El asesinato del médico Vladimir Roslik, en abril de 1984, tuvo consecuencias importantes para el proceso de salida de la dictadura. El valor de quienes investigaron y denunciaron aquel crimen convenció a muchas personas que aún no creían que el régimen torturara y consolidó la voluntad de ponerle fin. A su vez, la grotesca intervención de la Justicia militar (que hasta hace unos días sólo se había divulgado parcialmente) contribuyó a que se descartara la idea, que algunos manejaban, de dejar en sus manos todos los casos de violación de los derechos humanos en el marco del terrorismo de Estado. Hubo también resultados muy penosos, que persisten hasta hoy.
El jefe de la región militar donde ocurrió el homicidio era el teniente general Hugo Medina, cuya relación con Julio María Sanguinetti estaba en el centro de las negociaciones entre militares y políticos. La forma en que se manejó el caso Roslik protegió a Medina y, en términos más generales, prefiguró las condiciones posteriores de la transición en lo referido a las responsabilidades por más de una década de actos atroces. Comenzó una retirada militar ordenada, que en principio negaba culpas y que, a lo sumo, estaba dispuesta a sacrificar sólo a algunos participantes directos en la represión, si no le quedaba otra.
El papel de la Justicia militar confirmó de antemano lo que podía esperarse de ella cuando Sanguinetti les encomendó a los fiscales militares José Sambucetti y Nelson Corbo, ambos coroneles, “investigaciones destinadas al esclarecimiento” de las denuncias “relativas a personas presuntamente detenidas en operaciones militares o policiales y desaparecidas, así como de menores presuntamente secuestrados en similares condiciones”. El resultado, poco sorprendente, fueron sucesivas declaraciones de que nada se podía comprobar.
Muchos años después, con grandes esfuerzos, se fueron desmontando parte de los dispositivos de la impunidad, pero los relacionados con el asesinato de Roslik permanecieron. Gobiernos nacionales de los tres mayores partidos pudieron haber hecho algo a partir del documento al que accedió la diaria esta semana, mediante un pedido de acceso a la información pública. La menos grave de las hipótesis es que a sucesivos jerarcas no se les ocurrió leerlo por negligencia.
En ese documento queda de manifiesto que el juez militar Óscar Vilches dio por ciertas declaraciones inverosímiles y desestimó evidencias contundentes para procesar, por delitos relativamente menores, sólo a un par de responsables –al parecer indirectos– de la tortura y el homicidio.
Tanto o más grave es la responsabilidad de los actuales integrantes de la Suprema Corte de Justicia que, esta semana, rechazaron la solicitud de reapertura del caso planteada por el fiscal especializado en crímenes de lesa humanidad, Ricardo Perciballe, dando por válido el repugnante fallo de Vilches y contribuyendo así a perpetuar la protección de autores y encubridores del crimen.
No es nuevo que haya defensores contumaces de la impunidad. La pregunta es, como siempre, si prevalecerán.