apartando el agua en pasos igual de lentos y trabajosos que cuando entró al río. Ahora lleva la carga extra de una duda de vida o muerte. ¿Le habrá mentido el pescador y lo estarán esperando en los matorrales?
Así podría empezar la película sobre Ramón Cabrera, nombre clave Jesús, si la película ‒inexistente‒ tomara sus escenas de los testimonios que recoge el equipo de Rico. Es verdad que en el libro no hay muchas “escenas” ya que su objetivo no es narrativo sino que busca sistematizar un enorme volumen de información. Para eso utiliza documentos partidarios, archivos de la represión, entrevistas realizadas especialmente durante varios años, libros y periódicos.
No se subrayan héroes individuales, sino que los nombres están ahí para dar testimonio de trayectorias colectivas. Pero al pasar las páginas es difícil no caer en el vicio de individualizar, no detenerse en el carisma tranquilo de Ramón Cabrera o en el heroísmo de Antonia Yáñez o Liliana Pertuy.
Para la dictadura, revela el trabajo coordinado por Rico, los comunistas fueron “el enemigo interno” por excelencia. Durante los 12 años que duró el régimen, las acciones represivas contra el PCU y la UJC se sucedieron “a un ritmo casi diario”, además de operaciones masivas como la de 1975. En ese marco, se indica en el libro, “la resistencia y la clandestinidad son dos conceptos fundamentales para definir y entender la historia del Partido Comunista bajo la dictadura”. Una resistencia nacida en la huelga general de 1973 y que tuvo “carácter pacífico, no armado o violentista, ni siquiera saboteador”.
Resistencia en tres dimensiones espaciales y políticas: clandestinidad, cárcel y exilio. En lo que respecta al frente interno, detectan Rico y su equipo, “no fue esconderse para no ser descubierto, sino para asegurar el activismo de la organización en contra del régimen con el objetivo de derrotarlo”. El PCU y la UJC, entonces, “lograron la continuidad de su funcionamiento orgánico”, pero no como “una élite que se adaptó al modo de vida clandestino durante años”, sino como un conjunto numeroso de militantes con una permanente elaboración política, circulación de propaganda, recaudación de fondos para la acción, y acción misma. Desde esa tozudez organizativa, además, “sostuvieron durante períodos prolongados buena parte de la actividad clandestina de organizaciones sindicales y estudiantiles”, no sólo la propia.
Se vende piano Neumann
Una tintorería en la Unión que lleva en el doble fondo de su camioneta la prensa partidaria. Un código de avisos clasificados en el diario argentino Clarín que al anunciar que se vende un piano avisa que se traslada a un militante hacia Montevideo. Buzones en la cisterna de un bar de la calle Soriano. Reuniones del sindicato de la construcción en una parroquia. Venta de bonos el día de pago en plena dictadura en la principal fábrica de cervezas. Todo eso hecho por personas comunes (“no éramos agentes secretos”, dice uno de los testimonios, sacando de la obviedad el brillo que permite ver con claridad lo excepcional de lo que se hacía de manera sostenida) en medio del miedo, de los errores, de las chambonadas, de las flaquezas, de las dudas, de la disciplina. Todo empavonado de cierto convencimiento, al decir de uno de sus “héroes anónimos”, como fue José La Bruja Pacella, de que “somos la última línea, que si cedemos nosotros hay dictadura por 50 años”. Aunque no fuera necesariamente así, el convencimiento era necesario para resistir la soledad y la separación de la familia, para soportar convivir con la alta probabilidad de la cárcel y la tortura, o con la posibilidad, también presente, de la desaparición y la muerte.
El aporte del libro coordinado por Rico, abundante en datos, no es solamente sistematizar la acción de los miembros del PCU y la UJC, así como la represión ejercida contra ellos. Lo que revela en el fondo el libro, y que trasciende a cualquier grupo político determinado, es cómo la “teoría de los dos demonios”, esa que postula que el golpe de Estado se produce en el marco de una suerte de guerra interna, es un falso relato. No hubo enfrentamientos armados a consecuencia de la resistencia del PCU, resaltan los investigadores. No hubo comunistas procesados por hechos de sangre ni delitos contra la propiedad o contra las personas, agregan. “Se trató, estrictamente, de castigos masivos a personas impuestos discrecionalmente por el Poder Ejecutivo [...] de acuerdo a la tipificación de delitos políticos y de conciencia”. Castigos que llevaron a decenas de muertes. Es decir, terrorismo de Estado.
¿Por qué ese ensañamiento contra el PCU? En parte por su nivel de organización, que desafiaba el “apagón político” que buscaban los militares, en parte por el contexto anticomunista de las derechas internacionales, pero también, sugiere el libro, por el intento de quebrar un “círculo virtuoso” que tenía al PCU como uno de sus impulsores: los vasos comunicantes entre las organizaciones populares y el sistema de partidos. Esa “sindicalización de la política” y “politización de lo sindical” que evitaba que los conflictos laborales fueran exclusivamente por reivindicaciones economicistas y que buscaba que el tratamiento parlamentario de leyes que afectaban a los trabajadores tuviera como correlato un ida y vuelta, a través de la protesta o del diálogo, con los sindicatos. Un círculo virtuoso democrático que lograba, con todos sus bemoles y grises, que los partidos políticos ‒no sólo los de izquierda‒ tuvieran necesariamente puntos de contacto con la sociedad. Contra ese funcionamiento democrático, y contra el movimiento popular que lo nutría, fue también que se dio el golpe de 1973.
Ramón Cabrera termina de salir del río. Empapado, los pasos en la arena le cuestan todavía más. Llega hasta su pequeña motocicleta. No hay militares emboscados. Enciende el motor. Deja atrás, una vez más, el peligro. Es el último secretario general del Partido Comunista en la clandestinidad. El hombre más buscado de los años finales de la dictadura. Nunca lograrán atraparlo.
El Partido Comunista bajo la dictadura: resistencia, represión y exilio (1973-1985). De Álvaro Rico (coord.), Gabriel Bucheli, Magdalena Figueredo, Carla Larrobla, Mauricio Bruno y Vanesa Sanguinetti. Universidad de la República/Fin de Siglo, 2021. 992 páginas.