“No se pudo”. La frase que recorre el gobierno hoy, reverso exacto de su eslogan de campaña histórico (“Sí, se puede”) se mira en el espejo de la Historia para encontrar en ella el consuelo final. Un relato en el que alojar la conciencia. Macri y su círculo pregonaron desde el vamos una referencia que es habitual: el ex presidente Arturo Frondizi y su marca “desarrollismo”. ¿Qué problema tuvo Frondizi? No pudo, no lo dejaron. La resistencia peronista, los planteos militares; da lo mismo. El hombre que quiso hacer un desarrollo sin peronismo, capaz de tejer una conversación que se podía extender de Kennedy a Guevara, quedó en la Historia como el estadista frustrado.
Otra referencia que es el lugar más común: Arturo Illia. Un político que suma todas las debilidades, y por lo tanto, el “más demócrata”. El presidente-tortuga, hazmerreír de la prensa, de los militares, del sindicalismo, de medio mundo. Luego Raúl Alfonsín, verdadera figura en disputa por izquierda y por derecha, que el macrismo prefirió retratar en la estatua de su caminata final, en los jardines de Olivos, cuando le entregaba el poder a Carlos Menem en el crudo invierno de 1989. Y por último, Fernando de la Rúa, a quien Macri despidió como una buena persona, cuya muerte envuelta en la solemnidad oficial pareció advertir la otra versión que explica su caída en 2001: no su incompetencia brutal, sino las “conspiraciones”. Uno más al que “no lo dejaron”.
Los cuatro presidentes nombrados no son tanto cuatro radicales como cuatro “no peronistas”, todos víctimas de esa “maquina de impedir” que sería la Argentina peronista. Macri se consuela con inscribirse en esta saga de lectura maniquea que incluso, en algunos casos, deshonra la memoria que viene a honrar, porque los aplana y uniforma bajo un mismo signo. Son las víctimas de los últimos 70 años. Macri quiere ocultar el elefante de su fracaso en ese museo pasteurizado.
Porque el problema del macrismo fue precisamente el inverso: que sí pudo. “¡Sí, se pudo!”. En líneas generales, la situación argentina actual es una consecuencia directa de la puesta en práctica de las premisas políticas –y filosóficas– del corpus ideológico del macrismo. Más que la oposición peronista, a la que derrotó dos veces y que estuvo dividida durante los casi cuatro años de su gestión, su verdadero límite político fue programático, e interno, más que externo. Fue el choque entre su teología y la realidad nacional que debería darle sustento. El macrismo implicó, en definitiva, una máquina de impedirse a sí mismo. Cayó por su propio peso.
¿Y dónde está el piloto?
Llegar al poder para devolverlo. Desde el inicio, el punto central de la cosmovisión del jefe de Gabinete, Marcos Peña, y del asesor Jaime Durán Barba giró en torno a una idea de la política, de sus límites y, sobre todo, de sus “prohibiciones”. Las tablas de la ley peñista empiezan, como las de Moisés, siempre con un No. El mantra recurrente de la política mínima y casta –“No interferirás”– se complementa con una idea fetichizada de la sociedad civil en su conjunto: depositaria de todas las virtudes y todas las buenas iniciativas. La política, así entendida, no puede ni debe proponer nada, de ahí esa sensación de vacío que siempre existió cuando cualquiera preguntaba sobre la naturaleza concreta del tan mentado “cambio”. “Sí se puede”; ¿pero se puede qué, exactamente? El macrismo respondía poniéndole el micrófono a la tribuna, tercerizando siempre el núcleo central de la decisión. Un gobierno cuyo proyecto esencialmente antipolítico puede encontrarse mucho más en este punto ciego que en la cuestión, incluso mas folclórica, de la “reivindicación de la rosca” que ha hecho el presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó.
El macrismo no propuso una agenda activa ni transformó prácticamente nada en términos de políticas públicas: no existió “revolución educativa”, “Conadep (Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas) de la Corrupción”, “disolución de la AFI (Agencia Federal de Inteligencia)”, ni “reforma del fuero federal”. La gestión Macri es una cuyos objetivos parecen encontrarse sólo al principio y al final: demostrar que era posible ganarle al peronismo y ser el único gobierno no peronista en finalizar su mandato. Modestos objetivos que en su “peronicentrismo” sólo sirven para reconfirmar en la práctica dónde queda el sol del sistema político argentino, y cuyo resultado no tan paradojal fue reconstituir ese peronismo como un actor unificado. Más que un gobierno, el macrismo fue una lectura sobre la sociedad, una charla TED que duró cuatro años. Un diagnóstico móvil que sólo parece haber surgido para confirmar sus prejuicios.
El brillante sociólogo Ricardo Sidicaro dijo alguna vez que en 2001 la sociedad gritó “que se vayan todos”, pero los únicos que se fueron al final fueron los partidos. De manera análoga, Durán Barba sentenció: “Que se vaya la política”, y la resultante no fue un “todo el poder a la sociedad”, sino todo el poder al mercado, en su formato contemporáneo más despiadado. Las consecuencias de esta lenta y deliberada deconstrucción del poder político, cuyo momento estelar tuvo lugar en la tercerización definitiva de la política económica en el Fondo Monetario Internacional (FMI) –retrospectivamente, el momento en el que terminó el gobierno de Macri–, son las que el mismo macrismo termina sufriendo en su retirada. Un presidente que no controla prácticamente nada por decisión propia y cuyo desenlace determina que el próximo gobierno deberá, como en aquellos lejanos 2002-2003, reconstruir la autoridad presidencial.
Más allá de la agenda estrictamente económica, la dinámica de la primera reunión entre el candidato del Frente de Todos, Alberto Fernández, y el FMI tiene este telón de fondo: ¿cómo y de qué manera puede empezar a reconstituirse la decisión política en la Argentina? Tras las Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) y el triunfo contundente del opositor Frente de Todos, el macrismo actuó por reflejo de este modo: el nuevo Boletín Oficial es la cuenta de Twitter de Alberto Fernández. Llegar al poder para devolverlo significó también tercerizar el poder en las fuerzas del mercado (Clarín, Sociedad Rural Argentina, capitalismo de plataformas). “No devalúan los gobiernos, devalúan los mercados”, dijo Marcos Peña en una descripción cuya literalidad no nos tapa el bosque de lo que dijo de fondo: acá no está el poder. La linealidad algorítmica de su antikirchnerismo: el 10 de diciembre de 2015 encontraron demasiado poder en la Casa Rosada, en Balcarce 50. Y entonces, no desguazaron el Estado, desguazaron el poder político.
El fin de la historia
“Debimos haber prestado más atención a la dinámica de la deuda: los países con mercados emergentes pueden tener que adoptar medidas más prudentes que las que concebimos en relación con la deuda pública externa. Si el sector privado de un país tiene acceso a los mercados internacionales de capital –lo que ciertamente es beneficioso– al sector público le resulta peligroso recurrir también, en demasía, a un financiamiento poco costoso”. La cita pertenece a un ilustrativo informe hecho por la ex primera subdirectora gerenta del FMI Anne Krueger, llamado “Prevención y resolución de crisis: las lecciones de Argentina”, y fechado el 17 de julio de 2002. Es reveladora de que no sólo el gobierno argentino hizo de la ignorancia histórica una de sus premisas ideológicas. El olor a esquema Ponzi que recorre la Argentina no es de exclusivo patrimonio nacional: el Telar de Mauricio fue una construcción que tuvo, por lo menos, tres protagonistas centrales: el gobierno argentino, el FMI y Donald Trump.
La autoproclamada idea de “lo nuevo” intoxicó la subjetividad del gobierno desde el vamos: una obsesión por narrarse a sí mismo como “sin pecado concebido” que necesitaba del ninguneo de la experiencia histórica como fuente de valor. La voracidad en la toma de préstamos fue tan intensa y desmedida que parecía provenir de una administración que recién hubiese aterrizado en la Argentina. “Deuda” y “Argentina” son palabras que tienen entre sí la misma connotación dramática que la que existe entre “Maradona” y “cocaína”. Fuimos mendigos del mundo, los que piden plata en el tren de la historia. Macri lloró en el Colón. Fue hace un siglo pero fue ayer. Lo rodeaba “el mundo”. Merkel, Macron, Trump, Putin, etcétera. Esos líderes no eran demasiado humanos, eran demasiado particulares. Demasiado alemana, demasiado francés, demasiado norteamericano, demasiado ruso, demasiado chino, y así. Pero incluso todos juntos y con la mejor de las voluntades no podían tener para la Argentina la solución que los argentinos no tienen para sí mismos.
La administración Macri se lanzó a la deuda llena de argumentos sobre los “puntos de la tasa” y sin ninguna conciencia del peso de la propia historia que sobredetermina también, en el caso argentino, el comportamiento de los actores económicos, tanto internos como externos: no se le está prestando a cualquiera, se le está prestando a la Argentina. Una frivolidad letal que estalló poco después de las elecciones de 2017 y que hizo que el gobierno de los brokers alfa cometa su segunda gaffe histórica: el acuerdo con el Fondo, resistido incluso por el mismo Luis Toto Caputo, ex presidente del Banco Central Argentino.
El día que deprimió a un país entero fue explicado con criterios estrictamente financieros y de “tasa”, pero más allá de la euforia oficial y del regodeo con la directora del FMI, Christine Lagarde, fue anotado por todos como el giro oficial del reloj de arena del tiempo del gobierno. Un macrismo que a partir de ese instante sólo fugó hacia delante y que hizo de la reelección oficial su única política pública, atándose al pie el resto de la economía argentina en un orquestado operativo chantaje que se resumía en una máxima: “o me votás o defaulteás”, y que retornó después como un boomerang violento. Beneficiarios centrales de su modelo, la Grieta les estalló en la cara. Cristina se corrió, Macri no. Perdió la Grieta.
Un mundo feliz
En tiempos de un Donald Trump que actúa como una suerte de Guillermo Moreno del capitalismo americano –prohibiendo importaciones de tornillos y subiendo aranceles por teléfono; la mano visible del mercado–, el macrismo reafirmó su creencia en el automatismo financiero del sistema mundial, uno que castiga a los populistas y recompensa de manera mecánica y sistemática a sus fieles. Gagos en un mundo de Giuntas.
Porque la política exterior de la Argentina funcionó en sus versiones más eficaces como un mecanismo para solidificar los temas principales de la agenda nacional y darles un sostén internacional. Fue así en 1980, con el mantenimiento y consolidación de la democracia –la estrategia de Dante Caputo se ordenaba en el estrechamiento de lazos con las democracias europeas y el fomento del entorno democrático en el Cono Sur– y también en los años 90, con la reconversión económica y la reforma del Estado, objetivos que explican en gran medida la política de alineamiento con Estados Unidos, el “realismo periférico” menemista. La política del primer kirchnerismo y del fin del consenso de Washington buscaba de igual manera apuntalar el proceso de reconstrucción luego de la megacrisis. Una política internacional que se ordena de adentro hacia fuera, para decirlo fácil.
El macrismo fue al revés: no buscó el auxilio del “mundo” para una agenda determinada. Fue a buscar la agenda en sí –y el programa económico para toda una nación– basándose en el presupuesto ideológico de que la sabiduría de los “países a los que le va bien” es un bien universalizable y gratuito. Toda la relación y el equívoco de esta época se jugó ahí: el mundo entendido como el mundo proyectado de una clase social.
Un peronismo para la Argentina y no una Argentina para el peronismo
¿Cuál es la tarea de este nuevo peronismo? Son muchas, pero será necesario empezar a nombrarlas. Seguramente tendrá en la reconstrucción de su propia relación con el mundo y en la articulación de una nueva política exterior uno de sus desafíos principales. Y no porque el peronismo porte necesariamente el estigma internacional que le cuelgan sus opositores históricos, sino porque llegará al poder con el Brasil de Jair Bolsonaro, un Mercosur en crisis terminal, una Venezuela colapsada, una guerra comercial global entre gigantes y una Unión Europea debilitada, mientras intentará encontrar apoyos para la renegociación de su propia deuda. Un escenario que obligará a la construcción de una tercera posición renovada entre la marginalidad imposible del “vivir con lo nuestro” y la celebración tilinga de “lo internacional” como respuesta a todo en el marco de una tormenta del mundo. Reconstruir la autoridad presidencial, reconstruir la relación con el mundo, reconstruir el valor de la moneda, reconstruir el poder político.
La unidad del peronismo no asomó como suma de las partes, ni como obra de un maquiavelismo profesional, sino como síntesis y necesidad profunda. Esta sociedad que pelea y discute derechos, creencias, salarios, ciencia y hambre merece una política a su altura. Y ese será el desafío del nuevo gobierno. Estar a la altura de la Argentina y de su Historia.
Este artículo fue publicado por Panamá Revista