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La fama es puro cuento

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En los últimos tiempos hubo un par de denuncias por difamación contra periodistas (una de la presidenta de ASSE, Susana Muñiz, contra Gabriel Pereyra, de El Observador; y otra del ex presidente de ANCAP José Coya contra Daniel Isgleas, de El País), y anuncios de que podría haber pronto algunas más (por ejemplo, del vicepresidente de la República, Raúl Sendic, contra Patricia Madrid y Viviana Ruggiero, por su libro sobre él; y del ex tupamaro Héctor Amodio Pérez contra colegas a los que no identificó). El brote justifica que reflexionemos un poco acerca del fondo del asunto.

En este oficio nadie tiene ni debe tener coronita. Muchas personas confían en lo que publicamos, podemos hacer daño de numerosas formas, y no hay motivos para que la sociedad asuma que todos procedemos siempre de modo responsable y honesto. Pero la cuestión central, que nadie debería perder de vista, es que el principal bien a proteger en estos casos no es alguna especie de impunidad periodística, sino el derecho a la información de cualquier persona, que incluye el derecho a conocer las opiniones de cualquier otra persona (y, por lo tanto, el derecho a expresar esas opiniones, por parte de los periodistas y de todos los demás seres humanos). O sea, algunos requisitos básicos de la democracia.

Por supuesto, hay informaciones y opiniones que pueden afectar la fama –o lo que se suele llamar “honor”– de quienes se dedican a la política. Pero eso no basta para que haya un delito: sin duda, el prestigio del ex presidente estadounidense Richard Nixon quedó por el suelo con la revelación de sus responsabilidades en el caso Watergate, y el de los gobernantes corruptos se desvanece cuando se divulga que recibieron coimas. Si los torturadores tuvieran “honor”, este sin duda se vería afectado cuando una investigación demuestra que torturaron, pero es obvio que el interés público pesa mucho más en la balanza de la Justicia.

A su vez, investigar en serio es difícil, y ni las precauciones más extremas son un antídoto contra los errores. Por eso, cuando un periodista es denunciado por difamación, la tarea del Poder Judicial no es discernir si todo lo que publicó era cierto, sino si procedió con malicia o, aun en ausencia de esta, con clara negligencia en la obtención y el chequeo de la información que divulgó.

De todos modos, los periodistas deberíamos estar entre los mayores interesados en mejorar nuestros procedimientos de trabajo y adecuarlos a las nuevas realidades. Por ejemplo, a las de un mundo en el que cada vez más personas reciben y retransmiten, mediante las redes sociales, datos falsos, distorsionados o indemostrables, a tal punto que el prestigioso diccionario Oxford consideró que posverdad había sido la “palabra del año” en 2016. Sería prudente y sensato que cooperáramos, con humildad y respeto a nuestra propia diversidad, para perfeccionar todo lo que diferencia a un profesional de la comunicación de un aficionado, en vez de dedicarnos tanto (por presión patronal, por vanidad o por novelería) a la competencia por la atención inmediata, los “me gusta” y los seguidores. Eso no impediría que hubiera denuncias con intención “ejemplarizante” o revanchista, pero nos haría más útiles.

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