En las elecciones nacionales del domingo 27 de octubre, además de elegir presidente y parlamentarios, la ciudadanía uruguaya deberá pronunciarse sobre una reforma constitucional que propone aumentar la discrecionalidad de la Policía, endurecer penas e incorporar a los militares a las tareas de seguridad interna. La llamada reforma Vivir sin Miedo incluye: habilitar los allanamientos nocturnos (art. 1), la pena de reclusión permanente (art. 2) y la creación de una Guardia Nacional compuesta por militares, destinada a tareas de seguridad pública (art. 3). Estas medidas son parte de la ola de populismo punitivo que se ha instalado en el mundo en los últimos años. Reducir el crimen es necesario. Como sociedad, debemos considerar seriamente si las medidas punitivas conducen a ello. Las experiencias de países de la región indican que la respuesta es no.
La percepción de que el crimen y la violencia han aumentado es la razón por la cual propuestas como Vivir sin Miedo se instalan en el debate público. La conclusión es que para eliminar el crimen y darnos seguridad se necesita mayor presencia y robustez de las fuerzas de seguridad. El problema con estas propuestas es que su efectividad es muy difícil de probar y que tienen consecuencias nocivas en otros planos de la vida social. Para poder decidir si el aumento de las potestades de las fuerzas de seguridad nos lleva a vivir sin miedo tenemos que entender cómo funciona el crimen, cuáles son los costos de otorgar estos poderes y qué alternativas existen.
Empecemos por el diagnóstico. Es claro que en Uruguay el miedo al crimen ha aumentado y que la seguridad es, desde hace varios años, la principal preocupación de los uruguayos, como muestran estudios de opinión pública recientes. Lo que no está claro es si el crimen y la violencia han aumentado, ni a partir de cuándo. Recientemente las formas de contabilizar se ajustaron, y es posible que el aumento de la atención a los problemas de seguridad conduzca a pensar que existe también un aumento de la criminalidad en términos reales. Lo que sí es notorio es que la presencia de grupos criminales vinculados al narcomenudeo en barrios periféricos de Montevideo y en algunos departamentos del interior del país genera violencia y problemas de convivencia.
Los vecinos de barrios periféricos de Montevideo conviven con situaciones de violencia cotidiana desde hace décadas. Lo nuevo, en cambio, es que mucha de esta violencia resulta de confrontaciones entre bandas criminales que compiten por el control del territorio donde operan, y de confrontaciones entre bandas con las fuerzas de seguridad. Los vecinos sienten temor a quedar atrapados en medio de una balacera y, aunque esto no ocurre a toda hora ni todos los días, el temor constante tiene consecuencias en actividades de la vida cotidiana como esperar el ómnibus para ir a trabajar o caminar solo. Muchas de estas consecuencias son impensables para las personas que viven en barrios de mayor nivel socioeconómico.
Trabajos académicos en países con graves problemas de seguridad, como Brasil, México y El Salvador, demostraron que la militarización de la seguridad interna no reduce el crimen.
El argumento de que la mayor presencia del aparato de seguridad disuade del crimen y nos da mayor seguridad es compartido por amplias franjas de la población de diversos niveles socioeconómicos. Sin embargo, investigaciones recientes lo refutan. Trabajos académicos en países con graves problemas de seguridad, como Brasil, México y El Salvador, demostraron que la militarización de la seguridad interna no reduce el crimen.1 Por el contrario, puede producir una escalada de la violencia: al debilitar a un grupo, otro buscará el control territorial por medios violentos, o se refuerzan los lazos entre grupos.
Podríamos plantearnos que esto sucede en países con altísima violencia, pero en Uruguay, como la violencia es menor, la única forma de parar el crimen es amedrentar. El economista estadounidense Gary Becker planteó una lógica similar a fines de los años 60. Según Becker, los criminales hacen un cálculo racional respecto de la probabilidad de ser capturados y castigados, y si es muy alta, optarán por no delinquir. El problema es que los cálculos racionales son más complejos: si ir a la cárcel implica conectarse con grupos organizados, el costo de ser capturado se reduce. Por otra parte, esta lógica es muy difícil de evaluar en la práctica. Sin evidencia de no-acción no se puede constatar cuántos criminales dejan de actuar debido al cambio de política.
Pensemos en los costos. El endurecimiento de la política de seguridad tiene consecuencias negativas por la alta violencia que genera, no sólo para criminales, sino para quienes no lo son. Además, endurecer la política de seguridad debilita los derechos de una parte importante de la población que ya sufre las consecuencias de la violencia de forma cotidiana. Por ejemplo, actualmente en Uruguay se llevan a cabo cientos de registros diarios (se detiene a personas y se les pide sus documentos cuando, de acuerdo con la legislación, no es obligatorio tenerlos). Estas medidas no se aplican igual en todo el territorio. En barrios periféricos el registro es sistemático. Quienes más lo sufren son los varones jóvenes que, por tener cierto aspecto o vestir de cierta manera, son considerados sospechosos. El registro sistemático estigmatiza y restringe el libre movimiento.
¿Qué alternativas hay? Las promesas de campaña actuales, que proponen reducir el crimen en cifras mágicas, carecen de un entendimiento de las dinámicas del crimen, en particular en su variante organizada. La política de seguridad no puede ignorar los orígenes de estos grupos y las razones de su persistencia, entre las cuales se encuentran procesos de exclusión socioeconómica que datan de generaciones. Otra razón clave de la permanencia de grupos criminales está en la construcción de vínculos estrechos con las fuerzas de seguridad. En Uruguay, en los últimos años, se han tomado medidas para reducir la brecha de desigualdad, aumentando el gasto social, y para evitar la colusión, mediante una reforma institucional en la Policía. Otras medidas son: la creación de leyes específicas para el crimen organizado y el fortalecimiento de las capacidades investigativas de la Policía. Si las cárceles son fuente de organización del crimen, aumentar las penas, reducir la edad de imputabilidad de crímenes, y el encarcelamiento por crímenes simples empeoran el problema. Al contrario, se debe priorizar intervenciones tempranas, programas comunitarios para jóvenes en situación de riesgo, la descriminalización de delincuentes comunes, y el servicio comunitario.
La política de seguridad debe buscar desescalar el conflicto social. El rol de las fuerzas de seguridad no es hacer la guerra contra algunos, sino garantizar los derechos de todos. Reformas que conducen a lo opuesto agregan leña al fuego y no nos llevan a vivir sin miedo.
Lucía Tiscornia integra la División de Estudios Internacionales del Centro de Investigación y Docencia Económicas, Ciudad de México. Verónica Pérez Bentancur es investigadora del Departamento de Ciencia Política, Universidad de la República.
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Ver por ejemplo: Basombrío, C., y Dammert, L. (2013). Changing the Approach to Crime and Violence in Latin America: Lessons Learned, New Observations, and Emerging Issues. Summary Paper. Washington DC: Woodrow Wilson Centre. ↩