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Cuando el pelo es ajeno, no hay tijera grande

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En algún momento se dieron a conocer los montos patrimoniales de varios jerarcas y legisladores. Cuentas en pesos y dólares, en el país y en el exterior. Propiedades y hectáreas de campo. Cabezas de ganado y vehículos. Alguna deuda también. Si bien esto no sorprende realmente, confirma la existencia de una casta política con un patrimonio muy superior al promedio de la población.

Entiéndase que esto implica que gran parte de nuestros representantes viven el día a día de una forma que en nada se parece a la de sus representados promedio. Gobiernan, legislan y decretan desde una burbuja desde la cual obtienen beneficios directos (qué fácil se votan exoneraciones al campo o se evita cobrar impuestos al capital, o no se legisla sobre la triangulación financiera con paraísos fiscales y otros delitos de guante blanco), mientras que difícilmente sufrirán las consecuencias negativas de sus decisiones (aumento de penas por delitos “típicos de pobres” o de tarifas no afectan su forma y nivel de vida).

Desde ese mundo paralelo, próximamente discutirán y decidirán cambios en el sistema de seguridad social. La base sobre la cual harán esto es el documento generado por la comisión de expertos cuyo contenido conocíamos desde el principio: mayor edad de jubilación, aumento de la expectativa de vida esperada (nos pagarán menos por mes con la promesa de que vamos a vivir más tiempo), e introducir al sistema más actores privados (con el consecuente lucro a costa de los trabajadores que esto implica).

Es innegable que se debe revisar el sistema para mejorar su desempeño. Hay muchas personas con conocimiento del tema que han analizado la situación y hasta tienen soluciones alternativas al respecto. Sin embargo, yo quisiera expresar algunos reparos en mi calidad de ciudadano, que creo que deberían ponerse en discusión no porque yo sea especialista sino porque soy quien va a sufrir las consecuencias de lo que se decida. Como la mayoría. Como casi ninguno de los que van a levantar la mano al momento de votar los cambios.

En primer lugar, ¿es indiscutible que el porcentaje de producto interno bruto que se va en jubilaciones es un gasto? De todo lo que implica un costo para el Estado, ¿son las pasividades un peso tan grande? Quizás en la concepción del Estado-empresa que está tan en boga sea inconcebible, pero si pensamos que el rol del Estado es organizar un conjunto de personas, y por tanto administrar derechos y obligaciones, y brindar servicios mínimos a todos los ciudadanos, la respuesta es claramente negativa. No debería ser una postura extraña considerar prioritario el pago de pasividades frente a otras formas de gastar fondos públicos, incluso ante un sistema subóptimo.

Otro asunto que surge es si se tratará igual a todos los subsistemas de pensiones. Cualquier cambio en las reglas de juego debería ser parejo para todos. Cambios en un subsistema, manteniendo cualquier tipo de privilegio en otro, aunque exista diferencia de montos netos, es absolutamente injustificado, salvo para mantener privilegios para ciertos sectores de la sociedad frente a otros.

¿Por qué un beneficio que debería garantizar una calidad de vida mínimamente decente para la mayoría de la población al final de su vida, se ve como algo factible de recorte, entre todos los costos que tiene el Estado?

Finalmente, pensemos de qué estamos hablando. Es posible que yo sea afortunado y disfrute mi trabajo. El trabajo dignifica, dirá alguno por ahí. Pero no es secreto que esta realidad no es la de todos los trabajadores. La mayoría de las personas hace su trabajo porque necesita dinero para sobrevivir. Cualquier trabajo. El trabajo que encuentre. Es indiscutible que el trabajo no es lo que cada persona elegiría estar haciendo con su tiempo de vida en todo momento. En todo momento de su única vida. Aumentar la edad de jubilación es disminuir el tiempo que la persona está con su familia. Es disminuir la cantidad de tiempo que puede dedicar a hacer lo que quiere. Es aumentar el riesgo a ser despedido y quedarse sin nada. Es aumentar la posibilidad de morir sin conocer el mundo sin las ocho horas.

Sin embargo, desde la realidad de quienes decidirán sobre el tema, estos argumentos son bien de vago. Y de resentido social. Porque la lucha de clases no existe y todos buscamos el bien común. Esa será la lectura de quienes no pagan alquiler, ni suben al ómnibus, ni reparan cuánto gastan cada vez que hacen un surtido. En realidad, ni siquiera se hacen sus surtidos. Aquellos para los que el Estado es una carga y no un garante de sus derechos.

¿Por qué discutir una reducción en la jornada laboral o la renta básica universal suenan a utopía inalcanzable y, sin embargo, se eliminan beneficios populares sin cuestionar?

Si la democracia representativa sólo fuera una forma práctica para sustituir la democracia directa, podríamos asumir que las decisiones a las que se llegaría en uno u otro sistema serían más o menos las mismas. Sin embargo, me cuesta creer que si estuviéramos todos en una plaza discutiendo sobre seguridad social decidiríamos trabajar más años mientras unos pocos mantienen tantos privilegios. ¿No sería más razonable (perdón por el cliché) reducir a un mínimo indispensable las Fuerzas Armadas, por ejemplo? ¿Cuántas jubilaciones pagaríamos con lo que se exonera a privados? ¿Por qué un beneficio que debería garantizar una calidad de vida mínimamente decente para la mayoría de la población al final de su vida se ve como algo factible de recorte, entre todos los costos que tiene el Estado? Pareciera ser que en realidad la democracia representativa sólo es una forma de lavarle la cara al gobierno de las élites. Una oligocracia con concurso de talentos cada cinco años.

Es en estos casos cuando se ve realmente cuáles son las prioridades de algunos y cuáles las de todos. En estos casos se ve qué tan bien nos representan nuestros representantes. Podemos ver cómo se puede afectar nuestra historia de vida sin tener posibilidad de injerencia. Podemos ver cómo deciden por nosotros sin consecuencias. Podemos ver dónde estamos y cuánto nos falta.

Daniel Hernández es biólogo y magíster en Ecología.

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