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Ilustración: Ramiro Alonso

El ciclo Tabárez continúa

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Con el ciclo iniciado en 2006 por Óscar Washington Tabárez, el seleccionado uruguayo clasificó a todos los mundiales –Sudáfrica 2010, Brasil 2014 y Rusia 2018–, llegó cuarto en 2010 y quinto en 2018, por encima de varias potencias deportivas, obtuvo una Copa América en 2011, y logró primeros lugares en las restantes categorías. Además de resultados, hubo mucho más: valores intangibles. “Supimos reemplazar la contingencia del éxito y la urgencia del resultado por el valor y el placer del crecimiento y la superación, por ser fieles a una manera de vivir el deporte y la vida”, escribió en su cuenta de Twitter Fernando Cáceres, ex secretario nacional de Deporte. Sin embargo, Tabárez, “que colocó a Uruguay en los últimos tres mundiales de forma consecutiva, fue puesto en cuestión a pesar de tener contrato vigente, de estar en zona de clasificación indirecta y, lo más llamativo, de haber superado en estos últimos 15 años situaciones tanto o más complicadas que la que se conformó tras caer derrotado por goleada con Argentina y en Brasil”, escribió Rómulo Martínez Chenlo en la diaria del 17 de octubre.

Un siglo de fútbol y política

Fútbol y política son dos pasiones de los uruguayos, pero no siempre fueron sincrónicas. Sí lo fueron en 1930 y 1950, cuando el Uruguay campeón del mundo estuvo motorizado por elencos del cambio. Cuando el país era considerado a la vez una democracia ejemplar, Suiza de América y tierra de confluencias: el historiador Eric Hobsbawm consignó en su The Age of Extremes que Uruguay era en la época la única democracia completa –junto con Canadá– de las Américas, y una de las pocas de un mundo occidental donde se extendía la mancha fascista. Pero ambas pasiones dejaron de ser sincrónicas en Alemania 74, cuando Uruguay obtuvo un modesto lugar 16, a la vez que ingresaba en un proceso dictatorial. Y también en el “Mundialito” de 1980, cuando la dictadura militar quiso aprovechar el primer puesto alcanzado para recuperar algo de legitimidad tras el “no” dado por la ciudadanía ante su intento de institucionalización por plebiscito. Una vez restaurada la democracia en 1985, fútbol y política no se volvieron a articular. Quizá por la falta de sinergias entre las élites dirigentes del gobierno y del fútbol. Quizá por la mayor pujanza de otros seleccionados. Quizá porque el cambio futbolístico en el país no acompasó los cambios táctico-estratégicos del exterior. Quizá por la memorización de un pasado futbolístico en que el país insistía en refugiarse. Quizá por el “respeto” de los diferentes gobiernos a los poderes fácticos dentro del fútbol. Quizá porque la realpolitik invadió todos los ámbitos sistémicos. Quizá por un sinnúmero de razones más. Lo cierto es que la población empezó a sufrir una desafección progresiva unida a ciclos que alternaban ilusión y decepciones colectivas. Política democrática y fútbol volvieron a quedar a distancia.

El encuentro, un encuentro motivado, con pathos, volvió de la mano de la política a partir del proceso iniciado por el equipo técnico encabezado por Óscar Tabárez en 2006. Retornó de la mano de un director técnico que, desmarcándose del pasado y de su propia cronología personal, paró en la cancha un seleccionado que por fin jugó al fútbol con decisión y técnica, sin saltearse líneas, dentro de la legalidad, y al margen de los legados mafiosos. Transmitiendo que el compañerismo, el buen desempeño profesional y la condición humana del equipo pueden alinearse y formar un círculo virtuoso. Y la población lo retribuyó: porque se sintió reflejada en la apuesta, el esfuerzo y el mensaje. Porque se sintió reflejada en el espejo de una selección que por primera vez en mucho tiempo le mostraba virtudes deportivas y éticas: “El camino es la recompensa”. De ahí los festejos por 18 de Julio, la rambla, varias plazas y lugares públicos de Montevideo toda vez que Uruguay lograra un merecido triunfo en 2010. Frente a Sudáfrica, frente a Corea del Sur, frente a Ghana en 2010. Esa identificación de la población con su equipo y director técnico elevó la motivación colectiva, pero lo que al principio pareció una coyuntura, cobró después un perfil persistente a la luz de los cambios generales por los que también transitaba el país.

Identidad nacional y mitos fundacionales

¿Por qué importa el fútbol en Uruguay? Se dirá que el fútbol también es importante desde hace tiempo en otros lugares del mundo. Sin embargo, en muchos países el fútbol es una “tradición inventada” hace muy poco tiempo: el Asia confuciana y Estados Unidos, por ejemplo. La historia del Uruguay moderno, en cambio, se desarrolló con y a través del fútbol: el primer batllismo invirtió en el deporte comunitario en general y en el fútbol competitivo en particular, construyó el estadio Centenario para conmemorar los 100 años de la independencia nacional, precedido por dos triunfos mundiales y coronado con el primer triunfo de la Copa Jules Rimet en 1930. Y esto fue una combinación de construcción y azar. Parte de la identidad nacional, además de fincar en el legado democrático, igualitarista y cohesivo encarnado respectivamente en el sistema político, una estratificación social amortiguada y la escuela vareliana –y condensado en el “mito Artigas” igualmente democrático, igualitarista e integrador–, está basada también en artefactos de cultura popular, fundamentalmente dos: la música popular uruguaya (la murga, el candombe, el canto popular, el folclore, el tango, el rock barrial y sus respectivas fusiones) y el fútbol. La vigencia de esta identidad nacional se la debemos a la eficacia de rituales profanos que dan marcos vivenciales e interactivos concretos a contenidos espirituales que, de otra manera, se perderían entre los poros de la memoria colectiva. Todas las fuentes referidas, desde el sistema político democrático hasta la cultura popular, cooperan solidariamente en integrar a los uruguayos, en convertirlos en parte activa de una misma trama de vivencias, presencias vicarias y recuerdos, tanto reales como imaginarios.

El fútbol cumple en Uruguay la función de sacralizar lo profano. En efecto, el fútbol es en Uruguay –país laico, con un porcentaje comparativamente alto de ateos y baja tasa de individuos “practicantes” de su fe– una variante de religión o equivalente funcional a una religión. El fútbol aporta motivación a las relaciones sociales y su relato épico complementa, afirma e intensifica la pasión de baja intensidad que reciben los estudiantes en sus clases de historia nacional, demasiado recostada sobre el siglo XIX.

En segundo lugar, el fútbol es en Uruguay un factor de integración social al convocar a todos los sectores sociales, todas las etnias y todas las edades, y al habilitar al “juego” a individuos de sectores humildes, que no necesitan indumentaria especial ni pelotas reglamentarias. Esto es un rasgo consustancial al fútbol: su mayor igualitarismo.

Dos anotaciones sobre la identidad nacional. La primera: la identidad nacional es una construcción que se relata. Y en los relatos, hay recuerdos y también olvidos. Tiene una memoria selectiva. En este sentido, probablemente el “maracanazo” haya hecho olvidar que sólo 13 países participaron en la Copa de 1950 (hoy son el triple de países), que la dirección de la pelota cuando Uruguay logró empatar a Brasil era la contraria a la que había calculado Schiaffino, y que mientras Brasil había derrotado cómodamente a España y Suecia, el equipo uruguayo apenas había logrado una sufrida victoria ante los suecos y un empate ante los españoles. Lo que se retiene de la “hazaña” del Maracaná son, en cambio, dos cosas: primero, que Uruguay ganó de visitante, con toda la parcialidad en contra; y segundo, que Uruguay, siendo un país “chico” ganó desde atrás a un “grande”. David ganó a Goliat 2-1, cuando iba perdiendo 1-0. Se olvida muchas veces que Obdulio Varela, capitán del equipo, dijo en varias entrevistas que “ganamos por pura suerte”.

Director técnico y jugadores emiten una señal de solvencia profesional, moderación personal y condición de personas íntegras en lo público y en lo privado.

La peor versión del catenaccio y su reverso

Sobre todo después de México 70, Uruguay perfila en contextos de profesionalización un juego preferentemente defensivo, fuerte en la marca aunque no necesariamente eficaz, sin una velocidad acorde a otras selecciones, sin llegadas de contragolpe que sorprendan al arco rival, con poca imaginación, morosa capacidad táctica, imprecisiones múltiples en ataque, déficit técnico, y carencias de modulación que pudieran habilitar a velocidades múltiples y márgenes más amplios de maniobra. O sea, Uruguay jugó la peor versión del sistema de juego italiano denominado catenaccio, sin ninguna de sus virtudes. La selección no careció en todo ese tiempo de jugadores delanteros importantes; estos triunfaron en el país, la región y el mundo. Sin embargo, las estrellas internacionales desaparecían en los momentos más necesarios para el seleccionado. De ahí que Uruguay haya quedado opacado durante más de 40 años en los mundiales y nunca haya alcanzado las marcas (goleadoras) de otros seleccionados. Además, por múltiples factores, algunos de ellos vinculados a las ventas de futbolistas estrellas a clubes del primer mundo, los planteles no han dispuesto de tiempo para evolucionar de manera compaginada. Por lo tanto, no crecen juntos y durante las Copas del Mundo tienden a emerger caóticamente las “individualidades”. O bien, direcciones técnicas erráticas apuestan cínicamente a esas individualidades teóricamente “salvadoras”. Esta ha sido parte de la realidad. Una realidad con la cual los uruguayos hemos tenido que convivir durante décadas, apostillando el dicho “como el Uruguay no hay”.

En el contexto del tránsito de un modelo de bienes no transables a un universo de bienes transables, el jugador de fútbol pasó a ser una mercancía transable más. La venta de jugadores hacia clubes de primera y segunda divisional del primer mundo se acentuó, al tiempo que en el territorio nacional se consolidó un virtual monopolio en la intermediación contratista. Una opaca parapolítica futbolística hizo girar en torno suyo los pases de jugadores, clubes, dirigentes, directores técnicos, periodistas deportivos, permisos para transmisiones televisadas de partidos, etcétera. Una empresa con mecanismos mafiosos derivó en auténtico “poder fáctico” dentro de la constelación del poder. En ese contexto, que duró por lo menos 20 años, se afirmaron antivalores como la opacidad, el cinismo, la “viveza criolla”, el individualismo, el machismo, la soberbia, y el dinero como alfa y omega. Y dentro de la cancha se vio cómo se afirmaba un tipo de fútbol deslucido, hiperdefensivo, carente de velocidad e imaginación, y sucio. Representantes del fútbol local y una parte de la población uruguaya se quejaban de lo que consideraban amonestación gratuita al seleccionado oriental, sin reparar en que no era al mensajero a quien debía responsabilizarse. Ya a mediados de la década pasada, el unicato empresarial con rasgos mafiosos empezó a ceder frente a la competencia de un conjunto de nuevos contratistas. Una nueva era política también asomaba.

Una nueva era

El seleccionado dirigido por Tabárez tuvo la posibilidad de despejar desde el principio la aureola mafiosa que había sobrevolado durante décadas el seleccionado. El DT apostó con decisión y valentía a la norma, al profesionalismo, a la entrega de los jugadores, la transparencia, el fair play y al juego de equipo, al que dotó de mayor rapidez en la llegada, más toque y posesión de pelota, esforzándose en no saltearse líneas para llegar con cuerpo al área rival. Al mismo tiempo, prescindió de jugadores que no sumarían a una lógica colectiva a pesar de su estatus profesional. Tabárez también hizo esfuerzos por lograr un equipo balanceado, sin asimetrías entre las posiciones defensivas, mediocampistas y delanteras, con fortalezas en todas las marcas, combinando jugadores “técnicos” y jugadores “metedores”, con una formación matricial de 4,3,1,2 que sin embargo logró modular de acuerdo a nuevas necesidades y contingencias. El director técnico organizó desde el comienzo una línea delantera con imaginación, que detentaba rapidez y técnica (dispuesta en 1, 2) y que además jugaba de “memoria”: en 2010, un Forlán más retrasado, mientras que Cavani y Suárez, arriba. La selección contó con jugadores de marca que ocasionalmente hacen goles y con delanteros que también marcan y defienden. Fue extraordinario en el fútbol uruguayo contar con un “todo terreno” como Diego Forlán, que fuera delantero en el Atlético de Madrid, considerado en 2020 uno de los mejores atacantes del mundo. Por otro lado, Súarez y Cavani tuvieron amplio y sostenido destaque en el seleccionado tanto como en los clubes.

Más allá de las virtudes de los diversos integrantes del seleccionado, la ciudadanía uruguaya se identificó con este y con su DT. Y no sólo por los resultados, sino más allá de los resultados. Acaso por la forma y el procedimiento, que en este caso se convierten en sustancia: la forma se transforma en fondo. Es que la selección mostró valores en los que el uruguayo parece querer verse reflejado, y por eso la premia cada vez que se da la ocasión. Entre esos valores se cuentan: la apuesta al juego dentro de las reglas, la entrega a una causa común, el espíritu de equipo, el apego a procedimientos legítimos para el logro de metas deseables, la imaginación colectiva, la adhesión a la legalidad, la sensatez declarativa de su DT y jugadores, y la apelación a la individualidad como último recurso. Asimismo, el seleccionado condensa simbólicamente a la totalidad del Uruguay: tiene representantes de distintos sectores sociales y de sus etnias predominantes, ostenta diversos “modelos estéticos” de jugadores. Contiene, en ese sentido, a todo el Uruguay. Pero quizá lo más importante no resida en nada de esto sino en un único asunto: director técnico y jugadores emiten una señal de solvencia profesional, moderación personal y condición de personas íntegras en lo público y en lo privado. Esto es mucho, y acaso más de lo que esperaba la ciudadanía hacia 2010.

Por último, el fútbol, como toda otra actividad, es portador de mensajes. No hay una única forma de llevar la camiseta a la “gloria”. El que gana un campeonato del mundo porque aplica permanentes “chicanas” y dilatorias, o una marca dura y asfixiante, sin dejar jugar a otro equipo técnica, estratégica y anímicamente superior, transmite un mensaje: el de la medianía. Y en el peor caso, mezquindad antideportiva: “No te voy a dejar jugar porque jugás demasiado bien”. Que dicho en buen romance significa achatar las cabezas que sobresalen. Otro equipo que gana a fuerza de empujes individuales y en el contexto de una dirección técnica anárquica e impotente también transmite un mensaje: que el equipo es una suma de “estrellas”, y que la sociedad, de última, es una adición de individuos sin acuerdos de base ni armonías conectadas. Una suma de singularidades sin cemento. Un mensaje distinto es el que dirige al mundo aquel equipo que, por saberse solvente en lo colectivo, no asfixia al contrincante y juega con decisión y lógica cooperativa, conforme a procedimientos legítimos, activando su margen deportivo, con el fin de obtener resultados no óptimos sino deseables. En este caso, si el triunfo sobreviene, es el resultado de una acumulación hecha con una material distinto, más sensato, menos pretencioso y por eso, también, más sabio: más noble.

Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia.

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