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¿Qué es ser de izquierda hoy? Una pequeña contribución para un gran problema

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Con alegría he venido siguiendo los artículos de la diaria que reflexionan sobre el resultado electoral y la realidad del Frente Amplio (FA), retomando el pensamiento crítico (que va más allá de las supuestas autocríticas), sin el cual es imposible la creación de un futuro más humano.

Esos artículos nos brindan una lectura de la realidad que toma distancia con respecto al pensamiento hegemónico, y analizan críticamente aspectos de la realidad del FA que contribuyeron a su derrota electoral. En pocas palabras: mimetización del FA con los partidos políticos tradicionales, luchas internas de poder que reproducen las relaciones vigentes en la sociedad que dicen, y sin duda que sinceramente, querer transformar, y poca elaboración de un proyecto país que vaya más allá de los programas elaborados por comisiones ad hoc. Proyecto es más que programa.

Esto no es novedad. Históricamente, cuando la izquierda se convierte en un partido político, pierde con el tiempo su originalidad carismática para convertirse en “partido político”. Max Weber llamaba a este proceso “rutinización del carisma”.

Pero mi pregunta del título sitúa la reflexión en un plano más genérico que trasciende la realidad del FA, aunque la incluya. En primer lugar, la sitúa en el complejo contexto geopolítico en que se juega. La sitúa también en un momento en que el campo semántico, el mundo de las significaciones o, si se quiere, lo que se ha convertido en “sentido común”, está dominado por la derecha y crecientemente, por la ultraderecha (ver Austria, Alemania, España, Francia Brasil, Colombia...) como respuesta al miedo. Poco importa que sea inducido por la amenaza del terrorismo, por el narcotráfico, por la delincuencia o por los migrantes. Lo que importa es el miedo en sí, inducido como instrumento político, y las respuestas psicológicas de la gente que se traducen en decisiones políticas al momento de votar. Ocupar el espacio semántico significa dominar qué se puede decir y qué no.

Uruguay no es excepción. Cuando alguien se atrevió a nombrar la palabra “oligarquía” se produjo una conmoción aun dentro del FA. Palabra prohibida, entre otras muchas. Luego, cinco partidos se unen para derrocar al enemigo que se atreve a optar por los más desposeídos.

Ya en el siglo pasado, Herbert Marcuse hablaba de la notable capacidad de la sociedad contemporánea para “frenar el cambio social”.

Estamos en un momento sin duda apropiado para preguntarnos qué es ser de izquierda hoy, para recuperar el espacio perdido al nivel del lenguaje socialmente aceptable y para generar no tanto votantes, sino conciencias liberadas de los condicionamientos impuestos por los modernos medios de incidir, como nunca, en las profundidades del yo.

Históricamente, el binomio izquierda-derecha surge en la Convención de la Francia de 1789: a la derecha, los girondinos, que limitaban el poder real pero sin conceder el voto a las clases pobres, y a la izquierda, los jacobinos, que querían abolir definitivamente la monarquía y garantizar el derecho a voto para todas las clases sociales. Desde el comienzo se enfrentaron dos concepciones de poder: uno centralizado en el monarca y la nobleza (derecha), y otro centralizado en el Tercer Estado, el pueblo todo, con toda la complejidad de su constitución (izquierda).

Ese binomio izquierda-derecha ha ido evolucionando en sus contenidos según los contextos. El paso de la Edad Media a la modernidad permitió, mediante la revolución política e industrial, la hegemonía económica y política de la burguesía. La gran industria (máquina a vapor, desarrollo de las comunicaciones…) sustituyó el modo de producción medieval y generó en las fábricas, la opresión de campesinos y artesanos convertidos en una nueva clase social, el proletariado obrero, incluidas las mujeres y los niños, en condiciones inhumanas de trabajo.

Estas dos revoluciones cambiaron la estructura social: las nuevas clases sociales no estarían ya determinadas por el nacimiento (títulos nobiliarios), sino por el poder económico o ausencia de él. Y en consecuencia, cambia también el eje de las oposiciones: nobleza-burguesía dejó su lugar a la oposición burguesía-proletariado.

Izquierda será entonces, por un lado, los intelectuales que postulan organizaciones sociales comunitarias (los socialismos utópicos) y, por otro, la masa de proletariado oprimido que generará rebeliones rápidamente reprimidas por el poder vigente tanto en Francia como en otros países de Europa: 1830, 1848 y, sobre todo, la Comuna de París de 1870, que apenas duró dos meses. En este nuevo contexto, “izquierda” tendrá la connotación de emancipación de las clases oprimidas, y “derecha”, el poder de dominación.

Mientras esos hechos se daban en Europa, en América Latina se iniciaban, a partir de 1810, los procesos de emancipación de España, con oposiciones entre las elites que Artigas llamaría “los malos europeos y peores americanos”, abiertos a la influencia británica, y los criollos, mestizos y aborígenes en búsqueda de la emancipación total y de la unidad americana, luego fracasada. No se hablaba entonces de izquierda-derecha, pero sí era clara la oposición entre emancipación y dependencia, en este caso, de la influencia británica en los procesos políticos de la región, que culminó con la balcanización del continente. Era necesaria la libertad de comercio, para alimentar el progreso de la revolución industrial europea, con las materias primas de esta región: metales, cueros, algodón...

Volvamos a Europa. Dejemos de lado los avatares de la izquierda europea, los ya mencionados socialismos utópicos y los enfrentamientos entre los comunistas (de inspiración marxista) y los socialistas y anarquistas, así como la organización de asociaciones obreras a nivel internacional. Nos centraremos en la primera experiencia histórica de institucionalización del socialismo en lo que fue la Unión Soviética.

Y comenzaremos por el fin. 1989 fue, sin duda, un año clave para la izquierda: la primera tentativa histórica de crear una sociedad socialista fracasó con el rápido colapso de la URSS. Ese colapso produjo en el mundo intelectual de izquierda reacciones de desconcierto e incertidumbre –“izquierda punto 0”– o propuestas de reconstrucción –“la idea del comunismo”, “depois da queda”, “reinventando a esquerda”–.

Sólo algunas citas a modo de ejemplo: “Debe darse por terminada la apnea de cuantos han continuado y continúan considerándose ‘de izquierda’ aun sin saber con la seguridad de antaño cuál es el significado exacto de la expresión” (Steven Lukes, Punto 0); “Si el comunismo se ha hundido, la derrota le corresponde a la izquierda. Sería inútil no llamar a las cosas por su nombre” (Bobbio, Punto 0); “Nos encontramos en un período de incertidumbre y de confusión. El hundimiento del comunismo debía abrir nuevas oportunidades a la izquierda democrática, pero su efecto inmediato ha sido el de plantear interrogantes a muchos militantes de izquierda [...] ortodoxos sobre el sentido [...] de la historia” (Walzer, Punto 0).

Todos estamos condicionados por esa racionalidad capitalista que ha formateado nuestra subjetividad y que reproducimos espontáneamente en nuestras conductas cotidianas.

Personalmente me causa asombro esta identificación del colapso soviético con el cuestionamiento del socialismo y las preguntas radicales sobre la izquierda. Eduardo Galeano, en un artículo publicado en Brecha en 1990, titulado “Los muertos saludables. El niño perdido en la intemperie”, dice en forma irónica: “Estamos todos invitados al entierro del socialismo. Yo confieso que no me lo creo. Estos funerales se han equivocado de muerto”.

¿Cuál ha sido el muerto en este entierro? ¿Cómo explicar esa rápida caída del sistema luego de 70 años de experiencia? ¿Qué fue lo que cayó realmente con el régimen soviético?

Para encontrar al verdadero muerto, sugiero el análisis de sólo un aspecto (entre muchos otros posibles) de ese fracaso: la concepción de Lenin de revolución cultural (ver Alternativas para una acción transformadora: educación popular, ciencias sociales y política, Ricardo Cetrulo, 2001, cap. 3). Esto nos dará elementos importantes para responder a nuestra pregunta: ¿qué es ser de izquierda hoy?

La idea básica es que la URSS modificó la estructura económica –la economía centralizada en sustitución del mercado, y la estructura política, el centralismo democrático con un partido único–, pero dejó intacta la racionalidad subyacente al sistema capitalista.

Una primera pista la tuve cuando en 1976, en un programa de la televisión francesa sobre la televisión soviética, un alto comisionado de la comunicación respondió a la pregunta: ¿qué es el hombre nuevo soviético? Contestó: “El hombre nuevo soviético es el hombre capaz de ensamblar en el espacio dos cápsulas espaciales o de construir una vía férrea a 40 grados bajo cero a través de Siberia”. Esta afirmación me llevó a investigar la concepción de Lenin sobre la revolución cultural que se supone, en una perspectiva marxista, debe acompañar un cambio en la estructura económica. Y encontré en su libro La cultura y la revolución cultural una pista que me llevaría a responder a la pregunta del título.

Lenin repite una y otra vez su admiración por los logros del capitalismo: “Hay que tomar toda la cultura del capitalismo y construir el socialismo a base de ella”. “Hay que tomar toda la ciencia, la técnica, todos los conocimientos, el arte”, continúa.

El supuesto socialismo de la URSS tenía en su seno el caballo de Troya del capitalismo.

Agnes Heller señala a este respecto que la URSS compite con Occidente sobre las mismas bases de la modernidad. Y al decir modernidad se refiere al proceso iniciado por Francis Bacon en el siglo XVII-XVIII de un nuevo tipo de racionalidad íntimamente ligada al desarrollo del capitalismo a través de la tecno-ciencia. Las ciencias naturales se constituyen en una forma de poder sobre la naturaleza. Como él mismo lo dice: conocimiento es poder. Una nueva lógica basada en la manipulación de la naturaleza generará los desarrollos tecnológicos de los siglos XVIII en adelante.

Esa misma racionalidad la asumirá Augusto Comte en el siglo XVIII en las ciencias sociales, se extenderá luego a la organización de toda la sociedad y se transmitirá por medio del sistema educativo.

No se trata, por tanto, de una racionalidad neutra, sino que está ligada al capitalismo naciente, al servicio de la demanda social de la burguesía de nuevas formas de acumulación del capital.

Herbert Marcuse ha visto muy claramente la relación intrínseca que liga la racionalidad científica con los proyectos sociohistóricos de dominación: “El método científico, que lleva a la dominación cada vez más efectiva de la naturaleza, llega a proveer así los conceptos puros tanto como los instrumentos para la dominación cada vez más efectiva del hombre por el hombre a través de la dominación sobre la naturaleza”.

Como vemos, el capitalismo es más que un fenómeno puramente económico; es una forma de ver la realidad, es la construcción de una subjetividad que nos conforma inconscientemente aun en nuestra estructura psíquica profunda. “Quizá lo más específico sea la idea de integración subjetiva, al intentar redefinir el capitalismo mundial de hoy como una instancia de poder que no se ejerce en el plano de lo visible –de la economía, de las relaciones internacionales, etcétera–, sino, en primer lugar, en el plano de la subjetividad y cuya finalidad fundamental no es el control, sino la producción de subjetividad”, sostiene el filósofo francés Félix Guattari.

Todos estamos condicionados por esa racionalidad capitalista que ha formateado nuestra subjetividad y que reproducimos espontáneamente en nuestras conductas cotidianas.

Y así nos aproximamos a la respuesta a nuestra pregunta: ¿qué es ser de izquierda hoy, en este contexto y teniendo en cuenta lo que hemos aprendido de la caída de la URSS?

En primer lugar, supone la toma de conciencia de los condicionamientos a los que estamos todos sometidos, y la aceptación de una necesaria desestructuración que nos permita una nueva visión de la realidad, una nueva concepción del poder, que sustituya el poder de dominación –poder sobre– por el poder para y el poder con. Asumo, por tanto, la izquierda como una actitud profunda, como un modo de ser en el mundo cuyas características tendremos que ir precisando según el contexto.

Desde esas transformaciones, sin duda dolorosas, se podrá institucionalizar una organización de ciudadanos, que podrá llamarse partido o no, caracterizada por una nueva forma de hacer política.

Ricardo Cetrulo es licenciado en Filosofía y escritor.

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