Fui golpeado cuando tenía 15 años y he dispuesto de 40 años más para entender por qué. Como la gran mayoría de los que recibimos el golpe, no había participado de ningún modo en lo que los comunicados precedidos por marchas militares llamaban “actividades subversivas”, aunque pronto me sentí deseoso de incurrir en ellas: todo indicaba que había sido víctima de un brutal e indiscriminado “ataque preventivo”.
En dictadura, con un poco de suerte, era posible pensar y aprender. A la salida, ya cerca de cumplir los 30, estaba un poco grandecito para creer en el cuento de “los dos demonios”, según el cual dos minorías antidemocráticas habían causado la desgracia de un país que, sin su intervención, se habría mantenido pacífico y feliz. Tampoco pudieron convencerme los ex guerrilleros que, pese a lo que ellos mismos habían escrito con claridad en sus documentos fundacionales, sostenían que no se habían propuesto acelerar y encabezar una revolución socialista, sino que sólo habían querido defender a la democracia del golpe que vieron venir con más de una década de anticipación.
Es lógico que los relatos distorsionados ejerzan mayor influencia sobre los jóvenes, para quienes la “historia reciente” es algo lejano y ajeno a su experiencia, como lo era para mí en 1973 el golpe de Estado de Gabriel Terra, que cumplía justamente 40 años. Además, desde fines del siglo XX se han agregado algunas causas nuevas de malentendidos, que paradójicamente se asocian con el acceso a mayor información.
La tan mentada “crisis de los grandes relatos” ha tenido, en esta materia, algunas consecuencias disparatadas. En determinado momento fue un aporte valioso que comenzaran a publicarse, como complemento de la historia más obvia y evidente del golpe, diversos relatos dedicados a hechos aislados y conductas individuales. Pero en los últimos tiempos parece, a veces, que el proverbial examen de algunos árboles -o de algunas ramitas de ciertos árboles- ya no dejara ver el bosque. Quizá sea oportuno retomar una vista aérea.
Cinco datos básicos
Durante la llamada Guerra Fría, el mundo entero se convirtió en un tablero para el enfrentamiento de dos grandes bloques, por todas las vías menos la de la confrontación militar directa entre ellos. Después del fin de la Segunda Guerra Mundial, de un modo u otro todos los procesos relevantes de casi medio siglo, desde lo político a lo cultural y en escala nacional, regional o planetaria, se articularon voluntaria o forzosamente con esa polaridad. No era que todos los conflictos se debieran a jugadas de las grandes potencias, sino que ninguno tenía espacio para desarrollarse al margen de ellas, aunque la retórica de los “no alineados” y el “tercerismo” sostuviera lo contrario.
Aunque se le llamara “fría”, había guerra, total y totalizadora. Se llevaba a cabo por medios violentos en muchos de sus escenarios, entre países o en confrontaciones internas, y eso contribuía a naturalizar la violencia como alternativa para dirimir cualquier conflicto. La información internacional era un muestrario de cómo se mataba y se moría todos los días y por todas partes. Unos estaban deseosos de sumarse a la contienda global y otros extremaban esfuerzos para eludir sus consecuencias más terribles, pero nadie podía sentirse totalmente a salvo.
Cuando se mencionan los factores regionales que incidieron en el proceso previo al golpe de Estado uruguayo, siempre aparece el antecedente de la revolución cubana, que sin duda influyó para que aquí hubiera, como en muchos otros países de América Latina, quienes pensaran que era posible y necesario avanzar hacia el socialismo por medio de la lucha armada, en vez de perseverar en la vía electoral, postulando que la insurgencia en nuestro territorio era equivalente a la “liberación nacional” de pueblos colonizados. No es tan habitual el recuerdo de que Uruguay estaba rodeado de dictaduras.
En Paraguay se había impuesto un régimen de partido único desde 1947 y Alfredo Stroessner gobernaba desde 1954. En Argentina, Juan Domingo Perón había sido derrocado en 1955, desde entonces su Partido Justicialista estaba ilegalizado y las Fuerzas Armadas habían vuelto directamente al poder en 1966. Brasil y Bolivia tenían gobiernos militares desde 1964, y Perú, desde 1968. En la mayor parte del resto de América Latina la salud de la democracia no era mucho mejor, con situaciones frecuentes o crónicas de violencia política y recorte de las libertades, en un marco general de intervención directa o indirecta por parte de Estados Unidos. El gobierno de ese país, tras la incorporación de Cuba al campo socialista, estaba decidido a impedir el avance del enemigo en “su” continente, e intensificaba la instrucción de los militares latinoamericanos en la “contrainsurgencia”, para fortalecer un dispositivo continental de vigilancia, castigo e instauración de regímenes autoritarios alineados con sus intereses allí donde lo considerara necesario.
En Uruguay el panorama era muy distinto al de los países vecinos, pero hacía mucho tiempo que había dejado de ser tan idílico como lo pintan algunos. Desde mediados del siglo XX, la crisis económica fue afrontada por sucesivos gobiernos con medidas perjudiciales para vastos sectores de la población, que preservaron los privilegios de minorías poderosas y no supieron llevar adelante nuevas soluciones. Las crecientes protestas de los afectados fueron desoídas o reprimidas, y la conducta de los elencos partidarios hizo que se desvanecieran muchas esperanzas de cambio depositadas en los lemas tradicionales y en el propio sistema democrático republicano, fortaleciendo la noción de que era necesario un viraje urgente y drástico.
Todo lo anterior es bastante obvio 40 años después, pero no se trata de concluir que fuerzas poderosas y procesos de largo plazo conducían de modo inevitable a lo que ocurrió en 1973. El problema es ponderar los factores y darse cuenta de que aplicar una lente de aumento sobre uno u otro episodio ayuda a comprender la compleja relación entre lo coyuntural y lo estructural, el papel de los individuos en la historia, la sucesión de encrucijadas en las que se hallaron los principales actores y el modo en que se fueron encadenando los acontecimientos, pero que nos equivocaremos gravemente si pretendemos construir una mirada histórica con la sola base del anecdotario, como si en él estuvieran todas las claves y lo demás careciera de importancia. Sobre todo si nos asomamos a esos episodios para juzgarlos en forma retroactiva, con criterios de hoy y sin tener en cuenta sus circunstancias. Un ejemplo de esto último es el de algunos debates en relación con los contactos y negociaciones entre políticos y militares que se desarrollaron hace 40 años.
Basta repasar la historia de los “virajes drásticos” de cualquier signo ideológico para ver que su advenimiento requiere muy a menudo que las fuerzas represivas del Estado, o por lo menos una parte significativa de ellas, apoyen activamente al bando que avanza hacia el poder o por lo menos se abstengan de combatirlo. En aquellos tiempos, mientras la situación uruguaya se recalentaba y las Fuerzas Armadas ganaban terreno político, luego de numerosos golpes de Estado en los que los militares latinoamericanos se habían alineado con la derecha y el Pentágono, pero también con el antecedente peruano, que perfilaba la posibilidad de que ocurriera lo contrario, no tiene nada de extraño que todos los actores políticamente relevantes de nuestro país (los de izquierda, los de centro y, por supuesto, también los de derecha) tuvieran especial interés en entender lo que ocurría entre los uniformados y detectar en qué medida debían verlos como potenciales enemigos, aliados o neutrales en los momentos decisivos que se acercaban al galope. Muchos se equivocaron al evaluar la situación castrense y es probable que otros hayan sido engañados, pero en Uruguay y en muchos otros países había antecedentes de operaciones políticas que lograron evitar golpes, y no parece sensato que se condenen al barrer todos los intentos realizados, a contrarreloj y cuando las papas quemaban, para buscar un desenlace distinto del que se produjo.
Mutaciones
Los aniversarios estimulan el ejercicio de la memoria, pero la memoria selecciona en el pasado desde el presente, jerarquizando diferencias y semejanzas relacionadas con posibles caminos hacia el futuro. En este sentido, la reflexión más transitada es que cuatro décadas después, con la experiencia de la dictadura a cuestas, los uruguayos le damos un valor muy distinto a la democracia y hemos aprendido -o creemos que hemos aprendido- que su ausencia resulta mucho peor que sus períodos más insatisfactorios. Al mismo tiempo, la izquierda, que se había acostumbrado a concebir la violencia política e incluso la social como un resultado natural de la injusticia, desarrolló después de sufrir el terrorismo de Estado fuertes reflejos de aversión a la violencia y aun al conflicto, y ahora no se pone de acuerdo sobre el modo de afrontar esos datos de la realidad. Pero hay otras diferencias llamativas que puede ser útil considerar.
En el proceso previo al golpe, la experiencia política más innovadora y potente fue la que condujo a la fundación del Frente Amplio (FA) en 1971, a partir de procesos anteriores de unificación sindical y de una propuesta teórica original sobre la “política de alianzas” de la izquierda, originadas en la percepción de poderosos enemigos comunes en el imperialismo estadounidense y la oligarquía criolla. El FA fue una iniciativa inédita en escala internacional, que agrupó a sectores con características ideológicas y sociales muy diversas y multiplicó su convocatoria. La fecundidad de esa propuesta, que tenía sólo dos años y medio de existencia cuando la dictadura cayó sobre ella, fue tal que no sólo sobrevivió en la clandestinidad, sino que llegó en 2004 al gobierno nacional y está cerca de mantenerlo por tercer período consecutivo.
La construcción del FA se apoyó en la articulación de un programa común y el predominio de un proyecto estratégico para llevarlo a la práctica (por encima de múltiples discrepancias nada menores) mediante organismos de base comunes y “acción política permanente”, capaz de generar conciencia y compromiso en todos los terrenos. En gran medida esos criterios habían madurado a partir de la experiencia sindical, que se fortaleció en la articulación de conflictos para avanzar hacia objetivos compartidos, ubicando las reivindicaciones parciales e inmediatas en la perspectiva de un programa de soluciones para el país en su conjunto. Sobre esas bases la Convención Nacional de Trabajadores (CNT, hoy PIT-CNT) acumuló con qué sostener una huelga general sin precedentes, desde el 27 de junio hasta el 11 de julio de 1973.
Veamos una síntesis de esa orientación: “Para todo militante es cuestión de principios no perder nunca de vista el objetivo final, tanto en sus decisiones políticas comunes como en la lucha, bajo cualquier forma y cualesquiera sean las condiciones. Considerar la lucha por mejoras cotidianas, por objetivos inmediatos, sacrificar el porvenir de la idealidad por la ventaja del presente, no conduce a nada, es una pérdida de perspectiva. O bien es la expresión del peor de los oportunismos o, si se procede de buena fe, es la consecuencia de un apresuramiento infeliz. De lo que se trata es de actuar de un modo sensato, paso a paso, teniendo presente que el logro del objetivo final debe pasar necesariamente por muchas etapas de una lucha extremadamente ardua, compleja, llena de rodeos, a fin de eliminar uno tras otro los obstáculos, modificar paulatinamente la relación de fuerzas y llegar a crear en definitiva una situación de superioridad, que termine con los enemigos del pueblo” (“Los pueblos siempre triunfan, artículo de Zelmar Michelini escrito en Buenos Aires y publicado el 9 de agosto de 1973 en el semanario uruguayo Respuesta).
Hoy no existe la percepción clara y colectiva de un enemigo, más allá del enfrentamiento con “la derecha” para retener el gobierno. Tampoco hay un consenso sobre nuevos horizontes programáticos (para eso tendría que haber primero elaboración teórica sobre la realidad, o por lo menos diálogo respetuoso con quienes se dedican a eso...), y sin programa no se puede acordar una estrategia. Cada vez es más frecuente ir por la propia y a lo bruto. Ejemplos sobran en estos días.
El paradigma de organización popular y participación masiva en los procesos de cambio fue sustituido por la convivencia conflictiva de liderazgos caudillescos, que se relacionan con la ciudadanía sin intermediarios; equipos profesionalizados y autónomos para la gestión de gobierno; elencos dirigentes absorbidos por la disputa de posiciones; estructuras “de base” escuálidas, con desmesurado peso interno y escasa relación con el resto de la sociedad; descontentos pasivos e intentos de actuación virtual. Así ni falta hace que vengan otros a golpearte.