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Protestas contra el gobierno de la presidenta Dina Boluarte, el 19 de enero en Arequipa, Perú.

Foto: Diego Ramos, AFP

Protestas, “terruqueo” y represión en Perú: la destitución y detención de Castillo dio lugar a una nueva ola de protestas

11 minutos de lectura
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El país aparece hoy polarizado entre un bloque proestablishment y otro antiélite. La presidenta Dina Boluarte se sostiene, por ahora, en el bloque parlamentario de la derecha y las Fuerzas Armadas, y ha dado vía libre a una fuerte represión de las protestas en reclamo de elecciones anticipadas.

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Leído por Andrés Alba
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Hace poco más de una semana, el gabinete de ministros de Dina Boluarte, presidido por Alberto Otárola, obtuvo el voto de confianza del Congreso con el apoyo de las bancadas que hasta hace poco pertenecían al sector más radical de la oposición al gobierno de Pedro Castillo y que, durante los casi 18 meses en los que este se encontró en el poder, ensayaron diferentes medidas para apartarlo del cargo. Al mismo tiempo, Rafael López Aliaga, el flamante alcalde de extrema derecha de Lima, manifestó su apoyo al gobierno que surgió de la destitución y detención de Castillo tras su intento de cerrar el Congreso en diciembre.

A su vez, los votos en contra del nuevo gabinete fueron de las bancadas de izquierda que meses atrás fueron aliadas del gobierno de Castillo. Entretanto, sobre todo en el sur del país –un bastión de los políticos antiestablishment, donde Castillo contaba con su más amplia aprobación–, comenzaban a crecer las manifestaciones reclamando elecciones anticipadas.

El escenario político peruano se reconfiguró: se rompió el precario equilibrio entre el gobierno de Castillo y el Congreso, enfrentados entre sí y con baja aprobación ciudadana, con el Congreso incluso más abajo que el propio presidente. Lo reemplazó una atmósfera en la que muchos perciben que son las élites –y un Congreso con menos de 10% de apoyo– las que han vencido, y eso explica el crecimiento de las protestas en estas últimas semanas, que ya han llegado a la capital peruana.

La crisis dentro de la crisis

El 7 de diciembre, cuando el país esperaba que el Congreso discutiera por tercera vez la destitución de Pedro Castillo, el exmandatario sorprendió con un mensaje a la nación en el que anunciaba la disolución del Parlamento, la convocatoria a nuevas elecciones legislativas y el objetivo de avanzar en la elaboración de una nueva Constitución y en la reorganización del sistema de justicia. Castillo declaró que las medidas tenían el objetivo de “establecer el Estado de derecho y la democracia”.

Si bien la disolución del Congreso era una demanda levantada desde las diferentes canteras que apoyaban al mandatario –así como desde los sectores de oposición se alentaba la destitución del presidente–, esta se enmarcaba en la Constitución, que permite al presidente, en ciertas circunstancias, disolver el Congreso (como ocurrió con el presidente Martín Vizcarra en 2019). Pero la decisión de Castillo se pareció más a una ruptura del orden constitucional (y muchos lo compararon con el autogolpe de Alberto Fujimori en 1992).

Los resultados del malhadado anuncio demostraron muy pronto que se trataba de una medida improvisada y sin apoyo militar: las diferentes instituciones estatales se pronunciaron inmediatamente en contra de ella y, en el lapso de dos horas, después de que el Congreso lo destituyera del cargo de manera exprés, Castillo fue detenido por su propia escolta mientras intentaba refugiarse en la embajada de México junto con su familia.

El mismo día del intento fallido de “autogolpe”, la vicepresidenta Dina Boluarte fue investida como presidenta. Se trataba de un acto en el marco de la sucesión constitucional. En su juramentación, indicó que ejercería el cargo de presidenta de la República hasta julio de 2026, cuando terminaba el mandato de Castillo. Pero la presión social obligaría rápidamente a un primer adelanto electoral para 2024.

El núcleo duro del “castillismo”, que mantuvo su apoyo a pesar de los constantes escándalos de corrupción del gobierno y de sus promesas incumplidas, se manifestó en contra de la investidura de Boluarte. Referentes de este espacio, que representa aproximadamente 25% de la población peruana y que se caracteriza por su alta capacidad de movilización y su desconfianza de los medios de comunicación tradicionales –justificada por el comportamiento parcializado de estos durante la pasada campaña electoral–, tildaron a Boluarte de “traidora”, “usurpadora” y “títere del Congreso”. Y es que si bien Boluarte había acompañado de cerca al gobierno de Castillo desde sus inicios, sus posicionamientos durante las semanas previas de la caída del exmandatario la habían alejado cada vez más de él.

Además, sólo dos días antes de que los congresistas votaran la destitución de Castillo, desde el Parlamento se archivó la denuncia constitucional en su contra. Esta denuncia, impulsada por el sector de oposición más extrema, buscaba inhabilitarla con el objetivo de que no pudiera asumir la presidencia en caso de que se lograra destituir a Pedro Castillo. De esta forma, sería al presidente del Congreso, José Williams, representante de la oposición, a quien le tocaría asumir esa función. Pero al final, en el marco de aceleradas reconfiguraciones políticas, Boluarte terminó asumiendo, y gobernando hasta ahora, con el apoyo de la derecha.

La promesa de la nueva presidenta de gobernar hasta 2026 fue interpretada por diversos sectores sociales como una componenda con la oposición que proponía que se queden todos en el poder, menos Castillo, lo que muchos sectores consideraron una suerte de afrenta.

Polarización

En los últimos tiempos, Perú atraviesa una gran polarización política y social. La fragmentación y la desafección política imperantes hasta inicios de 2021 –como resultado de una crisis política permanente– mutaron en una política binaria y maniquea desde la irrupción de Pedro Castillo en el escenario nacional. En buena medida puede decirse que, desde entonces, en el país se establecieron dos coaliciones enfrentadas: una coalición proestablishment y otra antiestablishment. Como ha señalado el politólogo Carlos Meléndez, la primera se encuentra conformada por las bancadas parlamentarias de derecha y centroderecha, las fuerzas de seguridad, los grandes empresarios, los medios de comunicación tradicionales y las clases altas y medias limeñas; mientras que en la segunda se encuentran los diferentes grupos de izquierda, la población rural perteneciente a los sectores socioeconómicos más bajos y el heterogéneo mundo de la informalidad.

Boluarte, una política débil que mantenía una mala relación con las izquierdas representadas en el Congreso –y con Perú Libre, el partido por el que se postuló–, vio cómo el sector antiestablishment le daba la espalda y en poco tiempo se alineó con la agenda de la coalición proestablishment, buscando un respaldo que la mantuviera en el poder.

Así, en un contexto de violencia creciente, el sector proestablishment ha obtenido la representación total de la política oficial, incluyendo el Poder Ejecutivo, que permite el monopolio de la “violencia legítima”. En efecto, la respuesta represiva al desafío de las calles ha provocado ya alrededor de medio centenar de muertes.

¿Quiénes protestan?

Como ha sostenido el especialista en movimientos sociales Omar Coronel, las movilizaciones iniciadas en diciembre han ido variando en intensidad, magnitud y niveles de violencia. De esta manera, pueden reconocerse tres momentos: el primero fue protagonizado por el “núcleo duro” de la base de Castillo, que salió a protestar demandando la liberación del expresidente, una nueva Constitución, el cierre del Congreso; en el segundo momento –iniciado aproximadamente el 15 de diciembre, a partir de la muerte de nueve manifestantes en Ayacucho a manos de las fuerzas de seguridad– se sumó un amplio sector que demandaba justicia y reparación para las víctimas. Finalmente, en un tercer momento se incorporaron a las movilizaciones actores con demandas múltiples y específicas vinculadas a temas como la minería, los derechos laborales, el cuidado ambiental y los servicios básicos. Todos ellos piden elecciones anticipadas en 2023.

Según informes elaborados por la Defensoría del Pueblo entre 2006 y 2022, en Perú surge un conflicto social cada semana. Sin embargo, se trata de conflictos con plataformas bastante acotadas, aisladas y concretas que, hasta hace poco, no encontraban un gran relato unificador que los hiciera trascender. Hoy tienen uno.

Castillo logró engarzar las diferentes identidades excluidas del país y enmarcarlas en una narrativa colectiva. Con su caída, estos sectores, ya empoderados, han logrado un nuevo nivel de cohesión. Las protestas están integradas por diversos actores movilizados en contra del establishment que han hecho suya una plataforma de lucha que responde a la creación de un enemigo común y coyuntural: el Congreso y Dina Boluarte. Además, apuntan a un objetivo político de fondo: una nueva Constitución que establezca una nueva relación entre el individuo y el Estado.

Por su parte, Boluarte y el premier Otárola han hecho suyo el discurso deslegitimador de los grupos de ultraderecha del país que reclaman mano dura y rechazan las manifestaciones. Esta estrategia discursiva se basa centralmente en dos ideas fuerza. La primera es que agentes exógenos se han logrado infiltrar en las protestas pacíficas de la ciudadanía para sembrar la violencia. Estos grupos azuzadores estarían conformados por los militantes de los restos del Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso, el grupo subversivo que dejó las armas y buscó sin éxito un acuerdo de paz en 1993, por representantes de economías ilegales vinculadas al narcotráfico y a la minería ilegal. Incluso se acusa al expresidente boliviano Evo Morales de fogonear las protestas en el sur peruano. Con esto se busca “terruquear” las protestas, como se denomina en Perú a la asociación de un adversario con el terrorismo para desacreditar su causa. Boluarte habla de grupos delincuenciales que buscan generar caos e intentan quebrar el Estado de derecho.

La realidad es que, a casi tres décadas del fin del conflicto armado interno, quienes en el pasado se levantaron en armas y pagaron una condena por ello han logrado reincorporarse a otros proyectos políticos, muchos ligados a una tradición radical de izquierda. Son militantes que, dada su experiencia política, han logrado ocupar roles dirigenciales en los movimientos sociales en el interior del país. Asimismo, es importante señalar que las economías ilegales o delictivas –en un país con una informalidad que alcanza a 76,8% de la población económicamente activa y 87% de los hogares– han logrado convivir y mezclarse con la economía formal y la informal. El sociólogo Francisco Durand ha apuntado que las economías no formales han sido toleradas o no controladas por el Estado a punto tal que llegaron a madurar y a jerarquizarse; es así que el interés en el mantenimiento de las economías ilegales es transversal a las clases sociales, entre las que se encuentran una élite patronal informal y operarios y trabajadores informales.

De esta manera, zonas como el Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro (Vraem) –ubicado en el centro del país– y el departamento de Madre de Dios –ubicado en la Amazonia– se han caracterizado por la presencia de narcotráfico ligado al cultivo de hoja de coca y a la minería ilegal. En estos lugares las actividades ilícitas se encuentran tan extendidas que han logrado la aceptación de los actores locales no involucrados directamente. Se trata de la defensa de una economía moral de la ilegalidad que considera estas actividades necesarias para satisfacer las necesidades básicas de las personas y las aspiraciones consumistas de la sociedad.

La violencia

Si bien sí existen dirigentes y manifestantes que son exmilitantes del PCP-Sendero Luminoso y otros que están vinculados, de alguna u otra forma, a economías ilegales, estos no operan como articuladores externos con objetivos oscuros, sino que son parte del tejido social que sale a protestar.

La segunda idea fuerza usada para desacreditar las movilizaciones –catalogarlas como producto de demandas políticas y no simplemente sociales– responde a la idea de que sólo es válido protestar por reivindicaciones concretas para lograr una vida mínimamente digna. Una demanda política de la población que vive al margen del Estado –ya sea por el olvido unilateral de este último o por la distancia voluntaria de quienes ejercen actividades que no quieren que sean reguladas– es vista como una afrenta al statu quo. Y efectivamente lo es. Lo interesante es que, durante décadas, las economías informales e ilícitas han sabido ejercer influencia en espacios de representación y de decisión política, como el Congreso de la República y los gobiernos subnacionales, con el objetivo de mantener el statu quo en el que han podido desarrollarse y expandirse. El pedido de una Asamblea Constituyente por parte de los grupos de trabajadores vinculados a estas economías vislumbra la intención de un acercamiento al Estado a partir de una refundación de este.

Las acciones de protesta a lo largo del país se han manifestado en forma de movilizaciones, paros y bloqueos de carreteras. Una de las características centrales de todas ellas ha sido la no partidización. A diferencia de las protestas de noviembre de 2020, en las que era posible encontrar aliados naturales en el Congreso –como los congresistas pertenecientes al Partido Morado, de Francisco Sagasti, quien finalmente asumió la presidencia de la República (2020-2021)–, en esta ocasión los manifestantes mantienen un repudio generalizado a todos los miembros del Parlamento. Incluso los congresistas de Perú Libre, por el que se postuló Castillo, que podrían ser los más afines a las protestas por haber mostrado su solidaridad hacia ellas, son igualmente rechazados por los manifestantes.

Esta falta de liderazgo político ha derivado en episodios de violencia y en falta de capacidad para entablar un diálogo con el gobierno. Los nuevos gobernadores regionales que iniciaron funciones el 1° de enero tampoco cuentan con la autoridad suficiente para encauzar la violencia de los manifestantes en el interior del país. Por el contrario, se han visto presionados a no negociar con el gobierno, pues la única solución a la vista de la multitud en las calles pasa por la renuncia de la presidenta Dina Boluarte.

Definiciones

En el escenario político peruano se disputan hoy dos grandes cuestiones. La primera es la fecha de las elecciones para elegir un nuevo presidente y un nuevo Parlamento. El Ejecutivo, ante el enardecimiento social, presentó un proyecto de ley que plantea el adelanto de elecciones generales para abril de 2024.

Este proyecto fija el próximo año por considerarse un plazo suficiente para el cumplimiento de varias disposiciones legales, tales como el cierre del padrón electoral un año antes del proceso y la celebración de elecciones primarias para elegir a los candidatos. Además, el Poder Ejecutivo ha estimado que esta fecha daría el tiempo necesario para la elaboración de reformas constitucionales que permitan cambios sustanciales en la política peruana.

Por su parte, la población en las calles tiene como una de sus exigencias centrales que las elecciones se celebren en 2023. El presidente del Jurado Nacional de Elecciones, el ente encargado de los procesos electorales, ha manifestado que es posible realizar un proceso electoral seis meses después de que se efectúe la convocatoria a elecciones, pero que se trataría de un proceso exprés, en el que no se llevarían a cabo fases que distintos especialistas en sistemas electorales consideran necesarios para mejorar la representación política.

El proyecto del Ejecutivo ha tenido una amplia aceptación en el Parlamento. Sin embargo, las reformas políticas que en el documento del gobierno son presentadas como “cambios democráticos y constitucionales en el Congreso, obedeciendo fundamentalmente al sentimiento de la ciudadanía”, en la práctica se han convertido en un paquete de disposiciones que los congresistas han presentado para beneficiarse a mediano y largo plazo. Así pues, en el Legislativo actualmente se busca aprobar la bicameralidad y la posibilidad de la reelección congresal –prohibida en 2018 por medio de una consulta popular– y la eliminación de la necesidad de voto de confianza del Congreso a los gabinetes ministeriales, para quitarles a los presidentes la posibilidad de disolver el Congreso si este rechaza dos consejos de ministros de manera sucesiva, como ocurre con las normas actuales.

El segundo gran asunto que se discute actualmente en Perú es si Boluarte se mantendrá en el cargo hasta que se realicen elecciones generales en 2024 o si el presidente del Congreso será quien asuma el liderazgo del país hasta que un nuevo presidente sea elegido.

Boluarte, respaldada por la coalición proestablishment, ha asegurado que no renunciará a la presidencia de la República. Sin embargo, con cada muerte que se suma, las calles se llenan de más personas pidiendo su dimisión. Un estudio de opinión pública mostraba una polarización total sobre la nueva coyuntura de crisis: mientras que 50% de la población peruana asegura sentirse identificado con las protestas, 46% las rechaza.

Si Boluarte renuncia, le tocaría asumir la presidencia al presidente del Congreso de la República, José Williams Zapata, exjefe del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas y perteneciente al sector de la exoposición más férrea contra Castillo, por lo que suscita el rechazo de los manifestantes. Ante esta situación, los gobernadores regionales de Arequipa y Cusco, así como los colegios de abogados del país, han propuesto la renuncia de la actual mesa directiva del Congreso para que sea otro legislador quien asuma la presidencia de la República si Boluarte deja su cargo. Sin embargo, la sensación negativa que provoca toda la clase política imposibilita una fórmula de consenso como la lograda con Francisco Sagasti durante la crisis política de 2020, quien fue visto como un personaje prudente para guiar al país hacia las siguientes elecciones.

Perspectivas

La estabilidad de la presidenta se encuentra cada vez más en entredicho y depende del apoyo de la coalición proestablishment. Si bien Boluarte le ha concedido a esta el retorno al gobierno de cuadros tecnocráticos con visión empresarial y la posibilidad de llevar adelante una reforma política antes de dejar el poder, el desorden social, que afecta las inversiones y los mercados, ya ha empezado a incomodar al sector empresarial de la coalición. Asimismo, de crecer su desaprobación –hoy ubicada en 71%– Boluarte corre el riesgo de perder a sus aliados coyunturales, quienes en poco tiempo entrarán en una lógica electoral.

Un último punto que no puede pasar desapercibido es el pedido de convocatoria a una Asamblea Constituyente. Tal y como revelan actuales estudios de opinión, esta demanda ha ido creciendo y hoy encuentra eco en 69% de la población. Pero la coalición en favor de una nueva Constitución, como ha sostenido Juan Carlos Ubilluz, es amplia y contradictoria. Y hoy, tal como están las cosas, no hay una agenda común para la elaboración de una nueva Carta Magna, lo que será fuente de nuevas batallas políticas y sociales.

Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad

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