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Foto: Ramiro Alonso

El momento Manini Ríos: avance antipolítico y tensión en el centro

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Un utópico del orden que no conoce la duda, voluntarioso y radicalizado: Guido Manini Ríos. No se trata de un ajeno al sistema, sino parte de la burocracia estatal de las armas. Un militar politizado con vocación de avanzar a la conducción del Estado. En 2019 dio un salto hacia el escenario donde la política la hacen políticos profesionales. Propongo fijar la atención en los gestos y las palabras que elige para estrenarse en la política de los políticos, y también adelantar ideas sobre los efectos de esta irrupción entre los ocupantes habituales de la sociedad política. Su incipiente desempeño y crecimiento dice mucho de captura antipolítica de la política uruguaya. Con “antipolítica” refiero a un humor de época que organiza movimientos electorales y que ya provocó sismos de largo alcance en la región. Ese y no otro es el terreno emocional donde compiten los partidos por el control del poder político en uno de los países más institucionalizados y partidocráticos de las Américas. A los efectos de este texto, Manini Ríos funciona como descriptor de una tensión que lo excede. Aunque está sabiendo capitalizarlo, este no es su momento en sentido patrimonial, sino que su irrupción describe lo que está pasando.

Una lectura de Manini Ríos cuando habla de Manini Ríos

Aceptando sin reservas que actúa sin interés personal y sólo para hacer la pública felicidad, haré un breve recorrido sobre las ideas fuerzas, y las fuerzas que emplea para esa lucha suya por el ideal de felicidad colectiva1. Cinco entradas y tres anotaciones.

Los orígenes fijan derroteros. El salto político de Manini Ríos concluye una secuencia de insubordinaciones, desacatos y ataques a instituciones republicanas, ambientados mediante enfrentamientos buscados o no evitados con el poder político. Pasó del estado militar al estado político mediante una performance que llevó al máximo la tensión en torno a su figura. Ocupó el despacho y el sistema de comunicación del Ejército para irse y volver en un mismo acto y enunciando un único alegato antipolítico. La marca de origen del Manini Ríos candidato tiene más de insurgencia que de transición. Más que salto, debería llamarse asalto.

Su territorio emocional elegido es la victimización. Como ex comandante, dice de su lucha representando a unas Fuerzas Armadas hostigadas durante más de tres décadas de democracia por agentes del poder político y judicial. En proyección de su nuevo rol político, se reclama representante vicario del pueblo engañado y asqueado de estos políticos, un pueblo harto de una democracia sin oxígeno que colapsa o languidece. Idénticos argumentos y adversarios para proyectarse ahora como representante y conductor de un orden mucho más amplio de víctimas en el escenario total de la República.

Liderazgo mesiánico. Su fuente de legitimidad está asentada sobre un saber inmanente que, como Artigas, fluye de su capacidad como intérprete del sentimiento de la gente. Casi un mediador trans histórico entre el pueblo y aquel Artigas, y también una trinidad en la que conviven y se potencian la víctima, el representante-conductor y el redentor. Sus potencialidades de liderazgo quedan a la vista en el hecho de que, apenas irrumpir en la política, Manini Ríos se descubre identificado por todo el mundo como el enemigo a vencer y el adversario más peligroso.

Lo militar como fuente de legitimidad. Se dice un político diferente, con larga trayectoria institucional pero sin contaminarse con las prácticas de los profesionales de la política. La autoridad intelectual y moral obtenidas en el Ejército son bases suficientes para saber, hablar y decidir sobre las principales materias inherentes a la conducción política del país. Desde esa autoridad y su cualidad interpretativa de los sentimientos y necesidades de la gente, se autoriza a decir sobre la sociedad toda. Identifica sin titubeos dónde están el bien y el mal, y en base a tal clasificación distribuye lugares y deberes.

Radicalismo. Su potencial liderazgo se extingue si no es radical; por eso niega ser de izquierda o de derecha, pero mucho menos de centro. Ser radical es el único lugar disponible para amortizar el salto de la sociedad militar a la sociedad política. Sólo radicalizando hará creíble y votable su promesa de no ser más de lo mismo, hacer lo que hay que hacer, poner orden en el caos, ejercer la autoridad, agarrar el toro por las guampas, marcar bien la cancha, asegurar que cada uno hace lo suyo, pisar los callos que haya que pisar, y en la duda pisarlos también.

Fin de la lectura con tres anotaciones

Manini Ríos logró ingresar e instalarse en el sistema político desplegándose como actor antisistema radical. Su antagonismo es todo aquello que se representa en el centro: la moderación, el diálogo, la búsqueda de acuerdos y consensos, la ampliación gradual de la esfera de derechos. Los rasgos en los que el sistema político uruguayo construyó legitimidades, virtudes… y también sus límites.

No hay otro Manini Ríos posible. Sin radicalizarse sería otro Edgardo Novick. Este luce agotado, y no por falta de retórica fascistoide sino de temple y credenciales. Para capitalizar lo antipolítico no hay que dar respiro y contar con el crédito de último término que ostenta Manini Ríos. Ser un profesional de la violencia, integrante de una institución que ejerció sobre la sociedad todas las violencias que creyó necesarias… y nunca se arrepiente.

Sé que es fácil encogerse de hombros y sonreír ante la desmesura de Manini Ríos. Bueno es recordar que en la historia de Uruguay la radicalización de la derecha nunca fue un chiste. Muchos tópicos del Manini Ríos que se reestrena coinciden con los golpistas del 27 de junio. Es cierto que elección no es lo mismo que golpe de Estado, pero verdad es también que las degradaciones democráticas uruguayas del sigo XX contaron con el protagonismo de actores institucionales de primer nivel electos mediante el voto.

¿Cómo demoler al dueño del centro sin destruir la virtud del centro?

Mientras que la principal fortaleza electoral de lo que representa Manini Ríos pasa por rechazar cualquier contaminación centrista, los partidos del sistema se amontonan en el centro para disputar ese electorado. Serían entonces dos opuestos que no se estorban mutuamente.

¿Y si las cosas fueran exactamente al revés, y petrificarse en discursos de centro ayudara a consolidar argumentos antipolíticos y chances electorales de sus portavoces más rotundos?

La ilusión del centrismo como segura carta ganadora no resiste el repaso de los resultados electorales en amplias zonas del mundo. Las victorias recaen sobre variadas formas de extremismos antidemocráticos, que crecen, casi invariablemente, a costa de todas las variedades de la moderación y el centrismo. Derrotadas quedan desde las socialdemocracias en Europa hasta los progresismos del siglo XXI latinoamericano, así como muchos de sus antiguos o nuevos competidores en el centro. Las opciones de centro fueron derrotadas en Brasil y Argentina a manos de las fuerzas que tensan y no de las mediadoras. Otro tanto sucedió en Chile, donde la última elección registró el crecimiento de la derecha que proponía radicalizar el modelo y también del Frente Amplio (FA) que impulsaba un cambio de rumbo. Mientras tanto, para la mayoría de los países de la región, incluido Uruguay, declinan los prestigios asociados a la noción de centro toda vez que se registra mayor desapego social hacia las instituciones de la democracia, y crece una expresiva reconciliación social con las soluciones autoritarias o no tan democráticas2. Aunque la autopercepción sobre la excepcionalidad uruguaya siempre aporta argumentos para descalificar en clave nacional lo que vengo argumentando, intentaré sostener mis dudas.

En primer lugar, señalo una paradoja que comprime a la oposición uruguaya. ¿Cómo harán los partidos desafiantes para derrotar al FA en el centro sin demoler simultáneamente el valor político y cultural de lo que el centro representa en la sociedad uruguaya? La pregunta tiene sentido porque el centro político uruguayo está simbólica y electoralmente ocupado por el FA. El FA es el centro, aunque en su interior haya quienes se dicen, piensan y actúan de izquierda, y también haya robustos centrismos en otros partidos. Durante los 15 años de gobierno el FA logró asentarse en ese lugar político con fuerza suficiente para sofocar a sus rivales. Ejemplo evidente es el Partido Independiente, formación que chisporrotea y no se apaga durante décadas, pero tampoco llega a encenderse, como si fuera una vela con el pabilito húmedo. Si bien los desafiantes parecen dibujarse con chances de éxito, su dilema sigue siendo cómo demoler el prestigio de ese FA dueño del centro, sin favorecer el progreso antipolítico. Una ecuación cuya dificultad estalla junto a los alegres gritos de campaña del tipo “si estás harto de ellos, es ahora”. Porque la apelación “harto de ellos” convoca odio sobre un espectro mucho más amplio que el FA y es la consigna por excelencia de la antipolítica. No parece fácil combinar la urgencia con la moderación ni construir atajos democráticamente virtuosos en la época de la política espectáculo.

La realidad, esa cruel adversaria

La tendencia a fugar de la realidad es otra dificultad asociada a la disputa por el centro en la coyuntura actual, un desafío que afecta por motivos diferentes a desafiantes y desafiado.

Más allá de los moderados eslóganes evolutivos y la promesa de mantener lo bueno, los desafiantes no tienen facilidades para desplegar una campaña de debate político serio si no explicitan algo que no pueden siquiera pronunciar. Esto es que las transformaciones que hicieron mejor a la sociedad uruguaya obedecen a la presencia del FA en el gobierno y, sobre todo, que esos cambios no estuvieron ni están en la agenda de interés de los partidos desafiantes. Tendrán pocas chances diferentes que refugiarse en la acumulación de desprestigio ya construida en torno al FA, un Frankenstein armado con verdades, medias verdades y mentiras descomunales. El repertorio está a la vista y probablemente se active en el juego múltiple de posverdad a nivel de medios masivos, flujo de noticias falsas, y uso de nuevos instrumentos de la conducción de la opinión política. El problema vuelve a ser, nuevamente, que el único beneficiario seguro de ese juego es el agente antipolítico.

Tampoco el FA aporta mucho, por ahora, para anclar la campaña electoral en las demandas objetivas y subjetivas de la sociedad y dotarlas de un sentido político que movilice voluntades. En este campo sus responsabilidades no son mayores ni menores que las de la oposición, sino diferentes.

El FA no parece tomar nota de la dosis de frustración que acompaña el final del ciclo progresista a nivel regional. Una frustración que se alimenta igualmente de los grandes logros del progresismo como de sus errores cruciales. Entre los primeros anoto la expansión de expectativas colectivas, la transformación de la demanda de justicia en discursos de Estado, la concreción de antiguos y nuevos derechos, el aumento de la cultura general, de la educación, una mayor apropiación social de lo que la democracia puede significar. El error crucial fue que sus partidos se concentraron en el dividendo electoral de los años de crecimiento y aplicaron a las sociedades una dieta cero de política, reduciendo toda su política a política social. Entre otras consecuencias de semejante reconfiguración de su hacer político, los progresistas cargan sobre sí y adoptan como propias las restricciones del sistema. Abandonado el trabajo político de explicar el sistema, la despolitización progresista contribuye a la eclosión de los conflictos como malhumores y malestares. De esta manera afronta una campaña electoral cuys bases políticas y sociales están dispersas, mientras que el poder de sus adversarios nunca dejó de fortalecerse. El malestar despolitizado caerá en primer lugar sobre los progresismos en tanto gobernantes del sistema, favoreciendo el flujo de fichas a la baza de quien enuncie el malestar con más radicalidad y urgencia.

Una voz de orden

Como apunte final aparte quiero mencionar un nudo de sentido común que ata los discursos de todos los partidos, frente a los llamados principales problemas del país. Me refiero a la urgente necesidad de poner orden. Algún orden, porque algo hay que hacer. No importa si se habla de criminalidad y violencias, reforma de la educación, recreación de la noción de trabajo, relaciones interpersonales, migraciones y desplazamientos humanos. Cualquier tema se aborda primero desde el par orden-desorden, atravesado por un hilo conceptual totalizador, moralizante y también despolitizado. No todos los agentes hablan de los mismos temas. Tampoco todos propenden al mismo orden ideal. Lo que nadie impugna es la urgencia de llegar al orden. No es creíble que todos los agentes de la política sostengan semejante discurso con convicción verdadera. Más bien parece que estos discursos aportan un consenso de sistema, una tregua, que permite a los rivales electorales concentrar sus energías en aquellos planos donde sienten poder lidiar con ventaja sobre los demás. El problema es que, instalado como consenso del sistema, el discurso de orden se convierte en un bloque de sentido donde se hará fuerte quien aporte certeza de hacer lo necesario y hacerlo sin reparar en costos. ¿Habrá alguien que tenga mejores chances para capitalizar este sentido de época, que un utópico del orden, radicalizado y que no duda de nada?

Rafael Sanseviero es coordinador de proyectos de la fundación Friedrich Ebert en Uruguay


  1. Omito citas y referencias para una cómoda lectura. Los dichos que comento están disponibles en numerosos medios. En particular uso un reportaje publicado en Búsqueda el jueves 4 de julio de 2019. 

  2. Ver Latinobarómetro 2018. 

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