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Juan José Saer, 1996.

Foto: Ulf Andersen, Aurimages, AFP

Tres novelas para entrar en el mundo de Juan José Saer

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Veinte años de la muerte del escritor argentino.

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Cuando a un escritor le cae encima el mote de “difícil”, el mercado de valores literario dispone de dos mecanismos para vehiculizar su obra: la encapsula y vende como tal, a la espera de que eventuales exégetas del autor de marras elaboren alrededor de sus libros una existencia propia (homenajes, colecciones, seminarios, reediciones anotadas, etcétera), que apuntarán siempre a un público específico, nunca numeroso, o, por el contrario, la abandona a su suerte, dejando que el corpus por sí mismo desarrolle sus propios mecanismos de supervivencia en el siempre saturado ecosistema editorial.

Son muchos los autores “difíciles” que circulan por anaqueles, góndolas y estantes polvorientos; sin alejarnos mucho en el tiempo, limitándonos a un siglo atrás, pueden ubicarse en esa categoría los nombres de Thomas Bernhard, Robert Musil, Thomas Pynchon, Arno Schmidt y William Faulkner, a los que pueden sumarse algunos en español como José Lezama Lima, Daniel Sada, Héctor Libertella e, incluso, Juan Carlos Onetti. La obra de todos los mencionados goza –cada una en su propia particularidad– de una relativa salud editorial: sus libros se siguen traduciendo y reeditando, son estudiados en universidades, se convierten en objeto de artículos académicos o alimentan notas de esta laya y están muy lejos de ser devorados por el ostracismo y convertirse en una referencia al pie de página.

Ser un autor “difícil”, incluso en esta época descafeinada y apática, en la que resulta más práctico interactuar con la inteligencia artificial que emprender una búsqueda en diccionarios y enciclopedias, no representa necesariamente un lastre para los escritores, pero la adjudicación de la etiqueta es una forma de problematizar el propio devenir de la literatura.

Tiempo, conciencia y narración

El 11 de junio se cumplieron 20 años de la muerte del escritor argentino Juan José Saer, ocurrida en París, un par de semanas antes de cumplir los 68, víctima de un cáncer de pulmón. Las dos décadas transcurridas han consolidado al autor nacido en Serodino, provincia de Santa Fe, como una de las voces más importantes de la escritura literaria en nuestro idioma (“el escritor más relevante de la literatura argentina después de Borges”, al decir de la reciente finada Beatriz Sarlo), en una carrera póstuma iniciada con la publicación de su monumental (e inacabada) última novela La grande, cuatro meses después de su fallecimiento, y seguida por abundantes reediciones, traducciones, diversos abordajes críticos y la publicación seriada de sus borradores en Papeles de trabajo (cuatro tomos aparecidos entre 2012 y 2015).

A muchos lectores que han emprendido el viaje por algún libro de Saer, la prosa del santafecino les resulta densa, ominosa, pródiga en adjetivos, morosa, cargada de excesivos giros en el interior mismo de las oraciones (muchas de las cuales les parecen interminables, fragmentadas por demasiadas comas y punto y comas); otros, en cambio, no han logrado horadar el devenir de sus tramas y quedan impávidos ante esas caminatas por calles céntricas de una gran ciudad o por la orilla de algún río barroso, no entienden la disposición espacial de los numerosos asistentes a un asado que conversan, ríen y elucubran teorías sobre los asuntos más diversos, o bostezan ante el monólogo que de pronto emprende un personaje que despliega, en el mismo proceso de enunciación, la corrección, el gesto dubitativo e incluso la negación de lo que afirma.

No tanto para esos lectores que se quemaron con leche sino más bien para aquellos que contemplan una eventual inmersión en la zona saeriana, está destinada esta breve guía en tres novelas por la obra de quien supo aprehender entre sus páginas “la materia atormentada” del mundo en el que vivimos y que escribió en una de ellas: “El sol y la muerte, dicen, nadie puede mirarlos de frente, pero a la distorsión sin nombre que pulula en el reverso mismo de lo claro, agitándose confusa como en los planos sin fondo y cada vez más sombríos de un espejo apagado y móvil, todo el mundo prefiere ignorarla, dejándose mecer por la apariencia espesa y brillante de las cosas que, por carecer de una nomenclatura más sutil, seguimos llamando reales”.

Cicatrices (1969)

La tercera novela de Saer, el libro por el cual Sarlo recomendaba emprender la lectura del santafecino, despliega ante el lector un repertorio de técnicas que no eran necesariamente novedosas en su época, pero que se potencian en su mixtura y reelaboración. Alrededor del brutal crimen de una mujer a manos de su esposo, el obrero metalúrgico Luis Fiore, en el lluvioso atardecer de un 1° de mayo, Saer compone cuatro relatos en primera persona, en principio independientes pero con sutiles conexiones internas, apareciendo por primera vez en su obra, formalmente al menos, la preocupación por la manera de describir y volver motor de la acción al tiempo. Esa puesta en escena del transcurso temporal queda evidenciada no sólo en los títulos de las cuatro secciones (‘Febrero, marzo, abril, mayo, junio’, ‘Marzo, abril, mayo’, ‘Abril, mayo’ y ‘Mayo’), sino en la morosidad con que las acciones son fijadas y descritas por los sucesivos narradores, a saber, el joven periodista Ángel (al que no hay que confundir con Ángel Leto, uno de los protagonistas de Glosa, que aparecerá más adelante en esta nota), el abogado ludópata Sergio Escalante, el juez homosexual Ernesto López Garay y el obrero homicida Luis Fiore.

A diferencia de sus dos novelas previas –Responso (1963) y La vuelta completa (1966)–, que no se apartan nunca del tono realista de la trama y de la disposición episódica en su composición interna, Cicatrices incorpora a la argamasa de su argumento poliédrico una capa metaliteraria, que consiste en la problematización del propio objeto novela.

Esto es evidente en la serie de reflexiones que el personaje de Carlitos Tomatis (ya aparecido en La vuelta..., pero que adquiere a partir de este libro su estatus pleno en el universo saeriano) realiza sobre el procedimiento escritural –“No hay más que un solo género literario, y ese género es la novela. Hicieron falta muchos años para descubrirlo. Hay tres cosas que tienen realidad en la literatura: la conciencia, el lenguaje y la forma. La literatura da forma, a través del lenguaje, a momentos particulares de la conciencia. Y eso es todo. La única forma posible es la narración, porque la sustancia de la conciencia es el tiempo”–, pero, sobre todo, tal como señalara la crítica María Teresa Gramuglio en una lectura pionera de Cicatrices, publicada en la revista Los Libros en 1969 y compilada en el volumen El lugar de Saer (2017), en la impresionante descripción que el personaje de Sergio Escalante realiza del punto y banca. Al poner en palabras la dinámica de este juego de cartas (al que el propio Saer supo ser adicto), subrayando la imposibilidad de la repetición, la permanente amenaza del caos en el transcurso de una partida y las particularidades del despliegue temporal, el autor desarrolla sobre el papel su propia teoría de la novela.

La pesquisa (1994)

La “novela policial” de Saer, la penúltima que publicara en vida, se apropia de uno de los llamados géneros populares para intervenirlo y desmontarlo a su entero capricho: en los meses más crudos del invierno parisino, un asesino de ancianas desconcierta con la brutalidad de sus crímenes al comisario Morvan, de la Brigada Criminal, que investiga el caso mientras convive con un universo onírico en el que los billetes y monedas que aparecen en sus bolsillos llevan los rostros monstruosos de Escila, Caribdis, Gorgona y Quimera. La exposición del caso policial, los giros de la investigación y su impactante resolución son narrados de manera gradual por Pichón Garay –otro de los personajes recurrentes de Saer– a Marcelo Soldi y Carlitos Tomatis, tras su reciente regreso de París a Santa Fe. Mixturado con el caso policial aparece el destino del manuscrito (un dactilograma) de 815 páginas de la novela histórica En las tiendas griegas, escrita por el fallecido poeta Washington Noriega –también del elenco estable saeriano– y ambientada durante la guerra de Troya.

Juan José Saer, 1989.

Foto: Ulf Andersen, Aurimages, AFP

Más allá de la doble trama de La pesquisa, la “policial” y la “literaria” (que también se desarrolla como un relato de investigación, como una pesquisa), hay un cuidadoso trabajo con la conformación del narrador: su lugar de enunciación, la puesta en voz de lo que cuenta y la relación que establece con su público (inmediato en el relato oral, anónimo y lejano a través de las páginas escritas). Esa preocupación formal en el autor, que obedece a la pregunta clave de quién es el que cuenta la historia, y que alcanzó en la obra de Saer momentos de altísima factura estética como en el presente de la escritura del protagonista de El entenado (1983) o en la suma de relatos alrededor del mismo episodio en El limonero real (1974), cuaja en todo su esplendor en La pesquisa.

El lector que sólo se deslice por el relato en aras de una resolución policial se verá plenamente recompensado, pero quien avance por las páginas con atención al fraseo total del narrador y al juego interno de la doble historia podrá apreciar el finísimo trabajo de Saer con el artefacto novela. Siempre es baladí hablar de perfección en los terrenos del arte, pero el trabajo de orfebre desplegado en este libro bien vale rendirse ante tamaña tentación enunciativa.

Glosa (1986)

La novela “más famosa” de Saer, esto es, la más citada y comentada (aunque no necesariamente leída), conforma, además de un prodigio formal en sí mismo, la obra más política del autor. Inspirada en la estructura de El banquete de Platón, especialmente en la recreación que emprende Apolodoro de los sucesos ocurridos en un ágape reciente organizado por el poeta Agatón, en Glosa, Ángel Leto y el Matemático repasan, durante una caminata por 21 cuadras del centro de la ciudad, los acontecimientos de una cena en honor al bardo Washington Noriega, a la que ninguno de los dos asistió.

A través de un procedimiento lejanamente emparentado con el empleado en la temprana novela Cicatrices y en la tardía La pesquisa (y en menor medida en la póstuma La grande), en Glosa hay un cuidado trabajo con el tiempo en su doble desarrollo: el de la caminata de los personajes por la ciudad y el de las acciones que se describen, que incluyen saltos hacia el pasado inmediato y hacia un futuro no muy cercano. El elemento conversacional de la historia, siempre referido por una tercera persona que reafirma ciertas expresiones (la muletilla “Leto –Ángel Leto, ¿no?–” entrecruza todo el relato), está permanentemente atravesado por las disposiciones mentales de los dos protagonistas, que obligan al narrador a corregir el relato de determinados sucesos, como cuando el Matemático refiere una historia contada por Botón, un personaje al que Ángel Leto no conoce y al que, por lo tanto, se ve obligado a adjudicarle una cara, un comportamiento particular y ciertos ademanes en función de las informaciones fragmentadas que le han llegado de parte de terceros.

Fue en Glosa, sin dudas, donde Saer se acercó de forma más nítida, aunque este adjetivo siempre es problemático para referirla, a la materia siempre atormentada de la realidad, ante la que el escritor sólo dispone de su arte y donde no tallan firuletes de ningún tipo. El propio autor se lo dijo a Guillermo Saavedra en una entrevista para el diario La Razón en diciembre de 1986 (compilada en el tomo Una forma más real que la del mundo, publicado en 2016 por la editorial Mansalva), al poco tiempo de la salida de Glosa: “Adscribo absolutamente a esa frase con la cual culmina la primera novela de Beckett: ‘Será desterrado quien halle símbolos aquí dentro’”.

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