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El INISA y la droga de la indiferencia

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El domingo 26 informamos sobre un accidente significativo: tres días antes, el director del Centro de Máxima Contención (CMC) del Instituto Nacional de Inclusión Social Adolescente (INISA) bebió un vaso del jugo que se había preparado para los nueve adolescentes (de 15 a 18 años) recluidos allí, se sintió mal y fue trasladado a un centro de salud privado, donde se comprobó que la bebida contenía diazepam.

Según dijo a la diaria una fuente del INISA, al jugo se le ponen psicofármacos para que los internos “no molesten”, sin que ellos lo sepan ni lo consientan. Ante las repercusiones de la noticia, tanto las autoridades del INISA como el sindicato de sus trabajadores negaron que esa sea una práctica habitual o permitida y condenaron lo ocurrido, que fue motivo de que se iniciara una investigación interna urgente que dará lugar a una denuncia penal (el suministro de diazepam sin consentimiento es un delito, agravado en el caso de los adolescentes, y como tal ameritaría una intervención de la Fiscalía).

Sin embargo, el Comité de Derechos del Niño del Uruguay destacó que ya había denunciado “el uso abusivo de psicofármacos como mecanismo de control” en centros de privación de libertad. A su vez, la Institución Nacional de Derechos Humanos, por medio del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, había exhortado al cierre definitivo del CMC tras el suicidio de un interno en diciembre, pero las autoridades alegaron que eso no era viable.

En todo caso, si el manejo de la medicación en el CMC se realiza con la prolijidad que corresponde, no debería ser muy difícil averiguar qué relación existe –allí o en cualquier otro centro de privación de libertad– entre los psicofármacos que ingresan, los que deben administrarse por prescripción médica y el stock disponible para saber si hay o no usos indebidos o desvíos, y en qué escala.

No hace falta ser malpensado para sospechar que el suministro indiscriminado y abusivo de psicotrópicos es bastante más que un episodio aislado en los centros de reclusión, aunque no sea ni pueda ser una política indicada por el INISA (de hecho, lo que pasó la semana pasada indica que el director del CMC no sabía qué contenía el jugo que bebió). Es obvio que en esas instituciones predomina una lógica de vigilancia y castigo, no una de cuidados y educación.

El miércoles, representantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señalaron, tras una visita a Uruguay, que las instituciones donde se priva de libertad a los adolescentes mantienen “un carácter carcelario”, incompatible con los objetivos de socialización y rehabilitación que deberían orientar su funcionamiento (y cabe acotar que, según los criterios de la CIDH, incluso una cárcel tiene que ser algo muchísimo más digno que las que existen en nuestro país).

Esto no sucede por responsabilidad exclusiva de funcionarios o autoridades. Las decisiones políticas sobre metas y recursos expresan, por acción u omisión, el modo en que nuestra sociedad quiere relacionarse con sus integrantes privados de libertad o desentenderse de ellos. Señalan cuánto nos importan sus derechos y su futuro y cuánto es el deseo ruin de que “no molesten”, mientras vivimos indiferentes a su desgracia, como si también estuviéramos drogados.

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