A fines del siglo XIX, en Francia, estalló un escándalo judicial y político que alcanzó un relieve internacional extraordinario, cuando Emilio Zola publicó su J’accuse. Ahora, se ha intentado comparar el caso Assange –que tiene rasgos de inequidad semejantes– con el caso mencionado, pero pienso que este último es mucho más grave.
Dreyfus, un militar judío, fue acusado injustamente de traidor, primero condenado con violación de todas las garantías del derecho merced de una confabulación de la cúpula militar sostenida por el gobierno civil y apoyada por la mayoría de una prensa antisemita omnipotente, que contaminó hasta a preclaros dirigentes socialistas. Fue una tremenda injusticia, pero que no comprometía más que a la mayoría de los poderes y de las opiniones de un solo país.
El caso Assange, un periodista australiano, en cambio, comenzó cuando tres periódicos de gran prestigio internacional –The New York Times (de Estados Unidos), Le Monde (de Francia) y The Guardian (de Gran Bretaña)– divulgaron documentos del ejército norteamericano que evidenciaban crímenes de guerra en intervenciones en Irak y Afganistán. Nadie fue perseguido por la Justicia por esas serias denuncias, que incluían grabaciones de pilotos (que a la vez fueron filmados en el momento en que, mediante drones, asesinaban a civiles desarmados y se regocijaban de lo que estaban haciendo).
La notoriedad internacional de este periodista de investigación comenzó por esas publicaciones. Antes se habían producido los ataques a las Torres Gemelas que culminaron con la Patriot Act, un conjunto de normas que dan gran latitud al gobierno para declarar confidenciales sus resoluciones y también extiende arbitrariamente el concepto de “terrorismo”. Al aplicarse esas normas, esos tres prestigiosos rotativos dejaron de ocuparse de las persecuciones que comenzó a sufrir Assange.
Se trata de una clara advertencia hacia todo el sistema de medios masivo existente de los riesgos que pueden correr si prosiguen difundiendo denuncias de atropellos a los derechos humanos que a la vez perjudican al poder imperial.
Assange está ahora preso en Gran Bretaña y el día 4 de junio, en Ginebra, se inauguró un monumento llamado Anything to Say, dispuesto en su honor por las autoridades de esa ciudad, al tiempo que, junto al club suizo de la prensa de Ginebra y otras organizaciones de la sociedad civil, lanzaron un llamado para solicitar su libertad y exhortar a distintos gobiernos a que le ofrezcan asilo político. Un relator de las Naciones Unidas Nils Melzer, que hizo pública una declaración sosteniendo que Assange es un preso político en Gran Bretaña, al mismo tiempo señaló que cuatro gobiernos han participado en la persecución que ha sufrido Assange: Suecia, Ecuador, Gran Bretaña y Estados Unidos.
Ni el llamado ni la inauguración del monumento (que fue realizado por un escultor italiano y cuya imagen fue divulgada por la televisión suiza) merecieron un despacho de alguna agencia internacional que llegue a nuestro país.
Parecería que se acentúa el control de la información relativa a este caso. Ya no se trata, como en el caso Dreyfus, de combatir una injusticia fundada en prejuicios racistas y derechistas, sino de un designio de control generalizado de la opinión pública internacional, al sacrificar a un periodista violando o modificando las normas jurídicas de un país imperial y de otros tres países “vasallos”, en una clara advertencia hacia todo el sistema de medios masivo existente (propietarios, directores y periodistas) de los riesgos que pueden correr si prosiguen difundiendo denuncias de atropellos a los derechos humanos que a la vez perjudican al poder imperial.
Roque Faraone es escritor y docente.