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El fracaso progresista

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Gobiernos como los de Lula en Brasil o los Kirchner en Argentina intentaron, a lo sumo, ponerle un rostro más humano al capitalismo o defender los intereses nacionales –incluyendo claramente los de las grandes empresas “locales”–. Para eso recortaron un poco algunas rentas extraordinarias, como las de la soja en Argentina con las retenciones, o tendieron una mano a las familias con programas como Hambre Cero, en Brasil. Pero ninguno de esos gobiernos fue anticapitalista.

En Argentina el pecado más terrible fue, quizá, intentar recortar el poder del Grupo Clarín. Brasil, tal vez, ni siquiera llegó a eso. En el terreno internacional hubo un apoyo explícito a las grandes empresas brasileñas y el intento de poner al país en el plano de cualquier otro jugador global. Se intentó repartir un cachito de la torta. Hay que señalar que “un cachito de la torta” sacó del hambre a millones de familias y elevó el nivel de vida de otras tantas. Se robusteció una clase media que supo de los placeres de tener auto, vacaciones, viajar en avión, mandar a sus hijos a la universidad. Las oligarquías argentinas y brasileñas sintieron que así sus coterráneos vivían por encima de las “posibilidades” del país, es decir, a costa de repartir un cachito del pastel que consideran suyo.

Todo intento de independencia o reparación de injusticias ancestrales es castigado con extrema dureza por el sistema. Empresarios, Justicia y medios arman una trenza con la que se confecciona la cuerda que ahorca todo intento progresista, por tímido que sea.

Pongamos un ejemplo europeo. Grecia, la cuna de la civilización occidental, la Grecia que inventó la democracia, es un país empobrecido. En 2013 la desocupación llegó a 28%; era de 12% en 2010. El año pasado estaba en 20%. Una tragedia. Tiene uno de los salarios más bajos en la Unión Europea y un alto índice de desempleo. La deuda pública trepó a 179% de su Producto Interno Bruto (PIB) en 2017; PIB que en 2010 era de unos 300.000 millones de dólares y hoy apenas supera los 200.000. Los helenos se metieron en esta crisis fenomenal, en buena medida, gracias a la carrera armamentista que protagonizaron con los turcos. Pero esa historia no cabe en esta nota. Queda dicho que la violencia y la corrupción explican gran parte de la situación de Grecia y de muchas otras naciones.

El ministro de Trabajo y Seguridad Social, Ernesto Murro, puso números a un debate nacional. En una década, Uruguay aumentó su población en unas 150.000 personas. Se incorporaron al mercado de trabajo unas 300.000 y se esfumaron 45.000 empleos. Dijo el ministro Murro: “Si miramos el proceso de crecimiento y este leve decaimiento, entre 2006 y 2017 se registraron 60.000 empresas en el Banco de Previsión Social [BPS]”. De tener 222.000 empresas registradas, el BPS pasó a 282.000 en todo el país. Arriesgo una hipótesis: las políticas públicas generan empleo, aumentan los salarios, mejoran los servicios... Pero el sistema incrementa la insatisfacción, genera pautas de consumo insanas, concentra la propiedad y los ingresos cada vez a mayor velocidad.

Los relatos contrapuestos no logran aclarar el panorama. Más bien ocurre lo contrario: cada vez parece más difícil entender la realidad.

Un ejemplo argentino viene al caso. Escribe Raúl Zaffaroni en Página 12: “La clase privilegiada local ya advirtió suficientemente que no ha de permitir que ninguna mujer, india, morena y pobre, se atreva a organizar a los parias para que dejen de serlo, para que tengan escuelas, viviendas, plazas, médicos, dignidad. Ya todo el resto de esa sociedad puede volver a considerarse superior, lindos, limpios y cultos frente a los parias inferiores, feos, sucios e ignorantes. Ya está cada uno en su lugar, conforme al tradicional esquema discriminatorio, machista, clasista y racista”. Habla de Milagro Sala, presa política en Jujuy.

Volvamos a Europa. “Frente al capitalismo y sus horrores, los europeos no quieren democracia ni Estado de Derecho. Los europeos no quieren tampoco Europa. No quieren, desde luego, una revolución socialista o un ‘hombre nuevo’; quieren seguridad y bienestar en los límites de su imaginación. ¿Y cuáles son los límites de su imaginación? El mercado y la propia comunidad identitaria (nación, barrio o militancia especializada)”, escribía Santiago Alba Rico en Nueva Sociedad.

La demolición política de la alternativa progresista tiene dos pilares que merecen una mirada atenta: la (in)seguridad y la corrupción. Cuestionar la inseguridad que exhiben nuestras sociedades modernas, sin analizar el fenómeno generalizado de la violencia, impide ver las causas profundas del fenómeno. Intentar luchar contra la corrupción de los funcionarios públicos –que la hay y es imprescindible combatirla– sin ver el papel que juegan los empresarios “corruptores” es otra forma de hemiplejia social (enfermedad de origen ideológico que se considera incurable).

Tanto la violencia como la corrupción no son anomalías en la sociedad capitalista, son características inherentes al sistema en la medida en que la concentración de la propiedad y los ingresos requiere, cuando se pretende llevar más allá de ciertos límites hasta la intolerable injusticia que vemos desparramada por el mundo, una importante cuota de violencia y corrupción.

Si no resulta posible, en el marco del sistema capitalista, la consolidación de una sociedad justa, honesta, solidaria y pacífica, entonces debemos pensar en remover el obstáculo que significa el sistema mismo. Si el “progresismo” no se anima a defender esta causa, está condenado al fracaso. Como dice Juan Carlos Monedero, “enojarse con la realidad es de idiotas”, y aceptarla, tal cual, es de cobardes.

David Rabinovich es periodista de San José.

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