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Yo, que no soy trans

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Nunca experimenté una tensión de ajenidad radical respecto de mi cuerpo ni mi familia me rechazó por mi orientación sexual. Durante mi adolescencia pasé las mañanas en el liceo, las tardes con amigos y las noches en mi casa. Empecé a trabajar desde muy joven sin que eso me impidiera culminar mis estudios terciarios. Hoy, que pasé los 30, no vivo como un milagro soplar una velita más cada año, tengo proyectos, y la vejez se me presenta como un destino ineludible.

Gran parte de mi vida la viví en Reducto, un barrio en el que la noche poblaba de prostitutas y travestis las esquinas de Bulevar Artigas, y yo, en mi niñez, me debatía entre mirarlas o no. Soslayadamente, camino al videoclub, observaba de manera incómoda como esas “mujeres grandes” eran para los demás objeto de consumo y burla.

Comparada con la de las personas trans cuyos testimonios he tenido la oportunidad de escuchar, mi vida es privilegiada, y desde el reconocimiento de esta posición me siento responsable. Su sufrimiento derivado de diseñar estrategias de sobrevivencia desde los márgenes de la sociedad, la serie de exclusiones de las que son y han sido objeto, su invisibilización y sus vidas confinadas a las sombras deben interpelarnos y convocarnos a la acción transformadora y reparadora. Para quienes estamos movidos por la vocación de justicia, el avance hacia una sociedad de nuevo tipo exige identificarnos con las personas más vulneradas, desprivatizando su sufrimiento y pensando la realidad desde las periferias hacia el centro, no en una perspectiva asimétrica y paternalista, sino desde la crítica colectiva al poder dominante y la solidaridad efectiva de una lucha común.

El economista y teólogo alemán Franz Hinkelammert sostiene que “al tratar la sociedad a los excluidos como objetos, calculando su límite de lo aguantable y focalizando su relación con ellos, las propias relaciones sociales en el interior de esta sociedad –ahora la de los ‘integrados’– dejan de ser sostenibles”.1 Es que el ataque o desconocimiento de la dignidad de las personas no es un problema de quien lo padece de forma directa y evidente, sino nuestro. La condición de ciudadanos y ciudadanas, para los que hacemos de la ética del cambio social sentido de nuestra vida, no implica sólo erigirnos en sujetos de derechos (y de obligaciones legales o formales), sino también de un conjunto de compromisos y responsabilidades para con la comunidad en la que vivimos. Nos toca entonces velar por una distribución justa del poder social, de los bienes básicos, de las posibilidades, y expandir estas prácticas en la sociedad, buscando superar la tendencia a ocuparnos de “lo propio” y blindándonos de los problemas de los demás, puesto que hay un mundo que construir en el que para afirmarse uno no hay necesidad de negar al otro, sino todo lo contrario.

Los intentos de normalización en nuestras sociedades, en las que el capital y el mercado tienden a colonizar y configurar todos los espacios y relaciones, son diversos y si bien en nuestro tiempo se han desarrollado estrategias de dominación más sutiles que en tiempos pasados, el tratamiento que se le da a la población trans expone con brutalidad ciertas formas de penalidad muy viejas. La figura del “destierro”, por no cumplir las leyes del “nosotros”, se ha trasladado de la plaza pública al espacio privado familiar, y la del “suplicio” parece vertebrar las vidas trans. Sobre esta lógica sostiene Foucault: “La muerte es un suplicio en la medida en que no es simplemente la privación del derecho a vivir, sino la ocasión y el término de una gradación calculada de sufrimientos [...] La muerte-suplicio es un arte de retener la vida en el dolor subdividiéndola en mil muertes”.2

La esperanza de vida de las personas trans no llega a los 40 años y en su gran mayoría para sobrevivir recurren al comercio sexual, exponiéndose a múltiples violencias y abusos. Ya no hay espacio para la indiferencia; no tomar partido es hacerlo por los opresores.

Con la discusión de la Ley Integral Trans, nuestro país tiene una oportunidad histórica de ponerse en el camino de reconocer la dignidad a una población que carga sobre sus espaldas con el peso de estigmas y vulneraciones múltiples. Transitar este proceso implica hacer consciente que lo que se trata como “desviación” no es inherente a los modos de vida, sino que responde a un etiquetado producido desde el poder para señalar negativamente comportamientos de otros. Respetar, del latín respicere, nos sugiere “volver a mirar”, superando ese vacío dialógico de quien renunció a la comunicación por anular o desconocer a un otro que lo interpela o incomoda.

Más allá del imperativo de la autosuficiencia y el discurso meritocrático que signan nuestro tiempo, los humanos somos seres siempre en relación, y la mirada de los demás nos construye desde nuestra más temprana edad. Una mirada puede abrazar, contener, respetar y valorar, o puede, también, instalar una dinámica de menosprecio que exige al otro intervenir su cuerpo para vivir su identidad de género y volver a cuadrar en estructuras que aceptan una única forma de ser varón y de ser mujer, experimentar como único destino posible la explotación y el consumo de su propia vida por parte de los mismos que en la esfera pública le condenan, asumiendo formas de existencia perversamente despreciadas y a su vez legitimadas desde el poder, o transitar otros caminos impuestos y negadores, que también destruyen la libertad.

La mirada liberadora de la relación interpersonal debe inspirar nuestra actitud colectiva frente a las estructuras que consolidan y reproducen el menosprecio, el desprecio y la desigualdad.

El objetivo central de garantizar la sostenibilidad de la vida demanda el desafío de obrar desde una ética del cuidado, reconociendo la fragilidad de la vida humana, cuidándola entre –y para– todas y todos, politizando nuestra existencia a partir de análisis de nuestras prácticas cotidianas y desobviando lo obvio. El sujeto “natural” de nuestra sociedad capitalista de consumo es el que María José Capellín denomina BBVAH (blanco, burgués, varón, adulto y heterosexual); mirar el mundo exclusivamente desde allí es negárselo a los demás.

La universalidad de los derechos está consagrada en el papel pero no en las vidas concretas, y es por eso que para garantizarla un camino es tratar diferente lo que es diferente y desigual, buscando construir igualdad real en la diversidad. Esto, tal como algunos lo concebimos, no supone un culto banal o frívolo a la diferencia, ni se reduce a un nuevo contrato liberal, sino que implica un proyecto de dignidad humana y emancipación social, y por ende de destrucción de las relaciones de dominación y explotación. Es desde esta perspectiva que alentamos también los cambios legales y nos negamos a ingresar en una lógica de trincheras que aborde esta discusión, desde cualquiera de las posiciones, de una forma superficial o simplista.

Nicolás Lasa es psicólogo y diputado suplente por el Partido Socialista.


  1. Hinkelamert, F. (2006). El sujeto de la ley: el retorno del sujeto reprimido (p.355). Venezuela: El Perro y la Rana. 

  2. Foucault, M. (2009). Vigilar y castigar (p.39). México: Siglo XXI. 

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