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Pensando la tradición antiimperialista del siglo XX para la izquierda del siglo XXI

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Hoy la palabra “antiimperialismo” genera cierta incomodidad en el Frente Amplio (FA). Uno de los documentos más recientes define el antiimperialismo como unas de las razones de ser del FA. pero ese concepto parece difícil de usar para pensar varias de las políticas que lleva adelante el gobierno. De hecho, la palabra es usada por los militantes de la fuerza política pero muy poco por los gobernantes. Es cierto que las definiciones políticas, así como las estrategias para ser consecuente con estas, no son fijas ni eternas. Cambian con el transcurso del tiempo, entre otras cosas porque el mundo y las ideas acerca de lo que son los imperios han ido cambiando. En este artículo no pretendo evaluar o juzgar la coherencia antiimperialista del actual FA. En todo caso, para hacer una evaluación en ese sentido habría que afinar con mayor precisión qué significa esa palabra en el mundo contemporáneo, qué legados de esa tradición antiimperialista tienen vigencia y cuáles no. Lo que propondré será un repaso del significado del antiimperialismo a lo largo del siglo XX en dos tradiciones: la internacionalista y el nacionalismo latinoamericanista.

La tradición internacionalista y los imperios universales

El pensamiento de izquierda fue una de las expresiones más radicales del pensamiento moderno. Esa tradición universalista no estuvo exenta de la razón imperial. Varios movimientos internacionalistas del siglo XIX estuvieron conectados en maneras complejas con ciertos procesos imperiales. El imperio napoleónico promovió el republicanismo. El imperio británico promovió algunos de los primeros movimientos feministas para defender a las mujeres indias de ciertas prácticas sacrificiales tradicionales. Estados Unidos usó las ideas republicanas para promover su intervención contra el imperio español en la guerra de independencia de Cuba.

El socialismo fue uno de los movimientos internacionalistas que en alguna medida entraron en conflicto con la razón imperial. A principios del siglo XX, en un contexto de competencia imperial, ese movimiento instaló una reflexión en la que el imperialismo dejó de ser una institución centralmente político-militar para transformarse en una categoría asociada al desarrollo capitalista. No es casual que las reflexiones más importantes sobre el imperialismo en ese momento provengan de dos miembros relevantes de la Segunda Internacional, Lenin y Rosa Luxemburgo, quienes cuestionaron el involucramiento nacional de algunos partidos socialistas en la Primera Guerra Mundial.

Sin embargo, la revolución comunista de 1917 tuvo un impacto central al volver a reformular la tensión entre ideas universalistas y proyecto imperial. La exigencia de la adhesión a la “madre patria” volvió a plantear el problema de la subordinación de ciertas ideas emancipatorias a una potencia específica. Dentro de este movimiento, el imperialismo, además de ser un resultado del crecimiento monopólico del capitalismo, estaba asociado con todo aquello que atacara a la patria soviética.

Durante la Segunda Guerra Mundial esto fue evidente. Hasta no hace mucho, en el Cerro de Montevideo se recordaba una huelga de los trabajadores de los frigoríficos de 1943, cuestionada por comunistas y batllistas y apoyada por anarquistas, socialistas y hasta herreristas. El argumento de los comunistas era que la lucha de los trabajadores debía ser subsidiaria de la lucha contra el imperialismo nazi. En esa lucha, Estados Unidos era un aliado fundamental.

Luego, el orden de la Guerra Fría pareció dar un poco más de estabilidad a la categoría de imperio. Se trataba de Estados Unidos. En la posguerra comenzaba a quedar más claro que el siglo XX sería el siglo americano en el campo económico, cultural y político-militar. La Unión Soviética fue la potencia que podía ayudar a contener ese empuje imperialista en ciertas zonas del llamado Tercer Mundo y apoyar caminos alternativos a pueblos que se liberaban de los viejos imperios europeos. Ese encuentro entre comunismo y antiimperialismo posibilitó que varias revoluciones terminaran acercándose a la Unión Soviética; China, Vietnam, Cuba y Angola son ejemplos paradigmáticos de estos procesos.

Sin embargo, la centralidad de la Unión Soviética en el mundo comunista llevó a que el problema del imperialismo no sólo fuera visto como un asunto capitalista. La imposibilidad de construir una visión plural del socialismo provocó que diversas fracciones dentro del movimiento, y luego países enteros, comenzaran a alejarse y crear nuevas formas de internacionalismo (trotskismo, titoísmo, maoísmo, etcétera) y denunciaran a la Unión Soviética por imperialista. Estos procesos de crítica anticiparon la caída del socialismo real.

La tradición nacional popular y el latinoamericanismo

La otra idea que más duramente criticó a los órdenes imperiales en el siglo XIX y gran parte del XX fue la del Estado-nación. América Latina estuvo a la vanguardia en la promoción del principio político de que el cuerpo político debe ser organizado en repúblicas que expresen la soberanía nacional, a diferencia de lo que ocurrió en Europa, donde durante gran parte del siglo XIX (y en algunos lugares hasta hoy) el cuerpo político sigue asociado a la figura del monarca. El nacionalismo republicano fue una superación de la monarquía y de los viejos imperios asociados a ella. Esas tradiciones continuaron en el siglo XX latinoamericano, asociadas a la crítica a un nuevo imperio, esta vez “republicano y democrático”, que emergía en el norte de América. José Martí y José Enrique Rodó fueron dos pensadores influyentes en la construción de una imagen de ese nuevo imperio estadounidense que se diferenciaba de América Latina por su afán de expansión económica, vocación militarista, así como por el peso de una cultura utilitarista e individualista.

La generación asociada a la revolución mexicana y el reformismo universitario de 1918 tomaron esas ideas y las expandieron, planteando por diferentes caminos la necesidad de desarrollar proyectos que, retomando la voluntad moderna de la emancipación de los sectores oprimidos mediante la idea de la revolución, estuvieran asociados a las características particulares de los sectores populares de cada nación. Los ejemplos en las primeras décadas del siglo XX son múltiples y diversos. Los Siete ensayos sobre la realidad peruana, de José Carlos Mariátegui, y el muralismo mexicano son dos ejemplos virtuosos de ese espíritu. El impulso latinoamericanista se enfrentó al creciente imperialismo estadounidense, pero también mantuvo relaciones complejas con el internacionalismo de las izquierdas. Las relaciones de Mariátegui con el comunismo internacional dan cuenta de esto.

En Uruguay estos debates estuvieron presentes durante las primeras décadas del siglo XX, aunque tal vez de una manera mas velada que en otras áreas del continente. Desde la década de 1940, intelectuales vinculados con el semanario Marcha comenzaron a proponer nuevas maneras de articular la relación entre la izquierda y el latinoamericanismo, poniendo en suspenso la definición internacionalista. En ese grupo podemos encontrar al nacionalista Carlos Quijano, a los católicos Alberto Methol Ferre y Carlos Real de Azúa, a los socialistas Servando Cuadro y, más tarde, Vivian Trías, al ex comunista Roberto Ares Pons, entre otros. Dicho espacio de reflexión tuvo traducciones a nivel social, como el llamado posicionamiento tercerista de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, que cuestionaba a ambas potencias de la Guerra Fría pero se distanciaba de la tercera posición peronista, ya que aspiraba a la construcción de una sociedad igualitaria en diálogo con las tradiciones marxistas y anarquistas.

El encuentro de las dos tradiciones

De todos modos, la creciente presencia estadounidense en la región, con su avance en el plano económico y su injerencia política y militar, hizo que las dos tradiciones tendieran a encontrarse. La Revolución Cubana, con su transición de una revolución de inspiración nacional popular democrática a una revolución comunista dirigida por un partido único que se creó seis años después del triunfo, fue el más claro ejemplo de ese encuentro. En Uruguay varios discreparon cuando Fidel Castro se definió como marxista-leninista; sin embargo, admitieron que era el único camino para detener al imperialismo estadounidense. Este encuentro tendrá mucho que ver con diferentes experiencias de unidad social y política que se dieron en la década de 1960 en la región –entre ellas, el FA–.

Asimismo, la pregunta sobre el desarrollo económico de América Latina también agregó nuevos insumos para un pensamiento antiimperialista. Mientras Estados Unidos impulsaba políticas liberadoras para reconquistar y ampliar los mercados latinoamericanos, desde algunos países se proponían políticas proteccionistas y estatistas. Durante las décadas de 1940 y 1950 la creencia en la posibilidad del desarrollo de un capitalismo nacional en diferentes variables (populismos, desarrollismo, reformismos) parecía plausible. La creciente presencia estadounidense y el fracaso de la Alianza para el Progreso fue la base para el desarrollo del pensamiento dependentista, que advertía sobre los límites del desarrollo y la necesidad de construir nuevos órdenes sociales de matriz antioligárquica para trascender el subdesarrollo. Ese pensamiento fue creciendo no sólo en sectores de la izquierda, sino en sectores del centro político, que veían cómo la cercanía con el imperio estadounidense limitaba las posibilidades de desarrollo en esta región del mundo.

La creación del FA expresó esta sensibilidad. El 26 de marzo de 1971, Liber Seregni definió a la coalición como una fuerza antiimperialista y antioligárquica. Allí tendrían lugar todos los defensores de la nación contra la amenaza del imperio de turno, que en ese siglo era Estados Unidos. Los oligarcas quedaban fuera del FA, ya que eran los asociados con el imperio y aseguraban un tipo de crecimiento que perjudicaba a las mayorías.

Buscando al imperio en la globalización neoliberal

La llamada globalización neoliberal de los 80, que fue desde Estados Unidos hasta China, conjugada con la implosión del mundo comunista, canceló las posibilidades de estas estrategias antiimperialistas. La competencia de los estados nacionales en la búsqueda de la inversión extranjera y la ausencia de potencias con desarrollos alternativos al capitalismo dejaron a estos proyectos, que apuntaban a la nacionalización y a la estatización de la economía, sin muchas herramientas para la inversión y el crecimiento.

Sin embargo, en ese contexto también comenzaron a surgir nuevas formas de internacionalismo que eran críticas de ese orden que parecía consolidarse como el “fin de la historia”. Movimientos antiglobalización comenzaron a cuestionar las crecientes desigualdades y los problemas ambientales. Dichos movimientos fueron plurales y articularon diversas identidades que tenían que ver con el género, la raza y la clase. En varios casos, esos movimientos, con base local pero que coordinaban globalmente, desarrollaron alianzas con organismos internacionales que posibilitaron ciertos avances a nivel local en torno a legislación ambiental, derechos de las minorías y derechos humanos. La experiencia del Foro Social Mundial y del Foro de San Pablo da cuenta del lugar de América Latina en estos movimientos.

En Uruguay, el discurso sobre las ventajas de ese orden global neoliberal construido desde los 90 ha tenido una permanencia importante, entre otras cosas, porque algunos indicadores económicos y sociales han sido positivos (reducción de la pobreza y la desigualdad, aumento del salario real, etcétera). Insólitamente, siguen existiendo quienes afirman que el mundo va en la dirección de la apertura económica y que negarse es ir contra la historia. También existen quienes adoptan las definiciones políticas de diversos organismos internacionales (algunas de ellas interesantes) como principios de autoridad y como los únicos horizontes políticos posibles a cumplir. Por otro lado, han surgido preocupantes discursos similares a los de la nueva derecha europea, que plantean que el dilema es entre lo local y lo global, y contribuyen al desarrollo de un nacionalismo conservador. Afortunadamente, existen movimientos políticos y sociales que, retomando el legado de la izquierda latinoamericana, interpelan estos discursos desde perspectivas críticas y locales, pero no renuncian a la pretensión universalista.

Algunas preguntas sobre la viabilidad de los logros adquiridos en estas décadas tienen que ver con el reconocimiento de esta tensión entre lo local y lo imperial (en sus múltiples facetas). ¿Es posible una estrategia de crecimiento económico que se sostiene en la exención impositiva al gran capital transnacional y deposita la carga fiscal en los sectores del trabajo? ¿Es viable un modelo productivo en el agro (diseñado por empresas transnacionales) con enormes costos ambientales y sanitarios? ¿Son beneficiosos los acuerdos de libre comercio que imponen restricciones sobre patentes y servicios que hacen al bienestar y la salud? Son sólo algunos ejemplos de interrogantes sobre los que las tradiciones que pensaban el imperialismo tienen varias cosas para decir. No se trata de que haya un imperativo ético para incorporar al imperio como categoría de análisis, pero esto nos ayudaría a entender mejor los límites y las posibilidades para avanzar en la construcción de sociedades con mayor igualdad y bienestar.

Aldo Marchesi es historiador.

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