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Razones para reivindicar a esa vieja vaca sagrada llamada escuela

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50 años atrás, el intelectual Iván Illich, invitado por el ministro de Educación boliviano Mariano Baptista a inaugurar el Congreso Pedagógico Nacional, exhortaba en su discurso a cerrar todas las escuelas del país andino. Dirigiéndose a miles de maestros y maestras, los interrogó preguntándoles si serían lo suficientemente valientes para liberar a Bolivia de su sistema escolar. Desescolarizar la sociedad era el remedio que proponía Illich para terminar de una vez por todas con la escuela, aquella “vieja vaca sagrada” que sólo producía “aspirantes a la sociedad de consumo”.

No fue Illich sino –medio siglo más tarde– un virus el que mandó a todos los maestros a sus casas. Hay quienes califican este acontecimiento como la mayor migración de la historia. Una migración de las aulas físicas a las virtuales que, algunos llegan a pronosticar, adelanta el fin de la escuela. Lo que asumen con ligereza los detractores de la escuela (mucho más interesados en lucrar con la educación que en recuperar los ideales libertarios de Illich) son los complejos procesos que tienen lugar en los establecimientos escolares y las enormes dificultades para recrear aunque sea una parte de lo que se pone en juego en los salones de clase bajo el formato que ofrecen una pantalla y la conectividad a internet.

En este contexto, resulta necesario volver a preguntarse: ¿qué hace a una escuela una escuela? La respuesta parecería obvia. La escuela es el espacio institucional al que asisten niñas, niños y jóvenes para aprender un conjunto de saberes indispensables para vivir en sociedad. Sin embargo, sabemos que la escuela es mucho más que eso, o, al menos, que sus tareas no se reducen a un espacio de aprendizaje ni a la franja etaria comprendida por los menores de edad que integran una sociedad.

Lo primero que hay que decir es que no existe “una” escuela, sino múltiples escuelas (en plural): no son las mismas escuelas aquellas que funcionan en las grandes ciudades que las de los pueblos más pequeños, ni las emplazadas en las grandes urbes que las que se encuentran en los campos de Latinoamérica. Las escuelas funcionan en entornos sociales y culturales que las atraviesan, las moldean y les imprimen perfiles específicos y únicos. La red de escuelas es tan compleja y variada como compleja y variada es la sociedad que asiste a ellas.

¿Qué decir de las necesidades de las poblaciones a las que atiende? Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, alrededor de 85 millones de niños y niñas de la región reciben desayuno o almuerzo en la escuela. Es decir que más de 12% de las personas que habitan nuestro continente también van a la escuela en busca de algo con lo que alimentarse (el porcentaje subiría significativamente si lo circunscribiéramos al universo infanto-juvenil). En todo caso, la pregunta no es tanto si debe o no ser responsabilidad de la escuela ofrecer un alimento, sino qué sucede con ese amplísimo porcentaje de la población cuando no son las escuelas las que garantizan el derecho a la alimentación básica.

La escuela es también el lugar de trabajo de las y los docentes y un espacio de encuentro entre sujetos, en el que interactúan y aprenden a convivir personas con diversos conocimientos y formas de conocer, experiencias de socialización y trayectorias. El sentido de ese trabajo es enseñar a interpretar el mundo, despertar el interés por saberes que fueron seleccionados para ser trabajados en un diálogo entre generaciones.

Seguramente puedan establecerse propuestas pedagógicas más allá de las escuelas, pero las condiciones específicas para realizar trabajos de enseñanza y aprendizaje colectivos, como los vínculos que se establecen en torno a ello, no son tan fáciles de sustituir, y mucho menos de la noche a la mañana. Dicho de otro modo, la escuela es un espacio donde se producen infinidad de relaciones únicas, y sin ellas millones de personas carecerían de cualquier posibilidad de acceder a los más elementales derechos y bienes culturales, políticos y sociales que puede ofrecer una sociedad democrática.

¿Qué hay con la clase? La clase es el dispositivo que hegemonizó la idea que tenemos de cómo se transmite un saber. El salón como un domo envolvente, un espacio pequeño y acotado en el que tiene lugar el aprendizaje guiado por docentes, es el resultado de una larga historia de proyectos e intervenciones en torno a la cultura material de la escuela.

Preparar la clase requiere tiempo y, hecho con dedicación y perseverancia, es uno de los mayores actos de investigación que se pueden realizar. Entre lecturas y apuntes se construye un objeto de saber mediante complejas operaciones de asociación que serán objeto de una –no menos compleja– tarea de transmisión. Dar clase es crear lazos y comunidades a través de un trabajo creativo de articulación de diferencias de todo tipo (culturales, generacionales, etcétera) para que el conocimiento acontezca. Para alcanzar a componer un saber con el mundo es imprescindible preservar ese tiempo y ese espacio –un tiempo “en medio de”– del resto de las tareas cotidianas.

En todo caso, no será un virus sino una nueva avanzada neoliberal la que intentará borrar del paisaje las escuelas, atribuyéndoles costos excesivos o advirtiendo sobre su supuesta vetustez.

Que el espacio de aprendizaje deje de ser el aula escolar y, en su reemplazo, se promueva la conexión a través de pantallas implica transformaciones que van mucho más allá de un cambio en los soportes y las formas en que se pautan los trabajos. Aquí intervienen otros factores: las posibilidades de conexión, el contar con una computadora, pero también que las y los interlocutores están condicionados por la saturación de información que proviene tanto de las propias pantallas como del entorno doméstico en el que transcurre la clase. Si algo define la clase escolar, en cambio, es que esta se transforma en un espacio-tiempo donde la sociedad en cierto modo se mantiene al margen, en donde “se saca a los estudiantes de su mundo y se los hace ingresar a otro”, como sostienen Jan Masschelein y Marteen Simons.

¿Lo antedicho implica renunciar a la posibilidad de continuar enseñando a través de pantallas? En absoluto. Pero allí lo importante es procurar que la clase conserve uno de sus rasgos diferenciales: interpelar al otro y generar perplejidad, plantear alguna buena pregunta, enseñar a pensar contra nuestras propias certezas y “verdades”. Si el gran enemigo a vencer en las aulas es el aplanamiento burocrático del saber preestablecido, ante las pantallas el desafío es dejar a un lado la obsesión por tareas y calificaciones para orientar el esfuerzo a construir un vínculo en torno a aprendizajes que valgan la pena. Es fundamental, en este sentido, otorgar autonomía a las maestras y los maestros para que puedan desarrollar estrategias apropiadas en este sentido.

Un profesor es una voluntad que convoca la inteligencia y despierta la sensibilidad de sus alumnos para actuar coordinadamente y pensar los problemas en común. El Estado debe ser quien garantice las mejores condiciones materiales para que esto se produzca y quien convoque a las fuerzas sociales (sindicatos, movimientos sociales, etcétera) a participar y promover diálogos públicos sobre aquello que debe ser enseñado.

El desarrollo histórico de la escuela ha sido largo y nada hace creer que vaya a desaparecer pronto. En todo caso, no será un virus sino una nueva avanzada neoliberal la que intentará borrar del paisaje las escuelas, atribuyéndoles costos excesivos o advirtiendo sobre su supuesta vetustez. Defender la escuela es defender una de las vigas estructurales del proyecto democrático: la garantía del derecho a la educación. Hace 50 años, Illich llamaba a abandonar la escuela por estar al servicio de los grandes intereses internacionales. Hoy, la escuela es un lugar irremplazable desde donde combatir el paradigma de consumo diseñado por los centros mundiales de poder. Para ello, requiere que las y los docentes se posicionen como intelectuales públicos, apoyándose en el conocimiento profesional que tienen tanto como en la tarea político-pedagógica que se les encomendó.

Nicolás Arata es doctor en Educación, docente de la Universidad de Buenos Aires y director de Formación y Producción Editorial de CLACSO.

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