En 2019, cuando Donald Trump anunció por primera vez que Estados Unidos debía “comprar Groenlandia”, la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, desestimó con razón la idea por “absurda” y señaló que Groenlandia no está en venta. La política exterior y de seguridad del territorio las gestiona Dinamarca, pero de los asuntos internos se ocupa Groenlandia.
Sin embargo, ahora que Trump vuelve a la Casa Blanca, cree que es una “necesidad absoluta” para Estados Unidos obtener “la propiedad y el control” del vasto territorio ártico. Y más chocante aún, asegura que no descarta el uso de la fuerza militar para lograr el objetivo (aunque su opción preferida sigue siendo amenazar con “enormes aranceles”).
Por estrambóticas que parezcan estas declaraciones, hay que tomarlas en serio. Groenlandia es una cuestión diplomática importante y delicada. Su situación debe tratarse con cuidado y compasión, para evitar una crisis mucho mayor que no beneficiaría a nadie.
Aquí la historia es importante. Groenlandia fue colonia danesa hasta 1953, cuando se convirtió en provincia de Dinamarca. En 1979 la inmensa isla (de hecho, la mayor del mundo) adoptó el autogobierno, y desde 2009 Groenlandia y el Reino de Dinamarca mantienen un sistema general de autonomía, en el que unas pocas áreas de gobierno (sobre todo en lo referido a la seguridad y la defensa) permanecen bajo el control de Copenhague.
La mayoría de los partidos políticos de Groenlandia aspiran a la independencia de la isla y, según el acuerdo de 2009, tienen derecho a organizar un referendo al respecto. Pero, en general, los groenlandeses reconocen que todavía es demasiado pronto: primero deben crear las capacidades necesarias para funcionar como un Estado-nación independiente.
En vista de las últimas intervenciones de Trump, no es aventurado suponer que la cuestión de la independencia dominará las próximas elecciones groenlandesas, que se celebrarán a más tardar el 6 de abril. Pero es muy dudoso que muchos votantes apoyen cambiar la mano blanda del dominio danés por las pesadas manos de Trump y su coalición nativista. Para bien o para mal, los groenlandeses están comprometidos con el modelo de bienestar nórdico y no querrán abandonarlo para adoptar el modelo estadounidense.
Groenlandia no forma parte de la Unión Europea (UE), pero sus habitantes sí lo son, por ser ciudadanos de Dinamarca. Más de la mitad del presupuesto público de la isla corre por cuenta del gobierno danés, y el 90% de las exportaciones groenlandesas (ante todo, camarones) se destina a la UE, donde tienen acceso privilegiado.
La indecente propuesta de Trump, hecha a punta de pistola, no sólo es absurda, sino también peligrosa. Está claro que la mejor opción para Groenlandia es mantener la relación cambiante y flexible que tiene con Dinamarca.
Aunque Rusia y China también tienen ambiciones territoriales y económicas en el Ártico, las amenazas militares a Groenlandia son mínimas. El destacamento ruso más cercano está a 2.000 kilómetros helados de distancia, y los dos buques de investigación chinos con capacidad para navegar en el Ártico parecen estar activos más bien en las aguas que rodean la Antártida.
Además, en virtud de un acuerdo de 1951 (y otros posteriores), Estados Unidos ya tiene derecho a establecer instalaciones militares en Groenlandia. En los primeros días de la Guerra Fría existió la inmensa base aérea de Thule en el extremo norte de la isla (que, a pesar de las desmentidas oficiales, albergó armas nucleares). Ahora se la rebautizó “Base Espacial de Pituffik” y cumple funciones de alerta temprana y vigilancia espacial. Pero mientras el ejército estadounidense consulte a las autoridades danesas y groenlandesas, puede hacer más o menos lo que quiera en la isla.
Dinamarca, por su parte, realiza patrullajes navales en torno de Groenlandia, y se dispone a adquirir drones de vigilancia, pero su pequeña presencia militar se centra ante todo en tareas de búsqueda y rescate.
Por supuesto, el legado del colonialismo siempre es una cuestión difícil. Alrededor del 88% de los groenlandeses pertenece a la etnia inuit, y la relación actual entre Groenlandia y Dinamarca no está libre de complicaciones del pasado. Pero Estados Unidos mal puede vanagloriarse del trato dispensado a su propia población indígena, y no está en condiciones de sermonear a otros en estas cuestiones.
Es verdad que Groenlandia tiene grandes reservas de tierras raras, que se usan en numerosos productos de alta tecnología. Pero el clima de inversión para extraer estos recursos dista mucho de ser ideal, por la incertidumbre política que ha surgido en torno a la isla, la falta de mano de obra y la fragilidad del entorno natural. De hecho, Groenlandia y el resto del Ártico se están calentando al menos dos veces más rápido que el resto del planeta, y eso se traslada a fragilidad económica, social y política. Razón de más para gestionar el lento camino de Groenlandia hacia una mayor autonomía (y quizá algún día la independencia) con cuidado, no con bravatas y hostigamientos.
La indecente propuesta de Trump, hecha a punta de pistola, no sólo es absurda, sino también peligrosa. Está claro que la mejor opción para la isla es mantener la relación cambiante y flexible que tiene con Dinamarca.
Carl Bildt fue primer ministro y ministro de Asuntos Exteriores de Suecia. Traducción: Esteban Flamini. Copyright: Project Syndicate, 2025.