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Yo, argentino

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Ante las dramáticas noticias relacionadas con la aprobación de la reforma jubilatoria en Argentina, una vez más los uruguayos tenemos enormes dificultades para comprender por qué dos sociedades tan similares han desarrollado, en lo político, configuraciones, reglas de juego y sentidos comunes tan distintos.

Las diferencias tienen, sin duda, poderosos motivos históricos, desde los tiempos de Artigas hasta los de los cortes de puentes, pero parece que tampoco terminamos de captar en profundidad su significado. La construcción de una identidad implica, centralmente, postular lo que no somos, y es frecuente que olvidemos cómo eso convierte a la existencia del otro en requisito y explicación de la nuestra. En gran medida, nuestra autopercepción como uruguayos se apoya en afirmar que no somos argentinos. Aprendemos, desde la escuela, un relato que ignora, tergiversa o no se atreve a interpretar hechos muy relevantes, que acotan o matizan esa sentencia. Así adquieren su sentido y sus limitaciones, aquí, expresiones como las del presidente del Frente Amplio, Javier Miranda, cuando a modo de autocrítica oficialista dijo “estamos cada vez más peronistas” (¿será que no hay absolutamente nada positivo en ninguna variante del peronismo?, ¿estamos dispuestos a considerar, entre las causas de ese presunto cambio para peor, el empobrecimiento ideológico de la izquierda uruguaya, y a hacer algo al respecto?).

En todo caso, nos complace opinar que aquí no podrían pasar, como allá, algunas cosas chocantes para nuestra sensibilidad, como si nos hubiéramos quedado con todo cuando se repartieron la sensatez y el decoro. En el ficticio inventario de nuestras virtudes pasamos por alto lo que creemos algunos detalles: si el bochornoso episodio que involucró en estos días a Michelle Suárez hubiese ocurrido en Argentina, probablemente lo veríamos como una confirmación de nuestra presuntamente mayor “seriedad” política.

En materia de reformas de la seguridad social, no sólo allá se ha echado mano, desde el Estado, de los recursos previstos para futuras jubilaciones y pensiones; aquí han impulsado ese tipo de medidas tanto “neoliberales” como “progresistas”. No sólo allá hay quienes pretenden, cuando les conviene, atribuir a la movilización social un valor esencialmente superior al de las instituciones republicanas, ni sólo allá se despliega poder represivo para ganar puntos ante sectores de la ciudadanía que se sienten –o a los que se ha influido para que se sientan– inseguros y avasallados por los “desbordes” en una sociedad fragmentada. Tampoco es sólo allá que se apela cada vez más, desde el oficialismo y la oposición, a una narrativa que niega veracidad a todo lo que dicen los adversarios, sin reparar en que la sumatoria de esas prácticas conduce a un “que se vayan todos” cuya consecuencia, varias veces verificada, es que permanezca la mayoría de los peores.

Sin ser iguales, somos menos distintos de lo que creemos. No estamos obligados a alinearnos con Mauricio Macri o con Cristina Fernández, ni tenemos certificado de vacuna contra lo más dañino de uno y otra. Negarnos al esfuerzo de reconocerlo implica, peligrosamente, no ver cuánto podemos aprender de los aciertos y errores “ajenos”.

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