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A lo largo de nuestra escolarización nos muestran una parte de la historia. Por diferentes motivos, por la subjetividad de quienes la cuentan, sólo se muestran “los triunfos”, “los vencedores”, muchas veces porque se desconoce incluso qué fue lo que pasó. No recuerdo a ninguna maestra de mi niñez, ni a docentes de secundaria, ni a docentes en formación docente que hablaran de personas con discapacidad como actores de la historia.

La sociedad ha ocultado a las personas con discapacidad. Muchas veces me pregunté: ¿En los siglos pasados no existían personas con discapacidad? ¿Es algo reciente? Y la respuesta es no, no es algo reciente, siempre existió y existirá.

Algunas veces hemos escuchado decir “el hijo o la hija de tal o cual era enfermo, enferma –un término que hasta el día de hoy existe– y jamás se lo vio salir de su cuarto”. Enfermedad; término que se utiliza mal, ya que la discapacidad no es una enfermedad, porque no tiene cura, porque nadie se muere por discapacidad. La discapacidad es una condición que, dependiendo del grado, me va a permitir, o no, hacer determinadas cosas, voy a tener que adaptarme al mundo.

La falta de información y el no poner el tema sobre la mesa es lo que causa discriminación; estos últimos años lo he comprobado y los niños me lo han demostrado. Mi mayor miedo al estudiar magisterio era enfrentarme a las prácticas docentes, era cómo los niños me iban a recibir (¿me querrían?). Y los niños son mágicos; esa es la palabra justa.

Mucha gente piensa que las personas con discapacidad que trabajan no pueden ser maestras y maestros, que sólo pueden estar detrás de una computadora, de un teléfono. Y eso es triste, no sólo por mí, sino por ellos y por aquellas personas con discapacidad que creyeron que no podían. Es ahí cuando me cuestiono la falta de información que existe, las creencias, los tabúes que existen acerca de la discapacidad.

La mayoría de las veces se asocia a la discapacidad con la discapacidad mental, que también existe, pero que no tiene por qué venir de la mano de la física, o viceversa. Quizás en ese punto tuve suerte: mi familia, amigos y docentes nunca me hicieron sentir diferente, siempre me exigieron lo mismo que a una persona que no tiene discapacidad. Así me olvidé por muchos años de que tengo una discapacidad, hasta que comencé magisterio y nuevamente los cuestionamientos comenzaron, esta vez por parte de docentes: ¿cómo trabajara con niños?

¿Soy la primera estudiante con discapacidad que desea ser maestra? ¿Qué pasa en el sistema educativo que nadie con discapacidad deseó estudiar magisterio? Y por momentos, también: ¿podré con toda la responsabilidad que se necesita para ejercer dicha tarea?; ¿por qué tendría que trabajar de administrativa? Estas preguntas me llevaron a la descabellada idea de querer abandonar magisterio. Por suerte no lo hice, porque tengo el derecho y las ganas de trabajar en esto y para esto.

Una vez que trabaje tendré que convencer a colegas, compañeros de trabajo, padres y madres de alumnos, y quizás a algún alumno no tan flexible como los de hasta ahora. Busqué y buscaré todos los días, mientras ejerza mi tarea, métodos, técnicas, formas de adaptar mi trabajo con un compromiso y responsabilidad iguales o mayores que los de cualquier docente.

Evelyn Marchicio es estudiante avanzada de Magisterio en el Instituto de Formación Docente de Canelones.

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