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Yo “adoctrino” a mis estudiantes

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Enseñar es provocar, es promover el pensamiento crítico. Yo “adoctrino” con ese propósito. Me paro frente a 20, 50, 100, 500 estudiantes y me presento tal cual soy y pienso desde qué lugar me posiciono en la sociedad, qué asuntos me preocupan; relato mi breve itinerario académico. Y agrego que todo cuanto les diga y comente no debe ser asumido como la absoluta verdad. Explicar un concepto requiere fundamentar y explicar con claridad, así como describir y analizar un proceso sociopolítico exige un rigor extremo en todo sentido. Todo estudiante que no comparta mi visión puede explicitarlo, con perspectivas y argumentos fundados. De este modo, estimulo la lectura desprejuiciada, planteando las diversas miradas y abriendo el arco a otras opciones de entendimiento e interpretación en contraposición a los o las autoras que forman parte de la bibliografía del curso a mi cargo, en este caso, acerca de las políticas sociales en América Latina.

No pretendo que los y las estudiantes repitan sin comprender los asuntos o tópicos que constituyen el contenido propio del curso. El objetivo principal es que ellos y ellas puedan discernir desde qué lugar, posición o marco teórico se formulan aseveraciones o explicaciones acerca de la desigualdad, la pobreza, el bienestar, el desarrollo social, o se diseñan las políticas públicas en un contexto determinado. Siendo este el enfoque, va de suyo que el respeto a la pluralidad de percepciones, opiniones y valoraciones debe ser uno de los pilares de todo proceso de enseñanza-aprendizaje. Más aún, dicho proceso se construye a partir del diálogo fecundo entre el docente y los estudiantes; por ende, ambos se enriquecen conforme el intercambio se hace denso, franco y desprejuiciado.

Libre pensamiento, respeto y rigor son los pilares que fundan un genuino proceso de enseñanza-aprendizaje. Obviamente, estos están en las antípodas del adoctrinamiento.

Este abordaje no implica desligarme de la responsabilidad que el rol docente me confiere; en otras palabras, asumo como válido un conjunto de premisas y orientaciones que constituye el núcleo central de mi curso. Hace décadas que en la Universidad de la República se respeta la libertad de cátedra y precisamente por ello, al docente se le exige solidez, responsabilidad, seriedad y rigor científico-académico. También los y las estudiantes gozan de la libertad, tanto para contradecir al profesor –sin que ello vaya en desmedro de su calificación final– como, asimismo, para solicitar la profundización en los temas que se traten.

Durante el transcurso de mis clases, el estímulo a la participación del estudiantado es una norma elemental. Los y las estudiantes deben, ante todo, aprender a criticar, interpelar, interrogarse e interrogar, procurar respuestas y más preguntas. De eso se trata, entonces, la profesión que abracé hace un cuarto de siglo. El silencio complaciente no me agrada, tampoco la obcecada y sistemática negación por entender nuevas ideas, o acaso ideas “viejas” resignificadas en contextos contemporáneos. Precisamente del diálogo entre el docente y el estudiantado pueden emerger perspectivas innovadoras y miradas frescas acerca de las realidades que nos ha tocado vivir.

En suma, libre pensamiento, respeto y rigor son los pilares que fundan un genuino proceso de enseñanza-aprendizaje. Obviamente, estos están en las antípodas del adoctrinamiento.

Christian Mirza es profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República.

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