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El fuego y la política

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El fuego y la política, las inundaciones y la política, las heladas y la política... No importa qué, todo sirve para arrojarle al oponente, para ensuciar cada pantalla en la que se ven o se leen noticias, para emborronar nuestro entendimiento y salud pública más con las palabras de los políticos –amplificadas por su cohorte de periodistas, tertulianos, columnistas, también “calumnistas”– que con el humo o las pavesas del fuego y sus dramáticas consecuencias.

En enero fueron en California, ahora en el sur de Europa: Grecia, Turquía, Montenegro, Albania, España. Yo estoy en España. Hago un esfuerzo para leer las noticias, que me he acostumbrado a evitar, y tratar de escribir esto sin cometer incorrecciones. El mismo esfuerzo que hice para evitar contaminarme con el intercambio de acusaciones y barbaridades mezcladas con drama y barro en octubre del año pasado en Valencia. En lo que va de año se han quemado 391.581 hectáreas, sí, muchos campos de fútbol. De ellas, 350.000 en los incendios que asolan Galicia, Castilla y León y Extremadura, principalmente, desde el 7 de agosto.

Cada autonomía tiene su gobierno, sus autoridades, sus recursos, dentro de todo un bosque legislativo que regula quién y cómo se manejan, así como de qué forma se relacionan con otras administraciones, la estatal principalmente. Este está siendo el combustible que los pirómanos políticos están empleando para inmolar al contrario. Los que son oposición en una administración son gobierno en otra. Tratar de mantenerse informado se ha convertido en un ejercicio muy feo, muy insoportable. Hay excepciones que buscan el análisis, que trabajan callados, por supuesto, los que se juegan la vida en primera línea, que de cuando en vez tienen un respiro para dar su testimonio.

Las conclusiones sobre cómo es posible la vehemencia con la que el fuego está destruyendo todo a su paso, incluidas viviendas y pueblos enteros, empiezan a asomar. La falta de atención a la prevención, que tiene elementos que se bifurcan en la falta de recursos que preparen las áreas forestales para la llegada de las altas temperaturas estivales, por un lado, y el abandono de las zonas rurales tanto de su población como de las labores agrícolas y ganaderas, por otro, se señala como la principal causa de que el bosque sea un banquete lleno de zarzas y rastrojos para las llamas. Relacionado con esto está la ausencia de políticas de planificación que permitan conocer y ordenar el territorio para anticipar catástrofes como las actuales.

Desde hace años un sector político de la derecha, si no toda la derecha política, ha renegado de la Agenda 2030. Pero el planeta se calienta y sus consecuencias ya han dejado de llamar a la puerta para entrar en nuestros hogares.

Otra de las deducciones que van saliendo es la constatación de que el cambio climático existe y que ha llegado para quedarse, y esto empieza a ser aceptado por aquellos más reacios a hacerlo. Desde hace años un sector político de la derecha, si no toda la derecha política, ha renegado de la Agenda 2030. Pero el planeta se calienta y sus consecuencias ya han dejado de llamar a la puerta para entrar en nuestros hogares, estén en la latitud que estén.

Tras nueve años viviendo fuera de España, una de las cosas que más me han llamado la atención al regresar es la mejora en los recursos con los que cuentan las fuerzas de seguridad del Estado. Policías nacionales, municipales, autonómicos, etcétera (en España hay 156.453 agentes de Policía Nacional y Guardia Civil según el Ministerio del Interior con base en datos de 2023, a los que hay que sumar 66.250 policías locales) conducen buenos vehículos, se les ve bien equipados, bien formados, y está muy bien que así sea, situando a España en el puesto 23 del ranking mundial de seguridad. Más difícil es determinar qué número de bomberos forestales hay; la multiplicidad de tipos de contratos y sus duraciones complican una labor que puede fluctuar según el momento del año entre 10.000 y 26.000. Su labor, sin embargo, la vemos y entendemos vital en estos momentos, y ellos denuncian, en cuanto se les da ocasión, la falta de medios, equipos de protección individual inadecuados –o incluso de segunda mano–, contratos temporales, discontinuos, subcontrataciones, etcétera. Es un buen momento para entender que del mismo modo en que sería impensable confiar la seguridad ciudadana a personal mal equipado, motivado y formado, la seguridad de la naturaleza en la que habitamos, de la que formamos parte, debe estar en manos igualmente profesionalizadas y compensadas acorde a la importancia y necesidad de su labor.

Hablar de medios es hablar de dinero. No hay justificación, más allá de la mezquindad política, para que en un país como España y su economía dependiente del turismo se discuta ni un céntimo la dotación a bomberos forestales, oficinas de coordinación independientes de mandos políticos y lo que sea necesario. España ingresó 126.282 millones de euros de los 93,8 millones de turistas que la visitaron en 2024, según la página del Ministerio de Turismo. El turismo significa para el país el 15,6% del PIB, unos 248.000 millones de euros. Igual que vemos durante todo el año parejas de policías en ciudades y carreteras que nos dan seguridad de día y de noche, cualquiera que nos visite, o nosotros mismos, deberíamos saber que ir a una casa rural, conducir por una carretera comarcal o caminar por cualquiera de las rutas jacobeas no va a poner en peligro nuestra integridad física ni nuestra salud porque las llamas se extienden sin control.

El abandono del campo en favor de las ciudades es otra línea de pensamiento que el fuego abre. La España vaciada es un concepto que obedece a una realidad ya largamente constatada, reflexionada y discutida sin llegar a ningún sitio. Que el mundo se configura en torno a los grandes núcleos urbanos es algo que ya, nos guste o no, es inmutable. Las ciudades son más eficientes, no sé; más convenientes, para unos más que para otros, sin duda; permiten dar solución y gestionar mejor las necesidades de grandes volúmenes de población, seguramente, sin entrar en detalles, claro. Pero entre unas y otras está eso que llamamos campo, naturaleza, territorio, paisaje, cuyo cuidado debe extremarse conforme los recursos se acumulan en las ciudades y van desapareciendo de los pueblos, que terminan convertidos en residencias de ancianos o centros vacacionales de segunda residencia con cada vez menos servicios públicos. En España, el 72% de la superficie forestal es de propiedad privada; en Galicia, más del 90%. Esos propietarios son, según la ley, los responsables de mantener el bosque y hacer la labor de prevención de incendios. ¿Cuántos de esos propietarios habrán desaparecido o ni saben que lo son? ¿A cuántos de los que lo son les ayudan a cumplir con sus obligaciones como en las ciudades, por ejemplo, cuando se subvenciona a las comunidades vecinales para instalar ascensores o ventanas con rotura de puente térmico?

No soy optimista. Tras el desastre de la Dana en octubre en Valencia, con 227 fallecidos, extensos daños materiales y un profundo impacto en la infraestructura y la salud, los políticos han trasladado a las sedes judiciales el lanzamiento de descalificaciones y acusaciones mutuas. ¿Son los políticos una continuación de lo que somos los ciudadanos? El fuego ahora, como fue la lluvia entonces, es una buena ocasión para hacernos esta pregunta.

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