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Foto: Ramiro Alonso

Los desaparecidos ayer y hoy

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Lo que permanece de la maldad de la dictadura en democracia.

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Hay métodos violentos y prácticas criminales características del terrorismo de Estado en Uruguay que reaparecen más allá del tiempo de duración del régimen dictatorial. Entre otros ejemplos, el fenómeno de la desaparición forzada de personas. Con frecuencia, la crónica roja actual da cuenta de personas que son asesinadas brutalmente luego de estar cierto tiempo secuestradas (desaparecidas) y que son enterradas por sus victimarios en sitios no convencionales (clandestinos).

Ciertos casos han conmocionado a la sociedad, como los de Micaela Onrrubio, Amparo Fernández, Viviana Ramos. Entre medio de ellos, de nuevo el caso de Roberto Gomensoro Jozman por las declaraciones de José Gavazzo en el tribunal militar, así como el de Eduardo Bleier por el hallazgo de sus restos desenterrados en el Batallón 13.

¿Existe alguna relación entre las desapariciones en el pasado reciente y las actuales? Hannah Arendt sostenía que la desaparición forzada como nuevo fenómeno constataba la ineficacia del asesinato político como forma clásica de castigo; por extensión, podríamos decir que la recurrencia actual a desaparecer personas también desborda la relación vida-muerte y trata no sólo de destruir una vida asesinándola, sino de borrar la existencia misma de la persona y su cuerpo, desapareciéndolos.

En una contratapa del semanario Búsqueda se informaba hace un tiempo sobre alrededor de 500 “personas ausentes” en Uruguay durante los años de democracia. En las investigaciones de varios de esos casos –tan difíciles de desentrañar hoy como ayer– se apela al conocimiento y las técnicas acumuladas después de 2005, cuando el primer gobierno de Tabaré Vázquez inició las investigaciones históricas y antropológicas sobre los desaparecidos bajo la dictadura: muestras de ADN en laboratorios, bancos y bases de datos genéticos; registros de huellas dactilares; archivos con datos personales pre mortem; testimonios de familiares y testigos; búsquedas en terreno por el mismo equipo de antropología forense y otros referentes institucionales (Instituto Técnico Forense, Policía Científica e Interpol, fiscalías especializadas sobre Crimen Organizado y de Lesa Humanidad) que tienen a su cargo las investigaciones criminalísticas, científicas y judiciales para localizar e identificar los restos de personas desaparecidas y establecer y castigar a los responsables.

“Esa película ya la vimos” y “Dar vuelta la página” fueron dos de las frases-estigma más repetidas por el discurso de la impunidad desde 1985. Lejos estaban de imaginar los políticos tradicionales que repitieron ese discurso durante 20 años, que la película de la desaparición forzada se repetiría en democracia una y otra vez, pero ya no sólo porque los crímenes de lesa humanidad que quedaron impunes se siguen cometiendo en el presente o porque los restos enterrados de personas desaparecidas se siguen encontrando en cuarteles sino, también, porque el fenómeno de la desaparición-forzada de personas reaparece hoy como delito común agravado.

Aunque no exista una causal política, “guerra antisubversiva” o “estado de excepción”, ni declaratoria de “enemigo interno” ni crímenes grupales, a gran escala o fosas comunes (como sucede en otros países de América Latina en la actualidad), las desapariciones en nuestro país parecen ser resultado de conductas brutales de uruguayos “comunes” que ejercen violencia de género contra las mujeres –generalmente aquellas del entorno más cercano o familiar (parejas y ex parejas)– o un método utilizado por integrantes del crimen organizado en sus ajustes de cuentas, la trata o tráfico de personas.

Quizás por ello está bastante naturalizada la conclusión de que dichas formas de violencia –ejemplificadas en los noticieros con múltiples situaciones– tienen en la sociedad y en sujetos del delito particularizados dentro de ella el origen de todos los males. Sin embargo, es lícito preguntarse si ciertas formas de ejercicio de la violencia en la sociedad de hoy no existieron ayer como terrorismo de Estado, y si existen, es porque ya sucedieron. Si el “poder desaparecedor” del Estado uruguayo que reinó durante más de una década en Uruguay y en la región no dejó un sedimento sólido en las relaciones interpersonales e imaginarios delictivos sobre el que se sobreimprimen otras formas de ejercicio del poder como el poder del hampa y el poder machista. En síntesis, si el Estado dictadura no tiene una relación fundacional con las violencias posdictadura.

Entonces, es válido preguntarse: ¿por qué la brutalidad de ciertos crímenes de Estado en dictadura es reapropiada por la delincuencia organizada y el hombre femicida en democracia?; ¿por qué los sujetos del delito se intercambian a través del tiempo: del Estado criminal a civiles criminales; de grupos paramilitares y comandos militares a mafias organizadas, parejas o ex parejas de las víctimas?; ¿por qué los delitos que representan una verdadera afrenta para la sociedad y los derechos de las personas (aunque no alcancen en democracia el estatus de delitos lesa humanidad) se siguen cometiendo independientemente del régimen político, ya sea una dictadura o una democracia?

Al respecto, al intentar establecer una línea de continuidad del fenómeno, podríamos recordar que en la historia reciente de Uruguay el delito de la desaparición forzada por razones políticas aconteció bajo un régimen democrático. Una práctica iniciada por el Escuadrón de la Muerte en la que los autores del delito fueron grupos paramilitares y parapoliciales que, desde su misma autodenominación, “Caza Tupamaros” o “Caza Comunistas”, reivindicaban “la cacería” como la figura que mejor representaba la forma de perseguir y acorralar a sus víctimas para exterminarlas. Ese carácter paraestatal del fenómeno (entre 1971 y 1972) adelantaba la práctica institucional que luego asumiría, y generalizaría, el propio Estado uruguayo bajo la dictadura (entre 1975 y 1982).

Tras el golpe, la autoría de la desaparición sistemática de personas y grupos, así como de otros crímenes aberrantes, fue el Estado, que transformó la guerra interna en “guerra sucia”, que no reconoció el estatus de militantes y opositores a quienes llamó “delincuentes comunes”, que borró con la “obediencia debida” los límites éticos y convencionales del enfrentamiento y justificó el trato moral denigrante en la tortura hasta llegar al exterminio físico de las personas. Por más de una década, la detención fue sustituida por el secuestro, el debido proceso por el juicio sumario, el interrogatorio por la tortura, la investigación judicial por el castigo extrajudicial, la cárcel por el centro clandestino, la sepultura por el sitio de enterramiento, haciendo desaparecer los cuerpos de las víctimas, desfigurándolos al recubrirlos de cal, arrojarlos al mar, enterrarlos como NN.

El delito común tiende a imitar los crímenes de Estado, aunque no posea ni los aparatos de inteligencia ni la infraestructura técnica o locativa, ni el discurso protector para prolongar la impunidad.

Entonces, el autoritarismo estatal en los años 70 y principios de los 80 del siglo pasado marcaron una profunda cesura en la relación natural de la sociedad con sus cuerpos, tanto colectivos como individuales: la expulsión de cuerpos de la comunidad nacional (exilio, destierro, proscripciones políticas); la marginación del cuerpo social y político (clausura del Parlamento, ilegalizaciones y suspensiones de partidos y grupos políticos, quita de personerías jurídicas); la desfiguración de los cuerpos (la marca de las torturas, las laceraciones en la piel); el ocultamiento de los cuerpos (sitios clandestinos de enterramientos, el fondo del mar); el olvido de los cuerpos desaparecidos (la impunidad).

La posmodernidad cultural posterior a la dictadura, con su exaltación a los cuerpos bellos, la eterna juventud y la tersura de la piel, ha tratado de reconciliar socialmente nuestros cuerpos individuales con las marcas de identidad y el éxito de su reconocimiento social tras el logro de aquellos objetivos hedonistas. Pero las ausencias, el escarnio o la desfiguración de los cuerpos retornan permanentemente, y tornan contradictoria la plena realización del ideal de perfección corporal que reclama la época actual.

El abuso sexual contra las mujeres, niños y niñas es también una apropiación del cuerpo de los otros. Recordamos que la dictadura ejerció una práctica represiva diferencial sobre la condición de la mujer que estaba presa, sobre la maternidad y el pudor del cuerpo femenino violentados por los abusos de la sexualidad masculina, a la vez que trasladó esa violencia institucional a las relaciones paternales y filiales, entre madres e hijos: la maternidad en prisión, la apropiación de bebés recién nacidos, la desaparición de la mamá luego de dar a luz, el cambio forzado de la identidad mediante adopciones ilegales, el tráfico de los cuerpos entre países de personas detenidas, la interrupción de la transmisión generacional de las memorias sobre los crímenes de Estado.

En síntesis, los métodos represivos de la dictadura fueron dirigidos no sólo contra el “comunismo internacional”, sino contra la población, infligidos para calar hondo en la esfera de lo íntimo, lo filial, lo parental. El poder autoritario imprimió su autoridad en los cuerpos sociales e individuales mediante el uso excesivo de la fuerza, desde las marcas físicas y psicologías hasta el condicionamiento de normas de conducta por el miedo a la represión. Por eso algo de la dictadura perdura en sus efectos en el Uruguay posdictadura, en la micropolítica de las relaciones intrafamiliares, interpersonales y vecinales.

La decadencia del poder absoluto del Estado autoritario y su reencauzamiento legal luego de 1985 no lograron evitar que sus violencias monopolizadas y concentradas durante más de una década se difuminaran, desterritorializaran y miniaturizaran en una heterogeneidad de microfascismos, castigos cotidianos y sujetos, ya sea del delito anómico como de asociaciones para delinquir que, de alguna manera, “privatizaron” ciertas formas de la violencia “estatalizada” y ciertos usos ejemplarizantes de los castigos institucionales, sólo que asesinando mujeres por mano propia o imponiendo venganzas entre grupos delictivos.

La impunidad de la ley de caducidad ha sido el nexo de continuidad entre las prácticas criminales del Estado-dictadura y las prácticas aberrantes de la delincuencia común en democracia, entre la brutalidad de las acciones represivas del Estado y los ajustes de cuenta de los delitos mafiosos, entre la disciplina de la orden cumplida y la obediencia por dinero del sicario. La impunidad ha demostrado la eficacia que tiene la falta del cuerpo del delito como evidencia probatoria, el paso indefinido del tiempo desde el momento en que se comete un crimen sin identificar y juzgar a sus autores, para ocultar las pruebas, transformar el entorno de los enterramientos. El delito común tiende a imitar los crímenes de Estado aunque no posea ni los aparatos de inteligencia ni la infraestructura técnica o locativa, ni el discurso protector para prolongar la impunidad.

Por otra parte, esa presencia intrafamiliar y cotidiana del delito lleva a la sociedad a demandar al Estado que acentúe las formas pastorales, locales, a pequeña escala del policiamiento de las personas y grupos, consolidándose así uno de los mayores logros políticos de las dictaduras en las democracias liberales posdictadura, al decir de Thomas Hobbes: que ”el miedo y la libertad sean compatibles”.

Quizás la sensibilización de la opinión pública en el presente por las desapariciones de los cuerpos de las víctimas, el dolor de los familiares que ahora se muestra y expresan abiertamente en los medios de comunicación y el reclamo de justicia e indignación de la sociedad movilizada ante cada víctima local, podría ayudarnos a entender mejor, con retroactividad, la verdadera naturaleza de aquellos crímenes cometidos por el Estado bajo la dictadura, la omisión de informar durante tantos años, la falta de protección y seguridades individuales, la soledad peregrina de los familiares de detenidos-desaparecidos bajo el terrorismo de Estado, denunciando y reclamando verdad, memoria y justicia hasta el presente.

Álvaro Rico fue decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Universidad de la República) y coordinador del equipo universitario de investigación histórica sobre detenidos-desaparecidos (2005-2015).

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