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Foto: Ramiro Alonso

¡Es la democracia, estúpido!

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La opinión pública está muy dividida, dicen. Hay mucho preconcepto, mucho pensamiento de una sola vía, mucha gente viviendo dentro de la pecera que las redes sociales fabrican a su medida. No se puede tener una idea disidente, dicen, sin ser tratado de traidor, lumpen, comunista (o fascista), progreta o rosadito. Hay focas de un lado y chupacirios del otro, así que probablemente lo que haya en el medio sea la tan mentada grieta que (dicen) separa al hermano pueblo argentino y sobre la cual, según algunos, habría que tender puentes.

Una de las últimas intervenciones que leí en ese sentido (no en el sentido de los puentes, pero sí en el de los extremos) es la de Leonardo Haberkorn en Ecos, pero tanto El País como El Observador sacaron abundante jugo de un artículo de Nicolás Trajtenberg en Razones y Personas que hablaba del predominio del pensamiento de izquierda en la Facultad de Ciencias Sociales y de cómo ese predominio complicaría las posibilidades de dar debates en serio sobre algunos temas cruciales como el aborto, el femicidio, las batallas por el presupuesto o las políticas sociales.

Lo interesante de todo este asunto, más allá de la obviedad de que hay mucha gente con vocación de barra brava que no pierde ocasión de agitar los trapos, es que prácticamente cualquier intervención sobre cualquier asunto se plantea desde el comienzo como una elección, y no como una reflexión o un análisis. Contribuyen a esta situación las encuestas, mediciones y sondeos, y también, por supuesto, los falsos debates televisados en los que un elenco estable de panelistas ejecuta la rutina de defender un punto de vista u otro más o menos siempre alrededor de las mismas posiciones. Es lo que entendemos por democracia: no un conversatorio en el que explorar distintas posibilidades, sino un duelo a muerte entre contendientes que están obligados a defender su posición o quedar en ridículo ante la platea.

Veamos, por ejemplo, el caso de las cámaras de reconocimiento facial del estadio Centenario y la supuesta intervención del Ministerio del Interior. Alguien graba durante años todas sus conversaciones de negocios (lindo nene) y un buen día tiene la suerte de poder usar esos registros: hay una grabación que podría comprometer a un rival, así que no vacila en usarla para chantajearlo y obligarlo a retirarse de cierta competencia. Pero qué te cuento que en la bolada cae también el gobierno, porque alguien dice que hubo presiones del ministerio para que se eligiera a cierta empresa y no a su competidora en la licitación. Pasemos por alto el hecho de que durante días se dio a entender que habría coimas, cosa que finalmente no se desprendió de las famosas grabaciones. Concentrémonos en lo de las presiones que el ministerio habría ejercido para favorecer a una de las partes y perjudicar a la otra.

El programa Esta boca es mía dedicó a este tema el programa del lunes 13, y de su desarrollo cualquiera con un mínimo de sensatez podía inferir que la intervención del ministerio apuntaba a las características técnicas de las cámaras que ofrecían una y otra empresa (unas servían; las otras, no). Se podía haber preguntado por qué razón la Asociación Uruguaya de Fútbol recomendaba, en principio, unas cámaras que no servían, pero se prefirió, en cambio, insistir en que el ministerio recomendaba las otras. El programa sometió el asunto a votación, bajo la forma de una pregunta: “¿Crees que hubo presiones para favorecer a tal empresa?”. Como es habitual, la audiencia se expresa mediante el código “boca 1: sí; boca 2: no”. Es decir: aunque quedó claro en el programa que la intervención del ministerio era imprescindible, porque de lo que las cámaras registraran dependería luego su actuación, y aunque también quedó claro que una de las empresas ofrecía cámaras con casi 99% de eficacia contra el menos de 50% que ofrecía la otra, la audiencia pudo expedirse y votar por sí o por no a la pregunta sobre si creía que había habido presiones.

Creer o no creer que hay presiones o que hay acomodos o que hay corrupción es algo que puede expresarse en una votación. Lo único que se necesita para hacerlo es que alguien ponga a disposición los mecanismos técnicos, y prácticamente no hay tema que no pueda ser sometido a esta absurda forma de dilucidación en la que, ciertamente, no participan ni los hechos, ni los datos, ni nada cercano a la verdad, porque lo que se está votando por sí o por no es si el votante cree o no cree tal o cual cosa.

Así las cosas, en una época que odia la complejidad y que aborrece el ejercicio de la crítica (la crítica es una cosa distinta de la protesta: es la exposición de los diversos ángulos de un asunto, sus proyecciones posibles, la exposición de los supuestos que permanecían ocultos), es fácil confundir política con elección. Y no son lo mismo, en absoluto. La elección es siempre entre lo dado, mientras que la obligación de la política es ir más allá: es exponer la dinámica que nos arrincona en ese menú de opciones y es saber que la construcción de la vida en común no puede ser entendida como una lógica de ganar o perder.

La denuncia encendida de la intolerancia, de la incapacidad de diálogo (de escucha, sobre todo) y de la obsecuencia de los obsecuentes no debería merecer tanto espacio ni hacernos perder tanto tiempo. Hay demasiada información (buena y mala), demasiado ruido en las conversaciones, demasiado apuro por aprovechar cualquier tropiezo del adversario ocasional para poder darle un golpe, si no definitivo, por lo menos espectacular o vistoso. Y mientras ese barullo nos fatiga los oídos, a la chita callando, nos siguen pegando abajo.

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