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No me molesta que haya ganado la derecha; en un país que se pretende democrático, el cambio en el signo del poder nunca puede ser señal de preocupación. Los ciudadanos deben tener la posibilidad de elegir, de optar genuinamente por el proyecto que piensan que más los representa, por aquel que creen mejor para ellos y para el conjunto de la ciudadanía. Es una fortaleza institucional del sistema político en su conjunto que se pueda hacer una elección real. ¿Qué pasaría si los dos grandes bloques políticos fueran identificados como lo mismo? Tristemente, la antipolítica campearía a sus anchas, se abonaría el campo de la desesperanza y la desconfianza en los políticos se consolidaría. El tan mentado y peligroso “son todos iguales” encontraría un terreno firme sobre el cual asentarse. Eso, y no el cambio del gobierno, es lo que nos debería preocupar a todos. La falta de opciones reales, de proyectos claros y distintos es lo que nos debería preocupar. Es imprescindible que haya una opción, que los ciudadanos cansados de A puedan decir “basta, voy a probar con la opción B”.

Lo que sí me molesta es que haya ganado un no-proyecto, un puro significante sin ningún referente o significado real, el tic celeste resucitado. ¿Qué hay atrás de Luis Lacalle Pou? Nada más que ambición personal, sin ninguna capacidad para el ejercicio real del poder en bien de una comunidad. Basta recordar la entrevista que le realizó Gabriel Pereyra en el programa En la mira en 2014: el ahora presidente hizo agua por todos lados, demostrando una profunda ignorancia en aspectos claves de la realidad nacional, como son la educación y la seguridad. No hay razones, a mi entender, para creer que Lacalle Pou ha cambiado, que se ha formado, que ha construido un proyecto alternativo y sólido. Antes bien, parece ser que el ex senador se pasó estos años construyendo su imagen, su discurso, construyendo una narrativa del fracaso del Frente Amplio, pero, eso sí, sin construir una alternativa seria y viable, sin empaparse de realidad. La positiva como significante. El odio a todo lo que huela de izquierda como significado. Nada más. Preparó durante cinco años una campaña publicitaria brillante, construyó agenda y consolidó el discurso público del estancamiento, pero no se preparó para gobernar. Se preparó –y de muy buena manera– para ganar las elecciones, que no es lo mismo que gobernar un país.

A nada de haber asumido, la ineficiencia y la falta de un proyecto alternativo genuino y realizable ya queda expuesta, al igual que el personalismo caprichoso que ha demostrado el reciente presidente.

Aun así, con cinco años a todo ritmo consolidando una imagen, apenas si alcanzó la victoria con una coalición que oscila entre lo frágil y lo contradictorio: el Partido Colorado, que peligró el segundo puesto de la oposición; el partido Cabildo Abierto, que es nada más que la plataforma de lanzamiento de un neomilitarismo populista, representado por Guido Manini Ríos, y que tiene una agenda y unas ambiciones propias que no se molesta en ocultar; el Partido Independiente, que ganó un ministerio con muy pocos votos y, por lo tanto, cuya representación es más que cuestionable; y el Partido de la Gente, cuyo único representante legislativo tiene un pie adentro y un pie afuera de su partido. Esa es la coalición que nos va a gobernar los próximos cinco años, y su proyecto, cristalizado en la ley de urgente consideración, es un verdadero Frankenstein construido por leyes intrascendentes, inconstitucionales e impracticables.

Lo que me preocupa es que, a nada de haber asumido, la ineficiencia y la falta de un proyecto alternativo genuino y realizable ya quedan expuestas, al igual que el personalismo caprichoso que ha demostrado el reciente presidente. Dos de sus ministros claves comenzaron a hacer una lenta retirada desde la vanguardia de las promesas a las trincheras de la realidad, esa de la que nadie habla: la ministra de Economía y Finanzas ahora nos dice que los números eran más complicados de lo previsto (primera advertencia de incumplimiento) y su par del Ministerio del Interior ahora dice que no puede comprometerse con una cifra en la reducción del crimen (segunda advertencia de incumplimiento). Pero este escenario no acaba ahí. Después de denostar la gestión que el Frente Amplio realizó en la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), el nuevo gobierno no es capaz de confirmar un nuevo directorio; después de defenestrar al Ministerio de Desarrollo Social (Mides) de todas las formas posibles, le solicitaron a Eleonora Bianchi que continuara un tiempo más al frente de la dirección de Protección Integral en Situaciones de Vulneración. ¿Cómo puede suceder esto? ¿No estaban preparados? ¿No era ahora? No puede dejar de sorprender que quienes machacaron durante años con la cantinela del cambio y con que nos iban a dar los mejores cinco años de nuestras vidas no sean capaces ni siquiera de designar autoridades competentes para las áreas sobre las que pretenden gobernar. Después de todo, no, no era ahora.

El cariz autoritario del novel presidente tampoco tranquiliza. Sus declaraciones sobre no invitar a Nicolás Maduro a la ceremonia de asunción preocupan; tal vez no debía invitarlo, no quiero discutir eso, pero la explicación es asombrosa. “Esto no es cancillería, esto no es protocolo, esta es mi persona que tomó esta decisión”, afirmó. Un verdadero disparate. ¿De verdad hay que aclararle que su poder político es institucional y no personal? ¿Que si no invita a un gobernante de un país extranjero sí es cancillería, sí es protocolo? No ha sido el único desliz personalista, solo el más reciente. Nobleza obliga decir que el ex candidato del Frente Amplio también anduvo por ese camino cuando, en el debate presidencial, señaló que el que mandaría en caso de ser electo sería él y no el programa de la fuerza política; pero la diferencia está en que esas declaraciones fueron muy criticadas desde las fuerzas de izquierda, mientras que las del ahora presidente fueron elogiadas e interpretadas como un símbolo de fuerza. De no creer.

Lo peligroso de la estrategia cortoplacista que llevó adelante Lacalle Pou es que, insisto, va a seguir debilitando la confianza en el sistema político. ¿Qué va a pasar cuando Lacalle Pou no logre reducir el déficit fiscal, como él espera y prometió? ¿Cuando no pueda disminuir los hurtos, las rapiñas o los asesinatos? ¿Cuando no pueda hacer que mágicamente todos los jóvenes culminen educación media? No quiero dar un discurso agorero, pero dudo seriamente de que el actual gobierno pueda cumplir siquiera uno solo de esos objetivos. El problema con Lacalle Pou es que piensa que todo se arregla a base de voluntad, que él es mejor y más bueno que los demás y que con eso es suficiente. Él sí puede. El golpe con la realidad va a ser duro y lo va a sufrir, pero más lo va a sufrir el sistema político en su conjunto, cuando los votantes esperanzados con los cambios prometidos otra vez se vean defraudados y resoplen dolidos que, al final de cuenta, era cierto que todos son iguales.

Martín Biramontes es antropólogo social y educador en el Centro Educativo Comunitario Bella Italia, dependiente del CETP-UTU.

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