En 1789, la historia da cuenta de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. En la Revolución francesa quedaban por fuera de esta declaración los varones no propietarios, los esclavos y las mujeres de todos los estratos sociales. Mientras el lenguaje adquiría el estatus de universal, dejaba afuera a la inmensa mayoría de la humanidad. Y las mujeres no se callaron; en 1792, Olympe de Gouges escribe, en espejo a la del hombre, la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Su vida termina en 1793 en la guillotina; dos años después se disuelven los clubes femeninos, se prohíbe que más de cinco mujeres se junten en las calles, y en 1795 se les prohíbe asistir a las asambleas políticas, para consolidarse en el Código Napoléonico de 1810 una normativa que las sujeta al marido, el padre y los hijos. Ese gesto histórico de toma de la palabra propia por parte de las mujeres no estaba disociado de su situación y su posición en la sociedad; eran procesos íntimamente ligados.
Estamos en un marco histórico concreto, participamos en un momento de la vida de nuestras sociedades en el que las mujeres queremos ser reconocidas como sujetos plenos de derecho en los ámbitos públicos y privados; esto es así de sencillo y es justo.
Si el patriarcado designa una estructura política y social que reproduce en todos los ámbitos el dominio masculino sobre las mujeres, lo que se expresa entonces a través del lenguaje no puede ser ajeno. Cuando se disputa poder en cualquier esfera aparece la reacción patriarcal de decirnos enseguida por qué se disputa en esto y no en tal o cual lugar, que es el que realmente importa. Esta tendencia, que se ha llamado desde los feminismos mansplaining y que refiere a cómo los hombres explican a las mujeres cómo deben hacer todo aun en acciones que ellos nunca han hecho, se vuelve a presentar en este debate.
El sexismo existe en las vidas cotidianas de las mujeres uruguayas, latinoamericanas y de más allá. Todos los indicadores de desigualdad estructural tienen en la violencia y los femicidios la expresión más brutal de un poder abusivo. Contra todo esto hemos estado luchando las feministas. ¿Por qué no pensar que el lenguaje es también expresión de esa dimensión del poder que permea toda nuestra cultura y que por lo tanto puede ser también objeto de controversia y disputa? Si la cultura se modifica y el lenguaje la expresa, ¿por qué entonces el lenguaje aparece como intocable?
El no reconocimiento de la palabra es también una toma de posición y expresión del poder hegemónico en un momento concreto de la historia. Hace unos pocos días, en la presentación del libro Feminismos y política, Inés Cuadro Cawen, su autora, nos recordaba que en 1853 la Real Academia Española no reconocía la palabra “emancipación”. Y no porque no se usara. Las instituciones y las normas cambian, cambian las leyes, cambian las palabras, cambian los usos y las costumbres.
Los símbolos importan y contribuyen a la construcción de identidades individuales y colectivas. ¿Quién determina que lo masculino es la medida de todo lo humano?
El uso de “los niños” como universal los perjudica también a ellos en su socialización. Es como si estuvieran desde muy temprano siempre con esa capacidad de ser nombrados, y se construyen desde pequeños como referencia de lo que existe. Las niñas, en tanto, aprenden tempranamente que el lenguaje no las identifica o en todo caso que son definidas de modo subalterno. Cuando intenté investigar en las salas de psicomotricidad las distintas percepciones del cuidado en las niñas y los niños, estos elementos aparecían con mucha nitidez. Ellas iban al espacio de trepar y saltar cuando ellos se iban; ellos, los niños, no las veían y naturalizaban que ese lugar era suyo. Desde muy temprano el espacio tiene una apropiación diferenciada por sexo y pautada por una valoración distinta para las niñas.
Cuando estaba en la dirección del Instituto Nacional de las Mujeres me llamaron una tarde desde una clase de una escuela de Rivera. Una niña, con autorización de su maestra, me preguntó si yo podía llegarle al presidente con una pregunta. Me conmovió la situación y escuché con mucha atención: ¿por qué en las computadoras decía “bienvenido” si ella era una niña? ¿Por qué decían “maestro” en una escuela en la que había sólo maestras?
Ella no se sentía ni era nombrada; era excluida tempranamente de la posibilidad de reconocerse. Cuánto tiene que ver esto luego con su apropiación de los espacios públicos, con su autoestima, no lo sé. Pero, aunque no exista una correlación exacta entre ambas cosas, en las tendencias tal vez importa pensarlo y estudiarlo.
El lenguaje inclusivo es una expresión de las luchas de estos tiempos, tan válida como otras. No sólo porque las mujeres quieren ser visibilizadas, sino también por toda esta carga de significados que remiten al lenguaje. Cuando desde UTE participamos en el impulso de poner por escrito en los llamados “operarios y operarias”, habilitamos que se presentasen mujeres donde antes sólo se presentaban varones. Lo mismo nos pasó en 2006 en el Ministerio del Interior.
Son nuestras formas de vivir y nuestras prácticas las que les dan significado a las palabras. Y esto es siempre progresivo, es un proceso, como todas las transformaciones culturales de largo plazo.
Se ha tratado de banalizar el debate reduciéndolo sólo al uso de “las” y “los”, al cansancio que produce, y con el argumento de que no se puede vivir duplicando.
En su libro Porque las palabras no se las lleva el viento, dice Teresa Meana, filóloga y profesora de lengua y de literatura castellana en Valencia, que duplicar sería hacer una copia, y cuando nombramos a unos y otras en grupos mixtos no estamos repitiendo, sino integrando, porque “niña” no es copia de “niño”. Nos señala también que la economía del lenguaje no es válida tampoco como argumento. Capaz que podemos pensar en formas ya probadas de nuestro idioma para resolver este cansancio, y hay varios manuales que instruyen sobre cómo hacerlo.
La repetición no siempre cansa; si nos dicen de mil maneras que nos aman y eso lo disfrutamos, estamos abordando el lenguaje como expresividad que se reitera positivamente; cuando nos ningunean, nos desprecian, nos insultan, hay otro efecto que ojalá generara reacciones en las redes y se viralizara como ocurre con este debate; en ambos usos del lenguaje repetido se pone en juego la dimensión más inconsciente de él.
Lo cierto es que cada vez a más mujeres nos resulta cansador el masculino universal y nos resistimos. ¿Qué sentirían los varones si usáramos el femenino universal como neutro, como referente único; acaso lo tolerarían?
Reconocer las distintas formas de lucha por la emancipación de las mujeres empieza por reconocer como sociedad que hay visiones contrahegemónicas que posiblemente hoy no lleguemos a comprender, pero que vale el intento de desentrañarlas y tener la valentía de reconocer que sabemos poco y que hay algo que está ahí tensionando, vibrando por emerger. El modo en que se resuelva dependerá, como en todas las luchas, de procesos y de correlaciones de fuerzas, del avance de los debates, de los aportes desde los espacios educativos y de las prácticas concretas.
Lo cierto es que cada vez más mujeres decimos que no nos representan más en clave masculina; esto es simple y es otro pleito político que asumimos y que es bienvenido.
Carmen Beramendi es feminista, docente e investigadora en género, directora de Flacso Uruguay.