2019 fue para Chile el año del estallido. En casi 30 años desde el retorno a la democracia, el país nunca había enfrentado una crisis como la que se desató el pasado octubre. La sociedad chilena puso en jaque el sistema político, y por primera vez en mucho tiempo los ciudadanos se organizaron y exigieron ni más ni menos que terminar con años de abusos en materia de educación, salud y pensiones a través de una nueva Constitución.
Los primeros días de octubre estuvieron marcados por grandes manifestaciones –tanto pacíficas como violentas– y por saqueos e incendios de edificios emblemáticos, que llevaron al presidente, Sebastián Piñera, a decretar el estado de emergencia y a delegar el resguardo del orden público en las Fuerzas Armadas, algo que, como era de esperar, trajo de vuelta los fantasmas de la dictadura y el recrudecimiento de las movilizaciones. Llegó marzo y la gente volvió a salir a las calles en medio de fuertes represiones. Fue en este contexto que apareció la crisis mundial por el coronavirus. El gobierno de Piñera ya no sólo convive con la crisis social interna: ahora se suma la crisis sanitaria.
A medida que el avance del virus tomaba fuerza en el mundo y comenzaban a surgir los primeros casos en Chile, un apresurado ministro de Salud señaló que la realización del plebiscito para decidir si se redacta una nueva Constitución, convocado para finales de abril próximo, corría peligro por un posible brote severo de coronavirus y por la baja concurrencia el día de la votación que se derivaría de él. ¿Qué le preocupaba al ministro? ¿La legitimidad del proceso o el aumento de los contagios? En un principio prorrogar la realización del plebiscito era, según la opinión ciudadana más generalizada, la excusa perfecta del gobierno para retrasar este proceso. Lo mismo sucedía con el hecho de decretar el estado de excepción y la vuelta de los militares a la calle.
Chile tuvo un rápido aumento de casos de contagio de coronavirus, lo que finalmente terminó con la postergación del plebiscito para octubre y el decreto de estado de excepción por catástrofe. Para un gobierno que ya venía debilitado políticamente esta situación de crisis sanitaria parecía una oportunidad, pero terminó siendo todo lo contrario. Hasta antes del estallido social el gobierno de Piñera se presentaba con una sola palabra: gestión. Y lo enfatizaba, particularmente, en situaciones de crisis. De hecho, la primera presidencia de Piñera, en 2010, comenzó con la gestión de las consecuencias de un megaterremoto. El despliegue de “chaquetas rojas”, que evidenciaba la presencia del gobierno en las calles, lo hacía presentarse como un equipo eficiente que actuaba con celeridad. Luego sucedió la crisis de los 33 mineros atrapados en la mina donde trabajaban. Su gestión le permitió a Piñera recorrer el mundo contando la hazaña. Pero ¿qué le pasa hoy al gobierno chileno? ¿Qué pone en la balanza ante la crisis? ¿Cómo enfrenta este desafío sanitario? ¿Qué rol le asigna al Estado?
Piñera no logra consensos en el interior de su coalición ni tampoco con la oposición. Nadie está a la altura: la “rosca política” es prolongada antes de acordar algún punto y se producen encuentros en el Palacio de la Moneda con figuras de la oposición que, después de los apretones de manos, vuelven a las lógicas partidarias y no logran unifican un relato ante la crisis. Piñera trata de transmitir que se están desplegando todos los esfuerzos para hacer frente a la epidemia, pero tiene a su ministro de Salud, Jaime Mañalich, especulando con la peligrosidad del virus y si podría mutar y volverse “buena persona”. Si hasta hace unos días al titular de esta cartera le preocupaba la realización del plebiscito, hoy por hoy señala que el virus podría devenir inofensivo. A esto se suman las discrepancias dentro de la propia coalición de gobierno. Hay alcaldes del partido de Piñera que han optado por tomar sus propias medidas, primero suspendiendo clases y luego decretando cuarentenas locales.
No obstante, el foco de descoordinación más peligroso en esta crisis es el que se expresa en las diferencias entre el gobierno y el Colegio Médico de Chile, para el que deben prevalecer las recomendaciones que realiza la Organización Mundial de la Salud. Las declaraciones relajadas del ministro de Salud frente a las advertencias de la presidenta del Colegio de Médicos, Izkia Siches, producen preocupación en la ciudadanía. Con un saldo de más de 600 contagios y a 20 días del primer caso de coronavirus en el país, las principales autoridades de salud recién dieron por superadas “sus diferencias”.
Hay un retraso evidente en decretar la cuarentena nacional obligatoria en relación con el número de infectados. Ese retraso no responde a la relativización del virus, sino a una lógica económica. El gobierno piensa primero en “cuánto le cuesta al país esta crisis”, piensa en “cuál es el costo” de tener a toda la población en sus casas. Esa es la lógica de fondo. Nuevamente, el debate enfrenta dos visiones: la que privilegia el modelo económico y la que pondera los derechos esenciales; la que pone énfasis en la economía y la que lo hace en la salud pública (cuando la derecha chilena habla de economía, no habla precisamente del sustento de los más pobres). Pero el gobierno se resiste también a tomar medidas de aislamiento total por temor a saqueos y protestas, como coletazo de la crisis que transita el país.
En Chile, el sistema de salud está regulado por el mercado y el que tiene más dinero tiene mejor atención médica. Lo mismo sucede con la educación y el sistema de pensiones: son derechos que no están sustraídos de la lógica del mercado, y la derecha chilena se siente cómoda con ello. En estos días en que lo que está en juego es el colapso del sistema de salud, el gobierno está actuando de manera lenta, tratando de disminuir lo más posible el impacto en la economía. La medida de cuarentena nacional progresiva no satisface a la población. La gran mayoría de los chilenos saben que ante un brote descontrolado de coronavirus no cuentan con el dinero para asegurar su salud, y han tenido que tomar ellos mismos medidas de precaución. Quienes pueden, de hecho, se han puesto en cuarentena voluntaria. Mientras, las grandes empresas, aquellas que más dinero ganan, siguen funcionando. Sin embargo, aparecen grietas. “Hay que proteger a la gente y no la economía”, señaló recientemente un alcalde oficialista.
Los chilenos no saben quién los sostiene en esta crisis. La descoordinación se suma al modelo privatista y a la enorme fractura social. Las voces más prominentes del gobierno lanzan mensajes erróneos, no sólo desde el ámbito de la salud. También el ministro de Economía, Lucas Palacios, pretendió minimizar la crisis, cuando calificó de “apresurada” la cuarentena obligatoria nacional que dispuso el presidente Alberto Fernández para Argentina.
Chile tiene su espejo en Argentina. El rol que ambos gobiernos le asignan al Estado es diametralmente opuesto. Chile hace meses que vive en condiciones de anormalidad, pero Argentina, que transita de crisis en crisis y que es caracterizado como el país del estallido, hoy es la excepcionalidad en la región. El gobierno de Alberto Fernández, a pesar del contexto económico, cambió el eje con que inició su mandato y volcó todo el poder del Estado a encarar esta crisis sanitaria. Y, con ello, mantiene su relato inicial: “es con todos”, “nos cuidamos entre todos”. Argentina, que atraviesa una fuerte crisis económica y es un país empobrecido, transita esta crisis con más Estado que otros países de la región. Los argentinos parecen saber que el primer deber del Estado es proteger a sus ciudadanos y que “la economía”, tal como venía, puede esperar. Las cuarentenas requieren del apoyo estatal a los más desprotegidos, especialmente en un continente caracterizado por la economía informal.
Todo el trasfondo del debate de las movilizaciones de octubre, que arrancaron en torno de la educación, revive por estos días en Chile y se vuelca ahora a la salud. Ambas son percibidas por el gobierno y por los sectores de derecha como bienes de mercado, y el compromiso gubernamental tras las movilizaciones fue escuchar a los chilenos y garantizar derechos. Ahora bien, la realidad golpea, la salud está en juego y el gobierno mira “la economía”. El avance en medidas concretas, como la cuarentena obligatoria –que, entre otras cuestiones, protege a una gran mayoría de trabajadores, sobre todo a aquellos que se desempeñan en las grandes empresas–, es lento. Y, de hecho, hasta el momento la medida no es considerada totalmente viable por el gobierno.
Los chilenos transitaron desde lo individual hacia lo colectivo para organizarse y exigir sus derechos, y se enfrentaron a un modelo que los condicionaba a pensar sus vidas individualmente. Hoy, con esta lógica ya instalada, son los propios ciudadanos quienes comenzaron a tomar las precauciones ante la demora de las medidas de gobierno. Son ellos quienes se cuidan, pero se saben desprotegidos. Y saben también que en unos meses necesariamente tendrán que volver a profundizar en temas como el acceso a la salud, que hoy está privatizado. La realidad los emplaza nuevamente a hablar sobre desigualdad y redistribución.
El tema de fondo que trae el virus para el mundo entero, y particularmente para países como Chile, es el rol que se le asigna al Estado. En la política chilena se repite la frase “tanto Estado como sea necesario, tanto mercado como sea posible”. Este es el limbo en el que se juega la vida de los chilenos.
Barbara Godoy es periodista y analista política chilena. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.