Al ex presidente Julio María Sanguinetti le resulta comprensible que la Justicia brasileña haya ratificado –y aumentado– en segunda instancia la condena al ex mandatario brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, acusado de corrupción pasiva y lavado de dinero. Según dijo a Radio Uruguay, “desgraciadamente Brasil cayó en un sistema de corrupción sistémico. No fue un episodio de corrupción, un funcionario, fue todo un sistema corrupto que se armó para organizar una enorme estructura de poder que se afianzara para siempre”, lo que “hace que el presidente Lula aparezca presidiendo el gobierno más corrupto de la historia, él y su sucesora, más allá del debate jurídico para ver cuánta responsabilidad puede haber o no”.
El razonamiento de Sanguinetti es similar, aunque arriba a conclusiones opuestas, al de quienes consideran que Lula es inocente, como lo era Dilma Rousseff, y que lo que se está juzgando no es su conducta, sino su proyecto político. Se recuerda entonces que durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores la pobreza en Brasil se redujo a la mitad (la pobreza extrema, aun más: bajó 65%), que el salario real aumentó una vez y media y que los salarios medios también crecieron, que hubo una notoria ampliación de derechos y una inaudita disminución de la desigualdad.
Más allá de esta coincidencia en la oportunidad de evaluar un accionar colectivo por medio de una sentencia individual, el razonamiento de Sanguinetti parece priorizar la obtención de un dictamen histórico, definitivo, de consecuencias exclusivas sobre el pasado. Sin embargo, la decisión de la Justicia brasileña, además de estar cargada de irregularidades en los procedimientos que la sustentan, tiene consecuencias notorias sobre el futuro inmediato. Sostener lo contrario sería desconocer que a quien se condena con testimonios indirectos e inferencias tenues es al candidato que encabeza cómodamente todos los sondeos respecto de las elecciones presidenciales de octubre.
La defensa de Lula apelará nuevamente la decisión de la Justicia y el país se encamina a un extenso debate sobre la legalidad de la candidatura del ex mandatario: como dos trenes cuyas vías se entrecruzan varias veces, la estrategia política del Partido de los Trabajadores y la estrategia legal que encabeza el juez Sérgio Moro prometen varios golpes de efecto, que podrían continuar aun después de un eventual triunfo electoral de Lula. Con estas perspectivas, es muy probable que, tarde o temprano, grandes sectores de la sociedad brasileña se sientan enormemente decepcionados.
De hecho, el dictamen del juzgado federal de Porto Alegre ya comenzó a afectar el panorama electoral brasileño. El alza de la percepción de que el ex presidente no podrá candidatearse perjudicaría a Jair Bolsonaro, el candidato de extrema derecha que basa su campaña en mostrarse como la única figura capaz de detener el “peligro rojo” que significaría un retorno de Lula. Si por efecto dominó la inhabilitación de Lula barriera también a Bolsonaro, todo sería propicio para la emergencia de un candidato moderado. Es un escenario que al doctor Sanguinetti tal vez le resulte conocido: en 1984, cuando se presentaba como el único capacitado para “el cambio en paz”, triunfó ante adversarios muy populares impedidos de participar en la contienda electoral.