En estos días, los ataques recurrentes al sistema judicial escalaron hasta la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo (INDDHH).
La INDDHH fue creada en 2008 por la Ley 18.446. Sus cometidos son la defensa, promoción y protección en toda su extensión de los derechos humanos, reconocidos por la Constitución y el derecho internacional. La “INDDHH y Defensoría del Pueblo”, en la denominación dada por la Ley 18.806 de 2011, entró efectivamente en funciones en 2012.
La primera institución de esta naturaleza apareció formalmente a principios de 1800 en la Constitución sueca; no obstante, algunos autores reconocen antecedentes en el siglo XVI. Uruguay incorporó la Defensoría del Vecino en Montevideo y el Comisionado para el Sistema Carcelario en el siglo XXI.
Fue una muy buena noticia que la INDDHH naciera con el consenso de todo el arco político. Sucede que, como ocurre con tantas otras batallas libradas por la academia y la sociedad civil, una cosa es el progreso manuscrito y otra –muy diferente– la incorporación real. Toda sofisticación de la democracia, cada “pantalla” que pasamos, precisa legitimarse con hechos.
La protección, la defensa, la promoción de los derechos humanos, puestas en acción, pisan callos. El ninguneo y las recientes descalificaciones no son otra cosa que el statu quo reaccionando cual bicho de la humedad amenazado.
Un ministro de Estado se atrevió a decir que la INDDHH es un “club político” y el ministerio “no seguirá sus recomendaciones”. Llegó, incluso, a amenazar con promover una acción de inconstitucionalidad. Debemos recordar que en nuestro derecho solo puede promover la inconstitucionalidad de una ley quien se encuentre afectado en su “interés directo personal y legítimo”. Sería bueno saber cuál sería el suyo.
Estas declaraciones fueron precedidas por otras, igualmente infelices, vertidas por el presidente del Partido Nacional, Pablo Iturralde, quien consideró que la INDDHH “favorece determinados planteamientos ideológicos e imita a los comités de base”.
Aunque pretenda contarse como un capricho del gobierno anterior, la INDDHH se creó siguiendo los lineamientos de la Orginzación de las Naciones Unidas, conocidos como Principios de París.
Si estos dichos son graves, más aún lo es el silencio de toda la coalición de gobierno.
La filosofía advierte sobre la tensión que existe entre el avance de los derechos humanos y el ejercicio exorbitado del poder del Estado. Recoge el profesor Uriarte, en su libro Curso de Derechos Humanos y sus garantías, que la Corte Interamericana de Derechos Humanos estableció en su Opinión Consultiva OC-6/86: “En la protección de los DDHH está necesariamente comprendida la restricción del poder etático”.
Los DDHH como conciencia colectiva llegarán recién con el inicio del siglo XIX, época en la que alcanzarán rango constitucional. Pero habrá que esperar al siglo XX para tener una noción de DDHH con dimensión internacional, pero no por ello libre de amenazas. Falta aún para que políticamente comprendamos que un derecho no es algo que alguien te da, sino aquello que nadie puede sacarte.
La protección, la defensa, la promoción de los derechos humanos, puestas en acción, pisan callos. El ninguneo y las recientes descalificaciones no son otra cosa que el statu quo reaccionando.
La secuencia de ataques al Estado de derecho y sus instituciones da cuenta de este proceso en construcción. Es evidente que nuestra democracia, por frondosa y robusta que luzca, aún tiene frutos por madurar. En esa fragilidad, las conquistas devienen vulnerables. Por eso los ataques, además de imprudentes y destemplados, constituyen una enorme irresponsabilidad en, al menos, dos sentidos:
1) Desconocen siglos de conquistas. Creímos por un momento que el goce de los derechos ciudadanos era un lugar al que habíamos llegado. Hasta el siglo XVIII la humanidad sangró la batalla por la consagración de los llamados “derechos de primera generación”: los derechos civiles y políticos del individuo, la vida y la libertad, por ejemplo. La posguerra trajo el reconocimiento de los “derechos de segunda generación”, los derechos sociales, económicos y culturales. La doctrina garantista finalmente consagró la “tercera generación” de derechos, en pleno siglo XX, asociada a la concientización colectiva de los temas medioambientales, de solidaridad, de convivencia pacífica. Hoy la doctrina española y latinoamericana habla de una “cuarta generación” de derechos, vinculados al mundo digital. Todo luce lineal en los libros; pero declaraciones como las mencionadas nos precipitan al primer casillero.
2) Procuran entretenernos mirando el dedo que señala, distrayendo la preocupación ciudadana por la luna. Acá nos tienen, discutiendo si la INDDHH es tendenciosa, si le sobran funcionarios, si es gastadora, si sus integrantes coquetean con la política partidaria. Mientras tanto, los derechos humanos se violentan. En Uruguay se apuñaló a un militante por el único delito de colgar un cartel de su candidato, se ha prendido fuego, pateado y apuñalado a personas por su “delictiva” condición de pobre y su porte de cara; se han configurado episodios de abuso por parte del Estado. Sobran ejemplos donde el problema radica justamente en las soluciones. A esas urgencias debe acudir la Justicia y el sistema; en lugar de perdernos en la niebla.
La tarea de la INDDHH es inmensa y especialmente relevante. En su órbita se halla también, desde 2019, el Grupo de Trabajo por Verdad y Justicia; a ella compete el seguimiento de los testimonios que se han recogido desde la Comisión para la Paz. Y todo contrarreloj, corriendo contra el tiempo y el desvanecimiento de la prueba.
Ese universo debería ser, de modo excluyente, el centro de los desvelos del sistema político y de quienes encabezan el gobierno hoy.
El recurso de cantar lejos del nido es volvedor. Lo vemos con las actas del tribunal de honor de Gilberto Vázquez, constituido en 2006 para investigar su fuga. Las actas reconfirman que en este país operó el terrorismo de Estado; que se torturó, se asesinó y se desaparecieron personas. Que militares uruguayos circulaban por la región con absoluta impunidad en acciones coordinadas de persecución y comisión de delitos de lesa humanidad. Reconfirman que en plena democracia hubo un pacto de encubrimiento que involucró directamente a civiles, antes cómplices de la dictadura. Reconfirman que los militares mintieron y los gobiernos, hasta el año 2000, hicieron que les creían. Tanto es así que, 40 años después, los mismos civiles y militares, honrando los mismos pactos, reestrenan las mismas mentiras y se esconden tras las mismas miserias.
Sin embargo, acá nos tienen, escudriñando en el obrar del doctor José Bayardi y de la doctora Azucena Berrutti, la defensora de presos políticos que recorrió cárceles y cuarteles, la de la huelga de hambre y la revelación pública de los archivos Berrutti. Resulta que ahora ellos son los sospechados de encubrimiento.
El desafío es no perder las referencias; que cada nuevo árbol que nos planten no nos impida ver el bosque.
Únicamente con fiscalías, juzgados e INDDHH fortalecidos podrá reverdecer aquella acumulación histórica en materia de derechos humanos.
Laura Fernández es integrante de Fuerza Renovadora, Frente Amplio.