Las armas de fuego –objetos diseñados con el fin último de matar– han servido a la humanidad para diversos fines simbólicos y prácticos en la delimitación de los cuerpos, de la propiedad privada y de las naciones. Su comercio legal o ilegal promueve la venta sobre todo de ilusiones de poder, protección y diversión. Así lo vemos en los dibujos animados, las películas y los videojuegos en que su manejo parece fácil y los muertos no tienen nombre. Pero la realidad del manejo de un arma, sobre todo en situaciones de mucho estrés, golpea. Según un estudio del Instituto Brasileño de Ciencias Criminales, víctimas armadas tienen 56% más probabilidades de ser víctimas fatales y una mayor probabilidad de involucrar múltiples víctimas en un mismo hecho. Sin embargo, las armas de fuego siguen apareciendo como una herramienta tecnológica legítima para la autodefensa y superan en respeto y legitimidad tantas otras que han movido el mercado de la seguridad en los últimos años, como es el caso de las cámaras de vigilancia. El aumento del interés ciudadano en las armas de fuego registrado por el Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay (Ielsur) (“Menos armas, más seguridad”, 2015) es contundente: el número de guías emitidas “por primera vez” se duplicó entre los años 2007 y 2012. Así también lo demuestra el número de armas registradas en manos de civiles: son 89% del total.
La búsqueda creciente de armas de fuego prendió la alarma del sistema político. En 2016, el Poder Ejecutivo reglamentó la ley 19.247, promulgada el 15 de agosto de 2014 y conocida como “Ley de tenencia responsable de armas”. La norma regula la tenencia, el porte, la comercialización, la compraventa entre particulares y el tráfico de armas de fuego, municiones, explosivos y otros materiales relacionados. El decreto 377/2016 establece los requisitos que deben cumplir quienes deseen adquirir un arma, así como ciertas limitaciones. Se debe obtener el Título de Habilitación para la Adquisición y Tenencia de Armas, para lo cual se exigen pruebas psicofísicas y teórico-prácticas, y un certificado de antecedentes. Para el porte, se exige la tramitación de otro permiso. Aun teniendo el permiso correspondiente, el porte está prohibido en determinados ámbitos, como los actos electorales, las asambleas, los bailes y otros ámbitos de diversión pública; tampoco puede portarse el arma bajo los efectos del alcohol u otras drogas. Tanto el porte como la tenencia no autorizada tienen sanciones.
Según dijo en 2015 Daniel Farías, jefe del Servicio de Material y Armamento (SMA), 75% de las armas que la Justicia envió a dicho organismo estaban registradas,1 lo que indica que el problema principal no son las armas ilegales, sino quienes tienen armas de manera irresponsable. De acuerdo con el “Informe subregional de Cono Sur sobre armas pequeñas y livianas” (Flacso, Chile, 2006), la mayor parte de las armas con las que se abastece el mercado ilegal en Uruguay proviene de robos efectuados en armerías y hogares, y del desvío de armas y municiones en manos de militares y policías. La aplicación de la ley ha presentado algunas dificultades. Si bien se fijó un plazo de un año desde su reglamentación para regularizar o entregar voluntariamente las armas que estuvieran en situación irregular, dicha entrega debía realizarse en dependencias policiales o militares, y no se previó ningún estímulo para esta, todo lo cual ha sido señalado como un inconveniente. Se han constatado irregularidades en cuanto al otorgamiento de los permisos, lo que habilitó la adquisición de armas a personas que no están en condiciones de tenerlas.
Por otra parte, sin perjuicio de la función registral que cumple el SMA y las jefaturas de Policía en materia de habilitación, no existe un órgano para monitorear las políticas en materia de armas y el impacto de estas. Por esa razón, es necesario un esfuerzo político e interinstitucional para controlar los mercados legales e ilegales. Además, Uruguay tuvo un innegable crecimiento del delito en los últimos años, que llegó a la marca histórica de 382 homicidios. La incidencia de las armas de fuego en estos delitos es muy significativa para un país como el nuestro, que se caracteriza por niveles de violencia letal relativamente bajos. En 2015, 67% de los homicidios se cometió con un arma de fuego y, según los últimos datos disponibles (Ministerio del Interior), en el primer semestre de 2018 ese número subió a 72%. Por lo tanto, si Uruguay aspira a tener un plan nacional de prevención de la violencia, el control de la circulación de armas de fuego debería ser uno de sus pilares. En ese sentido, se pueden mencionar ejemplos muy cercanos: Argentina y Brasil.
Desde 2003, Brasil limita la tenencia y el porte de armas por medio del Estatuto del Desarme, que ha sido una referencia en la reducción de homicidios. Cálculos del Instituto de Encuesta Económica Aplicada indican que hubo una caída de 12,6% en la tasa de homicidios en ese país. Además, como el estatuto instituye las campañas de desarme y San Pablo fue el estado que apostó fuertemente a esa política, entre 2001 y 2007 un estudio señala que cada 18 armas incautadas, una vida fue preservada.2 En Argentina, la campaña “Canje de armas por mejores condiciones” desarrollada en la provincia de Mendoza en 2001 logró sacar de circulación 2.650 armas y 6.600 municiones. Los homicidios con armas de fuego bajaron allí 18% entre 2001 y 2002, según el informe del Ielsur. También, según dicho informe, en 2007 Argentina implementó a nivel nacional el Plan Nacional de Entrega Voluntaria de Armas: se destruyeron 257.946 armas y más un millón y medio de municiones. Además, se redujo drásticamente la solicitud de los permisos de tenencia y porte. Y lo más importante: las muertes por arma de fuego cayeron 45%.
No obstante, los efectos de la circulación de armas de fuego no siempre se traducen en muertes. Como mencionáramos antes, la venta de armas de fuego es también la venta de ilusiones de poder y diversión porque poseen valor simbólico, sobre todo entre los hombres. Según el informe antes mencionado, el número de registros de hombres como propietarios es 18 por 20 armas registradas. Es necesario, por tanto, pensar el desarme civil con perspectiva de género, ya que las armas de fuego sirven a la masculinidad hegemónica, sea para afirmar el mandato social de protección de la casa, sea para dominar a otros hombres y a mujeres, niños, niñas y adolescentes por medio de la amenaza. En cuanto a la modalidad más extrema de la violencia de género, un informe del Ministerio del Interior señala que, de 263 casos de femicidio judicialmente aclarados ocurridos entre 1996 y 2016, 54,5% fue cometido con un arma de fuego. Amnistía Internacional también señala que, para las mujeres, el aumento del riesgo de ser asesinada por su pareja o expareja es de cinco veces con la presencia de un arma de fuego en el hogar.
En síntesis, el estímulo al desarme civil no sólo apunta a reducir la tasa de homicidios y otros delitos, sino también a un cambio cultural en que la conflictividad social pueda ser enfrentada por toda la sociedad de manera distinta, en el marco de la prevención, ya que sus efectos no se traducen solamente en los números de rapiñas, sino también en la reproducción de la violencia de manera general. No se pretende con los argumentos presentados instituir el desarme, el control y la regulación de armas de fuego como la panacea para todos los problemas de seguridad pública, pero se señala un camino y un debate pendiente sobre políticas integrales de seguridad.
Marcos Hernández y Mariana Cattoi integran el Círculo Seguridad de Casa Grande, Frente Amplio.
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Daniel Cerqueira, del Instituto de Pesquisa Econômica Aplicada, y João Manoel Pinho de Mello, de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro. ↩