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El mundo saludablemente reversible de la política y el trabajo

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Cada poco tiempo reaparece como reproche o sagaz descubrimiento la imputación a un ciudadano por tener actividad sindical (y eventualmente ejercer una cierta representación de ese colectivo) y a la vez, expresar una identificación partidaria determinada.

La atribución adquiere tonalidad cuasi de subversión cuando ese ciudadano además toma la decisión de asumir responsabilidades en el campo político, al punto de que estos críticos estiman que eso transparenta una especie de regla celosamente oculta de la existencia de un vínculo estrecho y conspirativo en algún confín entre los sindicatos y los partidos políticos que debe ser denunciado como si se tratara de una perversión.

La respuesta más obvia que se ha dado a esta inquisitoria fue recordar que también los empresarios tienen un tránsito fácil hacia las responsabilidades partidarias y gubernativas. A veces incluso se saltean la primera y ocupan como outsiders directamente la segunda. Buen ejemplo de esto ha sido la honestidad brutal del exministro de Ganadería, Agricultura y Pesca Carlos María Uriarte, cuando soltó en el programa En Perspectiva: “Desde donde estoy, hoy como gobierno, mi función es trasladar las necesidades y las opiniones de los productores y tratar de que sus intereses sean considerados en las medidas que toma el gobierno”, y aclaró que su papel era actuar “desde el gobierno” como representante “de quienes el ministerio abarca”. Luego, como sospechó que había ido muy lejos, preguntó al periodista si no se trataría de una cuestión semántica.

Sin embargo, es posible ver el problema desde un ángulo distinto, que pueda demostrar de una vez que todo este alboroto es producto del prejuicio o la ignorancia supina.

Los sindicatos germinaron como respuesta autónoma del conjunto de los trabajadores a la situación de explotación a que los sometió el capitalismo industrial en el curso del siglo XIX (bajos salarios, horarios extensos, pésimas condiciones de salud y seguridad laboral), así como desde el campo político, mutual y religioso surgieron otras resistencias, alternativas y correcciones a ese estado de cosas.

Las organizaciones sindicales nacieron por tanto con un doble objetivo, plasmado por una parte en la defensa de los intereses inmediatos de los trabajadores mediante la huelga y la negociación colectiva, y por otra parte, se trazaron un horizonte más amplio, fundado en ideologías diversas que llegan hasta hoy mismo, que proyectaban una superación o trascendencia de la mercantilización del trabajo por trasuntar la mercantilización de los cuerpos.

El dinamismo y la eficacia de las mejores experiencias sindicales se explica con base justamente en la tensión interna de ese juego de objetivos inmediatos y mediatos, ya que la actividad sindical debe armonizar las urgencias cotidianas de la problemática laboral (el salario, la organización del trabajo, el impacto de las nuevas tecnologías, etcétera) con una cosmovisión más amplia, en clave política, acerca del rumbo de la economía, la sociedad y la cultura.

Esta en exceso esquemática síntesis histórica sólo pretende recurrir al origen del fenómeno sindical para comprender de una vez que los sindicatos no “se meten” en política, sino que “son” esencialmente políticos. Y si no lo fueran, no cumplirían adecuadamente su papel de defensa del interés integral de quienes deben trabajar en favor de otro, ya sea que su empleador se corporice en una empresa tradicional o se trate de una inmaterial aplicación digital.

Por eso debe verse como absolutamente natural que un dirigente sindical asuma cargos en la vida partidaria o en el gobierno, siempre que concomitantemente abandone su militancia social. Así también debería ocurrir, por ejemplo, con los militares o los empresarios, que transitan a menudo desde su actividad profesional hacia la política y nadie parece inquietarse por ello. Quizá el único atributo que deba salvaguardarse fue el que no tuvo en cuenta el exministro, o sea, que no se ingrese a la política para representar una corporación sino para brindar un servicio público para todos (llámese interés general o bien común, depende del gusto) desde una posición ideológica legítima y determinada.

Las organizaciones sindicales nacieron por tanto con un doble objetivo, plasmado por una parte en la defensa de los intereses inmediatos de los trabajadores, y por otra parte, se trazaron un horizonte más amplio.

En puridad, la mayor parte de los políticos conocen el mundo del trabajo (hay excepciones) y han participado en él ya sea como trabajadores, empresarios, emprendedores, cooperativistas, profesionales, y eventualmente pudieron ser elegidos por sus pares para representarlos institucionalmente. Son prácticas profundamente democráticas que a veces parecen minusvalorarse o tomarse como un componente negativo de los dirigentes provenientes de los movimientos sociales.

Un prejuicio similar aparece cuando se califica a los paros generales como “políticos”, según se ha aducido con el ocurrido el 15 de setiembre.

En principio, nada hay que pueda delimitar con precisión cuándo un paro es político o es en defensa de los derechos de las personas que trabajan, si ese discernimiento fuera plausible. Corresponde preguntarse si vale el esfuerzo de hacer una distinción de ese tipo. El purismo no es una característica de la realidad social: los temas laborales están imbuidos de tintes políticos (repárese, por ejemplo, en la fijación del salario de los funcionarios públicos), y las decisiones políticas comprometen las condiciones de vida de las personas que trabajan (piénsese en la desregulación laboral que significa la reciente ley de teletrabajo, o el debate en torno a las medidas de apoyo a colectivos de personas que quedaron sin ingresos durante buena parte de la emergencia sanitaria por la covid-19).

La inclusión en una plataforma de postulados inmediatos como el salario, más otros que pueden impactar de manera mediata, como el reclamo de políticas de protección social, de salvaguarda de instituciones de promoción productiva y reparto de tierras, etcétera, complejiza mucho las cosas y hace que la salida de calificarlo de político sea un recurso ‒político‒ menor, porque no va a la sustancia de lo que se reclama.

Así las cosas, cualquier opinión o movilización de los sindicatos sobre el Tratado de Libre Comercio (TLC) con China o sobre el Mercosur ‒ocurrió en el pasado reciente y va a volver a ocurrir, no se necesita “volver al futuro”‒ va a generar una respuesta automática, como si viniera de un algoritmo, de “meterse en política”. Pero pensándolo bien (como debe pensarse) cualquiera de esas medidas, a mediano plazo, afectará el trabajo, y habrá de arbitrarse políticas (¡otra vez la incómoda palabra!) compensatorias.

Digámoslo con total claridad: los paros políticos son absolutamente legítimos, como cualquier otro paro, siempre que su finalidad se vincule con aspectos laborales y no sea “exclusivamente político e insurreccional”, como dice el Comité de Libertad Sindical de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Este organismo especializado del sistema de Naciones Unidas ha dicho que “las organizaciones encargadas de defender los intereses socioeconómicos y profesionales de los trabajadores deberían en principio poder recurrir a la huelga para apoyar sus posiciones en la búsqueda de soluciones a los problemas derivados de las grandes cuestiones políticas, económicas y sociales que tienen consecuencias inmediatas para sus miembros y para los trabajadores en general, especialmente en materia de empleo, de protección social y de nivel de vida” (Recopilación de Recomendaciones del Comité de Libertad Sindical de la OIT, c. 359).

La reciente Opinión Consultiva 27/21 del 5 de mayo de 2021 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos es coincidente con estos criterios cuando expresa que “respecto a la finalidad o reivindicaciones perseguidas por la huelga y que son objeto de protección, este Tribunal considera que pueden sintetizarse en tres categorías: las de naturaleza laboral, que buscan mejorar las condiciones de trabajo o de vida de los trabajadores y las trabajadoras; las de naturaleza sindical, que persiguen las reivindicaciones colectivas de las organizaciones sindicales; y las que impugnan políticas públicas” (núm. 99).

Habrá en adelante otras movilizaciones, otros paros y otros dirigentes que transiten los carriles de la participación democrática entre la política, la economía y la sociedad. Y habrá también quienes postulen un purismo imposible, poniendo el grito en el cielo en cada caso. De esos hay que cuidarse: están haciendo política.

Hugo Barretto Ghione es catedrático de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.

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