En el acta de detención, en agosto de 1970, tras un operativo en el hotel Ores, las fuerzas militares dejaron constancia de que “se le identificó por las huellas digitales”. Así era Daymán Cabrera: a los captores, ni el nombre. Primero estuvo preso algunos meses en la cárcel de Punta Carretas, y luego, desde 1972, en el Penal de Libertad, donde varias veces tuvo graves padecimientos de salud. El 21 de diciembre de 1984, ya con gobierno democrático electo pero aún con los militares en el poder, el periodista Manuel Flores Mora publicó en Jaque un llamado por su libertad. “Me entero [de] que Daymán Cabrera Sureda, añejo habitante del Penal de Libertad, ha sido trasladado en peligro de muerte al Hospital Central de las Fuerzas Armadas. La información agrega que tiene el tórax deformado, desviación del corazón, problemas de movilidad en las piernas, insuficiencia respiratoria y desnutrición. Daymán ha sido traído muchas veces al hospital. Hasta ahora, informan, ha padecido 12 neumotórax”.
Su pedido, dirigido expresamente al teniente general Hugo Medina, entonces comandante en jefe del Ejército y uno de los negociadores de la transición, no tuvo eco. Daymán recién fue liberado dos meses y medio más tarde. Tenía en su mameluco el número 784, con el que se lo había catalogado en ese intento de las dictaduras de borrar, desde la identidad, la humanidad de aquellos a quienes tienen encarcelados.
Difícil cancelar la humanidad de Daymán Cabrera. Artista plástico, encuadernador, escritor, sobre todo editor, y editor sobre todo de poesía, había nacido el 2 de junio de 1949. Dueño de un carácter áspero y a la vez lleno de ternura, tuvo amistades incondicionales y duras rivalidades.
Al principio como colaborador de su padre, el poeta Sarandy Cabrera, y después como timonel, Daymán fue el editor de Vintén. Desde ahí, en maxilibros y minilibros, siempre priorizando lo artesanal sobre lo industrial, siempre arriesgando el bolsillo propio en lugar de construir un catálogo con el dinero de los poetas, editaron 200 títulos en algo más de un cuarto de siglo.
Fue, desde Vintén, el primer compilador de la obra de Julio Inverso, pero también editó a Ida Vitale, Elías Uriarte, Juan Gelman, Alfredo Fressia, Enrique Fierro, Sabela de Tezanos, Lalo Barrubia, Roberto Appratto, Teresa Amy, Sergio Altesor, entre otros.
En los últimos años había tenido un grave diferendo con la Biblioteca Nacional –dirigida en ese momento por Carlos Liscano– debido a que dos de sus hermanos habían dejado en custodia, contra la opinión de otros cuatro, los materiales de su padre, fallecido en 2005. Más allá de qué grado de razón pudiera haberle cabido, el motivo de su enojo dice mucho de su carácter libertario. Se negaba a que la obra de Sarandy –en buena parte de la cual fungió como editor– terminara siendo encasillada en un ámbito académico que consideraba menos vital que la aproximación que la poesía reclama.
Su vida se apagó el lunes 24 de mayo. Al despedirlo, es bueno recordar cuatro versos de “Los ojos, sí”, uno de los poemas que escribió en prisión y que está recogido en el volumen colectivo Escritos de la cárcel (1986).
“...volveremos a nacer
como cristal
fósforo y
no como ceniza...”