Es probable que la inflación argentina de 2017 sea la misma que en 2015, cuando gobernaba Cristina Fernández de Kirchner (CFK). No así el crecimiento económico, que será menor que el de hace dos años. En 19 meses de administración macrista, se duplicaron la desocupación, el déficit fiscal, el endeudamiento externo y hasta el valor del dólar. El desplome del consumo continúa mes a mes y los salarios reales registran –según el rubro– una pérdida que va de 10% a 25%. La mitad del aparato industrial está ocioso, los servicios públicos –con aumentos de 500% a 1.800%– tienden a dolarizarse por completo, y las inversiones que llegan van derecho a la especulación financiera.
En medio de este paisaje de deterioro socioeconómico, los argentinos concurrirán en agosto a las elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO), previas a las legislativas definitivas de octubre. Lo curioso es que tanto oficialistas como opositores acuden a una misma persona para resolver sus problemas: CFK, hoy precandidata a senadora bonaerense por Unidad Ciudadana (ex Frente para la Victoria, que reúne a peronistas que dejaron el Partido Justicialista –PJ– y aliados de centroizquierda).
La “cristinodependencia” es el dato clave de la política argentina actual. Para el macrismo, porque discutir a CFK le permite eludir su presente de gestión funesto. Para el peronismo, porque no hay otro dirigente propio que cuente con la intención de voto de la ex presidenta, a casi dos años de abandonar la Casa Rosada.
Hasta los diarios y noticieros la invocan cotidianamente desde sus tapas y zócalos en horario central. Los más amigables con Mauricio Macri –la enorme mayoría, atento al fenomenal grado de concentración comunicacional–, la atacan por temas de corrupción. Los más críticos y distantes de la gestión gubernamental, en cambio, para informar sobre encuestas que reflejan un potencial núcleo duro de votantes que rondaría 35% en la provincia de Buenos Aires, distrito que concentra 40% del electorado del país.
Sergio Massa, del Frente Renovador, decidió presentarse como candidato a senador “para frenar” a CFK. Florencio Randazzo, hoy postulante por el PJ, anunció su participación en la compulsa para “jubilar” a CFK. Los funcionarios del macrismo, entre ellos, Marcos Peña –actual jefe de Gabinete– y Hernán Lombardi –secretario de Medios Públicos con rango de ministro– conceden entrevistas en las que hablan, esencialmente, de CFK y su “pesada herencia” o tildan de “fanáticos” a sus seguidores.
Hasta Jaime Durán Barba, el consultor preferido del presidente, utilizó a CFK para promocionar su último libro, La política en el siglo XXI: “CFK tiene un manejo espectacular, porque domina el aspecto David de la mujer pero al mismo tiempo manda y nunca es Goliat. Utiliza todas las formas de la política moderna”. Se ve que, a la hora de vender, no importa mucho si el comprador es K o no K.
Pero la predominancia de CFK, en general, es explicada por default. “La necesitamos para polarizar con ella”, argumentan en el macrismo. “Ella es la única que mide, nos guste o no”, repiten los peronistas. Nadie es lo suficientemente generoso –en política– para analizar el fenómeno ajeno por sus atributos.
CFK fue diputada, senadora y dos veces presidenta, ungida por el voto popular, caso único. Fue reelegida en 2011 con 54% de los votos. Se retiró con importantes índices de aprobación social, después de 12 años y medio de gestión kirchnerista, y con una Plaza de Mayo repleta llorando, en diciembre de 2015. Ya es abuela. Y, sin embargo, cedió al clamor de los suyos y va a presentarse como candidata para medirse con dirigentes que no atravesaron sus mismos umbrales de representación popular, ni siquiera de cerca.
Nadie pone tanto en juego como ella. Es, como se dice, “la gloria o Devoto” (la cárcel). Si gana, a CFK le queda el camino zanjado para lanzarse a una nueva proeza en 2019, e igualar así la suma de mandatos presidenciales de Juan Perón. Si pierde, todos descuentan, se convertirá en blanco del Poder Judicial.
No le hicieron falta fueros para evitar las citaciones y procesamientos. Los diarios alineados editorialmente con el gobierno pidieron varias veces su detención. Una combinación de evidencias no rotundas y perverso cálculo político oficial, por ahora, la mantiene alejada de esa posibilidad. Hasta que huelan debilidad.
Pero, más allá de la centralidad que ocupa, ¿cuáles son las razones que explican su vigencia? Es una mezcla. Hay amores y odios, en idénticas proporciones. CFK consiguió lo que cualquier aspirante a político ansía desde el primer día en su carrera hacia al poder: no resultar indiferente a nadie. Su figura dialoga con toda la sociedad, que no es lo mismo que decir que hay unanimidad de opinión sobre ella.
Ocho años gobernando como presidenta la Argentina –con aciertos y errores– no son para cualquiera. Es un país complejo y canibalizado, donde el poder político es apenas un porcentaje del poder real. Entre 25% y 35%, según quién sea el ex presidente al que se consulte. El resto es un Far West de corporaciones prepotentes que tratan de asegurar su parte del negocio bajo amparo estatal, mediante métodos lícitos o de los otros, despreocupadas del destino general.
En los 34 años que lleva de recuperada la democracia, hubo dos grandes intentos por disciplinar a esas élites famélicas. El primero –por amor– en la década de los 90, con la dupla Carlos Menem-Domingo Cavallo, que, tras la caída del Muro de Berlín, decidió llevar adelante un proyecto neoliberal, con el aplauso de las corporaciones locales e internacionales.
Parecía que la Argentina había encontrado al menos un rumbo. Y que las élites habían asumido como propio, al fin, un modelo victorioso, capaz de durar 100 años. Cuando la plata de las privatizaciones y el endeudamiento se acabaron, esas mismas corporaciones rechazaron a Menem y a Cavallo. El primero terminó preso. El segundo, también. Hoy son dos sombras.
El segundo gran intento –por necesidad– fue el del kirchnerismo, un fenómeno emergente de la crisis de 2001. Con una idea de Estado fuerte y regulador de las asimetrías del mercado en procura de una economía que cerrara en los números, pero con la gente adentro. Las retenciones a la renta extraordinaria del campo fueron eso. Fue la primera pelea; hubo muchas más. De haber sido varón, de CFK hubieran dicho que era muy combativo. Como es mujer, la acusan de ser “muy soberbia”.
Habitualmente, cuando se habla de los gobiernos populistas en la región y se analiza la adhesión de amplias mayorías ciudadanas a sus políticas, los economistas reducen todo al efecto de la distribución transitoria del ingreso, solventada por precios de commodities en alza. Hay una dimensión, sin embargo, que no está incluida en sus trabajos: la revalorización, ya no del petróleo o de la soja, sino también de la política como instrumento para concebir y ejecutar proyectos de nación.
Y esos proyectos políticos encarnan en liderazgos concretos. Liderazgos que concitan apasionados enconos y lealtades indestructibles. El de CFK es uno de ellos. Leerla mediante la prensa que la demoniza produce un efecto letal para el analista que se pretende agudo: el del prejuicio. Y del prejuicio a la incomprensión, se sabe, hay un solo paso.
En pocos meses, los argentinos decidirán varias cosas. Los consultores no saben qué es lo que van a priorizar. Los oficialistas plantean una disputa más del orden cultural, entre “el pasado” (CFK) y “el futuro” (Macri), aunque el tono es de carácter policial, agitando los casos de funcionarios kirchneristas involucrados en hechos de corrupción, reales y supuestos. Los opositores, en cambio, quieren plebiscitar los malos resultados económicos de la gestión macrista, que se sienten en el bolsillo.
Ya es un lugar común de los editorialistas locales –a esta altura, se parece más a propaganda negativa que a estudio sesudo– plantear que CFK tiene un piso alto y un techo bajo de potenciales votantes. Habrá que ver. La campaña ya comienza, y el dato es que CFK nunca perdió una elección que la llevara como candidata en una boleta. ¿Volverá a repetir? Si votaran exclusivamente los diarios, las radios, los televisores y las redes sociales por medio de sus trolls, podría decirse que tiene pocas chances. Pero lo inesperado también sucede. Como en Estados Unidos, Reino Unido o Francia. Todavía la gente, en las urnas, le puede sacar la lengua a la Historia.