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¡Hay orden de aflojar!

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En los últimos días vivimos un hecho que movilizó la escena pública: el fallecimiento sorpresivo y a causa de un infarto de miocardio del entonces ministro del Interior, Jorge Larrañaga. Diferentes voces trataron su fallecimiento, recordaron e historizaron su recorrido en la historia política de nuestro país desde distintos lugares e interpretaciones.

El cataclismo que produce un fallecimiento resuena de manera diversa e inabarcable en las personas que son atravesadas por esa muerte, de forma cercana o infinitamente lejana; el duelo es una instancia singular, pero también puede ser profundamente plural. Primero viene lo disruptivo, ese primer encuentro con lo inesperado; después se desencadenan, a nivel individual y colectivo, instancias de reflexión y de elaboración de lo sucedido. Con el transcurso de los días circularon por los medios de comunicación figuras públicas, allegados y comunicadores destacando, a modo de reconocimiento, la guapeza del doctor Larrañaga, su costumbre de no descansar, su dedicación total a la tarea, aun dejando de lado su salud; su entereza para estar lejos de sus afectos y su carácter, fortaleza y estirpe. Quedó invisible en ese collar de halagos que estábamos ante una muerte vinculada a los atributos, las características y los valores que son reivindicados como deseables y destacables en la construcción de la masculinidad.

No parece casual que en los últimos episodios de fallecimientos de varones conocidos a nivel público, fundamentalmente en aquellos que resonaron en el Río de la Plata, haya cierto hilo que, desde el análisis cotidiano y desde los discursos colectivos, parecería que no llegamos a ver. Al vanagloriar la entereza del hombre recio, que bordea el riesgo cotidianamente, que es omnipotente y sabedor, que no se deja doblegar por el afecto y la debilidad, estamos agasajando algunas de las posibles causas de su final.

“Hay orden de no aflojar”, rezaban las redes, a modo de recuerdo y mandato sobre cómo continuar la gestión del Ministerio del Interior. Pero, al mismo tiempo, nos entregaban un contrapunto ilustrativo para pensar y pensarnos como varones, pensar la exigencia cultural de la fortaleza y de la invisibilidad que tenemos sobre nuestras propias debilidades y exposiciones, desde donde asumimos mayúsculos riesgos, aplaudidos y valorados por el coro de la cultura, aunque ellos puedan llegar a ir en contra de nuestra vida e incluso de la ajena.

Quedó invisible en ese collar de halagos que estábamos ante una muerte vinculada a los atributos, las características y los valores que son reivindicados como deseables y destacables en la construcción de la masculinidad.

Intentemos reflexionar, pensar la muerte y problematizar que lo que entendemos por valor, por halago, por fortaleza esconde, tal vez, nuestra propia endeblez, los límites del cuerpo y los finales del vivir. Busquemos hurgar en ese mandato crudo, guapo y viril –de poder con todo e ir para adelante– que la cultura nos ofrece como modo absoluto de transitar lo masculino, para preguntarnos si no existirán otras formas, menos lesivas para nosotros mismos y para los entornos, en que podamos reconocer el límite y en que aflojar sí sea una opción.

Las cifras internacionales (Organización Panamericana de la Salud, 2018) nos dicen que los varones tenemos una tasa de mortalidad por causas externas cuatro veces mayor que las mujeres. Además, el riesgo de morir por cardiopatías isquémicas es 75% mayor en los hombres, asociado fundamentalmente a factores culturales, sociales y comportamentales, y se considera que 36% de las muertes en hombres son evitables, en comparación con el 19% de las muertes en mujeres. El informe “Salud de los hombres uruguayos desde una perspectiva de género”, realizado por el Ministerio de Salud Pública en 2009, transmite que las vivencias del personal de salud sobre la atención de varones muestra que “en general sólo consultan en una situación avanzada de enfermedad, desvalorizan el síntoma, consultar les parece un signo de debilidad, no pueden parar, solo cuando revientan [...] la mujer puede permitirse ser más vulnerable, pero el varón dice ‘soy hombre y tengo que aguantar, porque soy guapo’”.

Vernos y reconocernos débiles en tanto varones y, sobre todo, mortales es una discusión que debería estar sobre la mesa, para darle luz y poder buscar formas de problematizar el porfiado estereotipo masculino que quiere hacernos creer que no tenemos que dejarnos doblegar, que tenemos que soportar, estoicos, hasta que el débil cuerpo aguante y llegue el final, aunque esto sea pronto, y aunque esto ocurra seguido.

Santiago Huelmo es licenciado en Psicología y magíster en Género y Políticas de Igualdad. Ignacio Rodríguez Perrachione es licenciado en Psicología y maestrando en Psicología Clínica.

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