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La democracia y el declive de las elites

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Leído por Abril Mederos
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Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, se transformó en un libro de época: el ascenso de Donald Trump puso sobre la mesa que quizás la democracia estadounidense es más frágil de lo que parecía. No obstante, la centralidad de la tolerancia y de la contención intraelite como vía para garantizar la salud democrática presenta varios problemas al momento de enfrentar los desafíos autoritarios del presente.

“¿Está la democracia estadounidense en peligro? Es una pregunta que jamás pensamos que nos formularíamos”. Así comienza Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Ariel, Barcelona, 2018). La primera edición en inglés fue publicada en 2018 y rápidamente llamó la atención global. El libro ha sido traducido a varios idiomas y se ha convertido en un best seller politológico. El ascenso de Donald Trump a la presidencia había preparado el terreno para que esta pregunta, que se venía larvando, tuviera todo el sentido del mundo. Pero el éxito de la obra no se debe sólo a su conexión con una creciente inquietud global, sino también a la calidad de un texto cargado de datos expuestos de una forma amena en torno de una idea muy concreta: la centralidad de la tolerancia y la contención intraelite para sostener la democracia.

Sus virtudes han sido muy destacadas. Aquí quisiera ocuparme –sin muchos rodeos– de tres limitaciones que observo en el argumento y que, considero, impiden abordar bien el problema del declive de la democracia, en Estados Unidos y en otras latitudes. Primero, un análisis excesivamente apegado al desempeño institucional en un sentido restringido o, en otras palabras, que ignora o minimiza el problema de la provisión de bienestar y la cuestión de la protección efectiva de los derechos humanos. Segundo, una visión profundamente elitista de la democracia: en esta mirada, casi todo depende de las reglas formales y de las reglas informales de la tolerancia y la contención en manos de las elites (la ciudadanía queda como invitada de piedra). Y, tercero, una mirada etnocéntrica del andamiaje institucional estadounidense, ya sugerida por ese “jamás pensamos que nos formularíamos” que da inicio al libro.

El desempeño institucional, limitado a las reglas y la conducta de los actores

Partiendo de ejemplos como el de Venezuela, Polonia y Hungría, Levitsky y Ziblatt sostienen que las democracias en la actualidad ya no son atacadas como en el pasado, dado que los golpes militares y otras usurpaciones del poder por medios violentos son poco frecuentes. Desde el final de la Guerra Fría son los propios gobiernos surgidos de elecciones los que conducen a las quiebras democráticas. ¿Qué provoca el retroceso? “Es bien sabido que de vez en cuando emergen demagogos extremistas en todas las sociedades, incluso en las democracias saludables”. Para los autores ese es el problema central, la patología que aqueja a las democracias. Por eso sostienen que “una prueba esencial para la democracia no es si afloran o no tales figuras, sino si la elite política y, sobre todo, los partidos políticos se esfuerzan por impedirles llegar al poder, manteniéndolos alejados de los puestos principales, negándose a aprobarlos o alinearse con ellos y, en caso necesario, haciendo causa común con la oposición en apoyo a candidatos democráticos”.

Si los buenos diseños institucionales y los checks and balances (controles y equilibrios entre poderes) efectivos forman un pilar de la buena democracia, el otro lo componen dos normas que permiten el buen funcionamiento del sistema: “la tolerancia mutua, o el acuerdo de los partidos rivales a aceptarse como adversarios legítimos, y la contención, o la idea de que los políticos deben moderarse a la hora de desplegar sus prerrogativas institucionales”, afirman Levitsky y Ziblatt. Ahí se origina, según los autores, el problema que acosa a la democracia estadounidense: una polarización política extrema que ha permitido la emergencia de Trump y que habría ido erosionando la hasta entonces sólida cultura democrática del país.

El argumento se ilustra con varios casos observados en otros países, como el ascenso de Hugo Chávez en Venezuela o el de Alberto Fujimori en Perú. ¿Qué fue lo que pasó en estos dos países sudamericanos? Según Levitsky y Ziblatt, fallaron las elites. Pero no fallaron por no haber sabido escuchar el reclamo de sectores de la sociedad hastiados de la desigualdad y la corrupción, o por no haber sabido responder a las demandas de reforma institucional sobre las que con tanto detalle han reflexionado varios analistas para el caso venezolano.1 Según los autores, “una combinación letal de ambición, temor y errores de cálculo conspiró para conducirlos a cometer el mismo error fatídico: entregar voluntariamente las llaves del poder a un autócrata en ciernes”. La idea del “pacto con el diablo” es la clave en este análisis. Hay un mundo dividido en buenos y malos. Los primeros están encarnados en los partidos políticos como guardianes de la democracia, responsables de “mantener a raya a las personas autoritarias”, y los malos están corporizados en las personas autoritarias, psicológicamente propensas a acumular poder y saltarse las reglas.

Los académicos norteamericanos proponen cuatro indicadores para identificar qué tipo de candidatos suelen dar positivo en una prueba para detectar autoritarismo: a) rechazo o débil aceptación de las reglas democráticas del juego; b) negación de la legitimidad de los adversarios políticos; c) tolerancia o fomento de la violencia, y d) predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación. Es un buen ejercicio al analizar partidos alrededor del mundo, ya que no son pocos los que califican malamente por aquí o por allá (el Partido Popular en España, por ejemplo, sumaría unos cuantos puntos). Obviamente es cuestión de grado. Lo crítico, en mi opinión, no está aquí, sino en centrar todo el argumento en las características y aptitudes de los líderes y todas las posibilidades de “salvación” en la capacidad de las elites de no dejar pasar a estos líderes, una propuesta conceptual reduccionista desde varios puntos de vista, y también esencialista en lo que refiere al grueso de quienes podrían ser definidos como “buenos”.

Volvamos a la tolerancia mutua y la contención como normas para la interacción entre las elites políticas. “Los partidos rivales de Estados Unidos llegaron a la dura constatación de que podían ser contrincantes en lugar de enemigos y alternarse en el poder en lugar de dedicarse a destruirse mutuamente”. Lo consiguieron tras la Guerra de Secesión y el establecimiento de leyes que fueron limitando los derechos políticos de la población negra. Los autores son muy críticos de estas leyes; sin embargo, las ven como un mal colateral y no como un hecho profundamente vinculado al consenso intraelite: esa exclusión es fundante de la posibilidad del acuerdo.

La barrera para no dejar pasar a los líderes con tendencias autoritarias estaba, según Levitsky y Ziblatt, en las reglas de selección de candidatos. Los polvos que nos han producido estos barros se habrían empezado a formar en 1972, cuando, siguiendo las recomendaciones de la Comisión McGovern-Fraser, el Partido Demócrata y el Republicano adoptaron el sistema de primarias. Las primarias abrieron las puertas de entrada a las candidaturas externas, a pesar de que, como una especie de salvaguarda, se incluyó la figura de los “superdelegados” –muy criticada por antidemocrática, incluso por otros analistas estadounidenses–, con el objetivo de no perder el control de las nominaciones. A este cambio en el diseño institucional se suman otros dos: el creciente poder del dinero en las campañas y la explosión de la presencia e influencia de los medios de comunicación. El cambio de reglas y de contexto explicaría la emergencia de un líder como Trump. Pero cabe preguntarse: ¿el problema es que se acabaron la tolerancia y la contención, o que la democracia estadounidense ha sido incapaz de incluir a grupos cada vez mayores de la población?

La raíz de la polarización actual no está en la incapacidad de las elites para frenar a Donald Trump. El problema de fondo es la incapacidad de las elites y del sistema para incluir las demandas de la población y demostrar que la política puede cambiar cosas.

Una democracia schumpeteriana

En mi opinión, la raíz de la polarización actual no está en la incapacidad de las elites para frenar a Trump (Timothy Snyder ha sostenido que lo que Trump hace con sus acciones es gritarles en la cara a los republicanos que son hipócritas, que dicen preocuparse por los derechos humanos o el racismo cuando en realidad estas cuestiones no les importan). El problema de fondo es la incapacidad de las elites y del sistema para incluir las demandas de la población y demostrar que la política puede cambiar cosas. Y este es otro tema clave sobre el que no se enfatiza en la obra (y que señala Snyder): se resalta la libertad como valor supremo, pero si no tienes salud o alimentos, ¿de qué sirve la libertad? La libertad es una libertad de mercado.

La desigualdad estructural que afecta al sistema estadounidense y el racismo creciente (como chivo expiatorio) están en la base del crecimiento de Trump mucho más que la renuncia del Partido Republicano a seguir aplicando los “usos y costumbres”. O, dicho en otras palabras, los partidos renunciaron mucho antes a generar políticas públicas orientadas al bienestar y se acomodaron a sus posiciones de poder y ahí permanecieron, hasta que un día tuvieron que enfrentar que el mundo había cambiado.

Eso vale muy especialmente para los republicanos, cuyo electorado es fundamentalmente blanco. Ese electorado percibe con temor lo que las estadísticas muestran: si en 1950 la población no blanca no llegaba a 10%, en 2014 había ascendido a 38% y se estima que los blancos quedarán en minoría en 2044. La división es profunda: 76% de los evangélicos vota a los republicanos. Pero cuidado, que esto podía no haber sido un issue. Que se haya construido, y a lo largo del tiempo acentuado, un clivaje basado no en opciones programáticas sino en el color de la piel y la religión es responsabilidad de las elites que han construido su discurso y su acción sobre... el racismo, el machismo y el clasismo. O, dicho en otras palabras, la idealizada tolerancia y contención mutuas funcionaron entre varones blancos de la misma clase social, y ahora se han acabado.

Esto me lleva a la segunda cuestión que quisiera plantear. Desde esta visión limitada de la estructura institucional y las conductas de los actores de la elite como principales soportes de la democracia, Levitsky y Ziblatt dedican un capítulo (“Salvaguarda de la democracia en Estados Unidos”) a argumentar sobre las bondades de un sistema en que la clave parecería estar en los cribados, en los filtros de control del acceso. Los autores no caen en los argumentos más descarnados que empleó Joseph Schumpeter para rechazar la ampliación de la democracia, pero tampoco se apartan mucho. La democracia elitista está enraizada en la organización institucional estadounidense, al menos en el nivel federal. En cualquier caso, coincidiendo con los autores en la necesidad de instituciones bien diseñadas y en la relevancia de los actores políticos, considero que la visión elitista de la democracia no se sostiene, ni en la teoría ni en la práctica.

Aunque es probable que a menudo la ciudadanía no cuente con información ni con educación suficientes, este problema no se resuelve impidiendo la participación democrática, sino mejorando las condiciones para la formación de la opinión pública y el ejercicio de los derechos políticos. La apuesta a dejarlo todo en manos de las elites o de los expertos intenta ocultar que el capital humano se distribuye según el nivel de acceso a bienes y, por tanto, expresa las desigualdades existentes. No es moralmente justificable, mientras la evidencia empírica señala que los gobiernos de elites tampoco son más eficientes.

Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, observó que era imprescindible dotar a las elecciones de algún mecanismo de “tamizado”. Se lo cita en el libro diciendo que “confiar en exceso en los mecanismos de cribado es, en sí mismo, antidemocrático”; no obstante, “confiar demasiado en ‘la voluntad del pueblo’ puede ser también peligroso”. El límite de la apuesta por una democracia elitista es que pone el foco, a la vez, en que se sostengan los procedimientos de la contención y la tolerancia mutua mientras se levantan las barreras contra agentes exteriores. La argumentación se vuelve casi tautológica al sostener que “bajo el desmantelamiento de las normas básicas de la tolerancia mutua y la contención subyace un síndrome de intensa polarización partidista”.

Es muy ilustrativo que los autores de Cómo mueren las democracias recurran al caso de Chile –“una de las democracias más sólidas y estables de las tres últimas décadas” (p. 257)– como ejemplo de las bondades de estos acuerdos intraelites que el libro propone como principal antídoto contra el autoritarismo.

El ejemplo chileno

Es muy ilustrativo que los autores recurran al caso de Chile –“una de las democracias más sólidas y estables de las tres últimas décadas” (p. 257)– como ejemplo de las bondades de estos acuerdos intraelites que el libro propone como principal antídoto contra el autoritarismo. Pero es justamente el caso chileno el que refuerza mi argumento de la ceguera de las elites para ampliar la democracia o siquiera sostenerla sobre bases firmes, y su incapacidad para promover políticas públicas incluyentes, como lo que prepara el caldo de cultivo para la crisis.

En Chile, los acuerdos entre la elite y el fuerte control que mantuvo Augusto Pinochet durante los primeros años de la transición pueden haber dado estabilidad, pero también dieron forma al pecado original de la naciente democracia chilena, construida sobre la Constitución de la dictadura. Las últimas décadas han mostrado hasta qué punto la ceguera de las elites impidió implementar reformas que pudieran sostener esa democracia a lo largo del tiempo. La democracia no se ha perdido en Chile, pero enfrenta en la actualidad una coyuntura crítica.

El descontento se fue larvando y haciendo evidente cada vez con más fuerza: aunque los partidos políticos siguen dominando la escena y las nuevas candidaturas independientes no han tenido gran peso, lo que no logró canalizarse institucionalmente irrumpió desde abajo y por los bordes, con sucesivos movimientos sociales sectoriales que confluyeron en el estallido de octubre de 2019. Los indicadores del desempeño institucional (restringidos) que durante años habían puesto a Chile en los primeros puestos estallaron en la cara de ciertos sectores de la ciencia política. Otros lo habían venido señalando con datos y análisis en profundidad. La crisis de representación era profunda, muy profunda, y la elite no la vio venir, aunque sí logró impedir la emergencia de outsiders.

El surgimiento de líderes populistas es una señal de hartazgo, es un síntoma. No niego que sea un problema muy serio, pero insisto en que es apenas la punta del iceberg, aunque sus consecuencias puedan ser dramáticas. Frenarlo no depende de bloquear a estos líderes, sino de desactivar democráticamente su discurso ofreciendo alternativas, o sea, haciendo política.

Creas el estándar a tu medida y desde ahí miras el mundo

“Si hace 25 años alguien le hubiera hablado de un país en el que los candidatos amenazaban con meter en la prisión a sus rivales, en el que la oposición acusaba al gobierno de robar unas elecciones o de establecer una dictadura y en el que los partidos empleaban sus mayorías legislativas para destituir presidentes y robar puestos en el Tribunal Supremo, seguramente habría pensado usted en Ecuador o Rumania. Probablemente no hubiera imaginado que hablaba de Estados Unidos”.

Los autores dan cuenta de la nueva coyuntura estadounidense. Pero hay una larga lista de violaciones a la democracia a escala global que Estados Unidos ha cometido durante todo el siglo XX y que no son objeto del libro. Vale preguntarse si se puede trazar una línea roja que rescate las bondades de un sistema hacia adentro y la cúspide, mientras los mismos actores que defienden la política interna (sin contemplar que las violaciones de derechos humanos contra la población negra podrían ser un argumento suficiente para no considerar tan modélica esa democracia) impulsan una política exterior plagada de actuaciones contrarias a los principios democráticos y de los derechos humanos.

En Estados Unidos las normas de tolerancia mutua y contención institucional estaban muy bien asentadas en un modelo excluyente. Hombres blancos ricos se hicieron con el poder y aprendieron a alternarse porque, en cualquier caso, sus intereses no eran tan divergentes.

Hubo contención y tolerancia, sí, para la elite y entre la elite. No es que los autores no den cuenta de esta problemática, pero la minimizan y la subordinan a una narrativa de éxito: “con todo, las incipientes normas de Estados Unidos no tardaron en dejar al descubierto un tema que los fundadores habían intentado silenciar: la esclavitud”. Hubo guerra, hubo vencedores y vencidos, y extrema polarización. Pero “la tolerancia mutua se estableció finalmente una vez que el tema de la igualdad racial desapareció de la agenda política”. ¿Desapareció porque se resolvió? No. Las elites aprendieron a negociar metiéndolo debajo de la alfombra. La esclavitud terminó, pero una serie de leyes fueron limitando seriamente los derechos políticos de grupos muy concretos. Entonces, las normas de tolerancia mutua y contención institucional estaban muy bien asentadas en un modelo excluyente. Hombres blancos ricos se hicieron con el poder y aprendieron a alternarse porque, en cualquier caso, sus intereses no eran tan divergentes.

Esta visión limitada es la que lleva a centrar todas las críticas al peronismo en Argentina en la dimensión institucional, dejando a un lado la de provisión de bienestar.

Un buen número de expertos y analistas mediáticos, entre los que podría destacar al premio Nobel de Literatura y frustrado candidato a presidente de Perú Mario Vargas Llosa, han reconcentrado la agenda de debate en el populismo, que automáticamente identifican con el autoritarismo. Así, se han lavado las manos de hacer una crítica profunda del rol de las elites –incluyendo las intelectuales– en el impedimento de la apertura y funcionamiento efectivo de la democracia. Y por efectivo no sólo me refiero a las limitaciones de la provisión de servicios públicos, sino también a la protección de los derechos humanos en la práctica y no sólo en la teoría.

Esta visión limitada es la que lleva a centrar todas las críticas al peronismo en Argentina en la dimensión institucional, dejando a un lado la de provisión de bienestar –el incuestionable avance de la agenda de derechos laborales y de inclusión social–, mientras tampoco se presta mayor atención al contexto previo y posterior. No sostengo que el primer gobierno de Juan D. Perón haya actuado siguiendo las reglas estrictas de la democracia; es evidente que la disputa por controlar las instituciones fue feroz. Pero ¿qué elites democráticas dejaron pasar al líder autoritario? Una evaluación descontextualizada e interesada de procesos históricos complejos permite atacar al líder argentino haciendo la vista gorda frente a las condiciones estructurales que favorecen su emergencia, mientras se minimiza su contribución a la ampliación de derechos.

Sostiene Michael Ignatieff que los derechos humanos han sido un gran avance global y el mundo sería mucho peor sin ellos, pero no puede obviarse que es un discurso de la elite, porque a la gente en las zonas empobrecidas y olvidadas del mundo los derechos humanos no le sirven para resolver los problemas de su vida cotidiana ni tampoco para defender efectivamente esos derechos. Insisto –y en esto también insiste Ignatieff–: no se trata de negar el valor de lo conseguido (el mundo sería mucho peor sin estos principios), sino de resaltar su insuficiencia y la necesidad de expandirlos: se trata de avanzar en serio en la agenda de derechos humanos. Así, hay hipocresía en Europa al levantar en teoría las banderas de los derechos humanos mientras en la isla de Lesbos (Grecia) los inmigrantes, entre los que abundan las niñas y niños, viven situaciones de extrema vulnerabilidad. Y hay hipocresía en erigir a Estados Unidos como una democracia modélica mientras hacia adentro se ejerce violencia institucional contra la población negra y la inmigración pobre en general.

En una conversación sobre Europa, Hamid Dabashi y Mohamed Mahmoud Ould Mohamedou señalaron que hay algo incestuoso en la forma en que Europa y los pensadores europeos se piensan a sí mismos, como si Europa no fuera una invención global sino algo exclusivo de los europeos. Argumentan sobre el rol central que tiene la “amnesia selectiva” en la construcción de la idea de Europa como la cuna y casa de los valores universales y como medida de la verdad. Creo que los argumentos –y ya no me refiero sólo al libro que comentaba en las secciones previas de este artículo– valen también para la idea de Estados Unidos como modelo y patrón de la democracia.

Dice Dabashi que al mirar a Matteo Salvini, Marine Le Pen o Geert Wilders observa su devenir asociado a los dictadores europeos surgidos al calor de las guerras mundiales. No hace falta ir a Europa del Este ni a ningún lugar de Asia, África o América Latina en busca de metáforas para entenderlos. Lo mismo ocurre en Estados Unidos: cuando Trump llegó al poder, los liberales estadounidenses compararon sarcásticamente a su país con una “república bananera”. “Primero acuñan una expresión racista como ‘república bananera’ sin tener en cuenta el hecho de que su propia democracia ha sido fundamental para sostener las tiranías en todo el mundo, y luego, cuando quieren descartar una locura corrupta como Trump, deben ir a América Latina en busca de una metáfora”. Las democracias mueren cuando no son efectivas, cuando excluyen y cuando sus elites no son capaces de mirarlas críticamente y actuar para reformarlas. Toca hacer un planteo más profundo y completo de lo que las democracias necesitan para no morir.

Yanina Welp es investigadora en el Center for Democracy Studies con sede en Aarau, Suiza, y codirectora del Centro Latinoamericano de Zúrich, de la Universidad de Zúrich. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.

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