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El MAS: una estructura en resistencia en Bolivia

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El 18 de octubre, el binomio del Movimiento al Socialismo (MAS) conformado por Luis Arce y David Choquehuanca se sobrepuso al movimiento ciudadano de 2019 que condenó el fraude electoral, a la ausencia de Evo Morales en la papeleta de votación y a la virtual segunda vuelta anunciada por las encuestadoras y esperada por la oposición. Uno de los factores más relevantes para esta victoria fue la reconfiguración interna del MAS, luego de la renuncia de Morales y la cúpula de este partido, y la construcción de alianzas a partir de la profundización del clivaje étnico y regional.

El MAS se había quedado sin ningún liderazgo visible en el Legislativo y en las calles. Jeanine Áñez inició una persecución política a la dirigencia y los funcionarios masistas, y desarticuló –momentáneamente– este partido. Sin embargo, a diferencia de las alianzas políticas que surgieron en el último año para competir en las elecciones, tales como Comunidad Ciudadana y Creemos, el MAS contó desde su fundación con una estructura política comunitaria y sindical, que con los años se consolidó como un partido poco convencional, representado por el MAS-IPSP como sigla para fines electorales y por el Pacto de Unidad, que reúne a las organizaciones sociales afines a este partido y definen las estrategias de defensa del proceso de cambio, como estructura popular.

El MAS nació como un movimiento político (1994) de las organizaciones campesinas indígenas, y luego del primer gobierno (2006) llegó a aglutinar a un gran número de sectores sindicales, obreros, empresariales y de clase media, ya fuera a partir de su afinidad ideológica o por una lógica de intereses. Una de las principales razones por las que este partido consiguió una hegemonía electoral a nivel nacional fue la conformación de nuevas alianzas con sectores conservadores y opositores a Evo y al MAS, asentados territorialmente en el oriente boliviano. Así, el partido de los movimientos sociales se erigió como una máquina electoral de la mano de un líder caudillista y con una democracia interna débil, pero con una militancia leal.

Para las elecciones de 2019, la figura de Evo y la falta de renovación de los liderazgos hicieron que el MAS sufriera un profundo desgaste. La repostulación de Morales, por cuarta vez consecutiva, a los comicios electorales, en contra de los resultados del referéndum del 21F, mostró para muchos el carácter autoritario de este gobierno, y aquellas alianzas con los sectores conservadores, sin ninguna militancia y lealtad a este partido, se alejaron. El Pacto de Unidad también sufrió un desgaste, porque gran parte de la dirigencia se burocratizó en puestos gubernamentales, sin contar con ninguna renovación.

Sin Evo, tras la crisis política y social, durante los primeros meses surgieron en el MAS muchas contradicciones internas, principalmente entre aquellos que optaron por el camino del exilio y quienes no renunciaron a sus cargos. Uno de esos momentos fue la selección del binomio presidencial. En Bolivia, y desde la militancia del altiplano, apoyaban una candidatura indígena campesina, encabezada por David Choquehuanca, ex canciller, y el joven líder de los productores de hoja de coca en El Chapare, Andrónico Rodríguez, alejándose así de la clase media, quien era condenada por las bases del partido debido a su alejamiento del proceso de cambio. Sin embargo, al igual que en otros comicios, los candidatos fueron finalmente designados por Evo y la cúpula de este partido en el exilio y, así, nació el binomio Arce-Choquehuanca.

El MAS, una vez más, aprovechó su estructura orgánica y las prácticas que le dieron su primer triunfo electoral en 2005: una campaña de puerta a puerta y multitudinarios mitines.

El binomio del MAS trató de alejarse del fantasma de Evo para lograr de nuevo el apoyo de la clase media, pero Evo, además de ser el jefe de campaña del MAS, acompañó este proceso electoral desde Argentina. Las plataformas sociales fueron el nuevo espacio de interacción, especialmente con el movimiento cocalero y las organizaciones fundacionales de este partido y arraigadas en El Chapare.

Estas desafecciones sólo pudieron superarse a partir de un enemigo común: una fuerza opositora profundamente racista y discriminatoria encarnada por el gobierno de Áñez. Si para 2002 el embajador de Estados Unidos, Manuel Rocha, fue el mejor jefe de campaña del MAS, en este proceso electoral fue el gabinete de Áñez, y principalmente su ministro de Gobierno, Arturo Murillo, quienes asumieron este papel. Pues lejos de tender lazos para la resolución de los problemas políticos y sociales, profundizaron las rupturas étnicas y regionales que caracterizan a Bolivia.

En 2019, el MAS había perdido el apoyo popular en las calles, pero en agosto de este año volvió a rearticularse y aglutinar las fuerzas sociales que estaban fuera del partido –pero sí en el seno del Pacto de Unidad–, para asegurar la fecha de las elecciones nacionales y evitar el prorrogismo del gobierno de Áñez. Además, se estableció una inusitada alianza con el sector indígena campesino liderado por Felipe Quispe El Mallku, quien históricamente fue crítico con el proceso de cambio. Sin embargo, se acabó generando una alianza implícita frente a los discursos y políticas públicas discriminatorias, que sólo atentaban contra la economía en el área rural y los pobres. Entre ellas, una de las más polémicas fue la clausura del año escolar.

Estas confrontaciones internas y externas sirvieron para que desde el Pacto de Unidad se reconfigurara una nueva visión dentro del MAS, de “no sometimiento” interno. Un pacto que, según las aseveraciones de las organizaciones, ayude a sumar a todas las fuerzas sociales originarias, asentado en la renovación de liderazgos como una promesa hacia el futuro, tanto dentro del partido como de las organizaciones, a fin de convertirse en un partido que logre la lealtad del voto de la clase media.

El MAS, una vez más, aprovechó su estructura orgánica y las prácticas que le dieron su primer triunfo electoral en 2005: una campaña de puerta a puerta y multitudinarios mitines –a pesar de la pandemia de covid-19–, sin contar, esta vez, con el aparato estatal que sostuvo las campañas de Evo en los últimos 14 años. Con todo ello, lograron capitalizar el desgaste de las alianzas opositoras, que se centraron en un discurso del miedo y la negación del otro.

María Reneé Barrientos es investigadora doctoral en Estado de Derecho y Gobernanza Global de la Universidad de Salamanca. Una versión más extensa de este artículo fue publicada originalmente en www.latinoamerica21.com.

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