En estos días el Tribunal de Cuentas de la República debe pronunciarse sobre la legalidad del nuevo contrato de concesión de la terminal especializada en contenedores Terminal Cuenca del Plata (TCP), que sustituye al contrato original de la concesión otorgada en 2001. El contrato se firmó a raíz del acuerdo celebrado el 25 de febrero de 2021 entre el Estado uruguayo y la empresa Katoen Natie Group (KNG), propietaria de 80% de la terminal.
Esto nos motiva a retomar el tema y a señalar que esta no es una concesión más, es la concesión a una empresa por la que va a pasar gran parte de lo que Uruguay importe y exporte, hasta 2081. En columnas anteriores analizamos en profundidad las múltiples ilegalidades y los graves perjuicios que este acuerdo genera para la competitividad de la producción nacional y para los uruguayos todos al encarecer las importaciones, al consagrar un monopolio sin regulación.
En esta columna señalaremos, en primer lugar, la importancia que tiene la resolución del Tribunal de Cuentas en este caso concreto, y también por el precedente que sienta. El contrato viola varias leyes y también principios y normas de la contratación administrativa. La resolución que se tome en este caso sentará precedente respecto de si los contratos del Estado pueden modificarse libremente, aun en contra de lo que establece el marco jurídico vigente.
En segundo lugar, fundamentaremos por qué, sin lugar a dudas, estamos ante un nuevo contrato de concesión, que modifica la esencia de lo que fuera licitado en 2001. Se asegura la exclusividad para el manejo de contenedores, cuando lo que se licitó fue una terminal en competencia. Por tanto, no puede considerarse una prórroga o ampliación legítima del contrato original, sino que es un contrato nuevo, que se adjudica en forma directa y sin licitación.
En tercer lugar, demostraremos que los cambios que se introducen en el contrato son ilegales, en el estricto sentido de la palabra, en tanto violan la ley que dio lugar a la subasta de 2001, la Ley de Puertos, la Ley de la Competencia, y principios y normas generales de la contratación administrativa.
En cuarto lugar, analizaremos los cuantiosos beneficios que el contrato le genera a KNG, y los enormes costos y contingencias que acarrea al Estado, en una clara evidencia de que la relevancia y magnitud de los cambios introducidos por el gobierno y la empresa afectan la situación patrimonial del Estado, en beneficio de KNG y en contra del interés público.
Por último, veremos que para asegurar que se concreten estos beneficios ilegales, las autoridades no cumplieron con el procedimiento administrativo establecido ni con las formalidades legalmente exigidas e incurrieron, a nuestro entender, en responsabilidades administrativas y —posiblemente también— penales. No es un tema menor que el contrato se comenzara a ejecutar sin aguardar el pronunciamiento del Tribunal de Cuentas, con el objetivo de así generar hechos consumados sobre el terreno que solidifiquen el acuerdo y dificulten una eventual reversión.
El Tribunal de Cuentas tiene el cometido y la responsabilidad de analizar la legalidad del contrato de concesión, así como del acuerdo firmado el 25 de febrero de 2021. Ese acuerdo —en principio— es exigible y es el que establece los compromisos que asume el Estado frente a KNG que, por cierto, exceden a lo establecido en el nuevo contrato.
Mientras se redactaban estas líneas, en la edición del jueves 24 de febrero del semanario Búsqueda se publicó que los servicios técnicos del Tribunal de Cuentas recomiendan formular nueve observaciones al contrato, las cuales estarían en línea con lo que estamos aquí afirmando. En los próximos días el informe de los técnicos deberá ser considerado por los ministros del Tribunal, que son quienes deben adoptar la decisión.
Es demasiado importante lo que está en juego
Es fundamental que la resolución del Tribunal de Cuentas advierta que no se puede cambiar la esencia de un contrato, en contra de la ley y sin procedimiento competitivo, señalando así a las autoridades públicas que no todo vale en las contrataciones en el Estado.
Los contratos firmados por el Estado no pueden modificarse libremente. A diferencia de lo que ocurre con los particulares, el Estado está obligado a seguir reglas muy estrictas que aseguren transparencia al seleccionar qué contrata, con quién lo hace y a qué precio. De lo contrario, se perderían las necesarias garantías, se atentaría contra la transparencia y la igualdad de los oferentes, todo lo cual podría dar lugar a que se cometan irregularidades o, incluso, que se facilite la corrupción en la contratación pública.
Piénsese, por ejemplo, qué pasaría si una empresa gana una licitación ofertando un precio muy inferior al de los demás competidores, pero después de firmado el contrato, el Estado acuerda subir el precio o aceptar un producto de menor calidad al exigido en las bases. Las empresas que perdieron la licitación habrían sido perjudicadas por el cambio en las reglas de juego, ya que con esas nuevas condiciones otra podría haber sido la adjudicataria.
El caso de la terminal de contenedores es similar, sólo que infinitamente más complejo y grave. Estamos hablando de la operativa del puerto de Montevideo. En 2001 se licitó una terminal que operaba en competencia, y ahora se le asegura la exclusividad para la operativa de contenedores, como se desarrollará más adelante. La violación del principio de igualdad de los oferentes surge de manifiesto cuando se alteran las condiciones de la contratación original, en beneficio del concesionario.
Esto no significa que los contratos del Estado sean inalterables. En ciertas circunstancias y con determinados límites (cuantitativos y cualitativos) la normativa permite ampliar o prorrogar contratos de concesión vigentes. Por ejemplo, estaríamos ante una ampliación lícita del contrato, si se hubiera extendido el plazo de concesión hasta el máximo permitido, a cambio de mayores inversiones o de un aumento del canon, pero manteniéndose la esencia del contrato original. Lo que la normativa no permite es ampliar las prestaciones objeto de los contratos en más de 100%, ni firmar un nuevo contrato de concesión, que cambia la esencia de lo que se licitó, sin hacer un proceso competitivo. Esto es justamente lo que hizo el gobierno en el puerto de Montevideo.
El Tribunal de Cuentas ejerce el control externo del uso de los recursos públicos y certifica la legalidad de las contrataciones públicas. Su accionar debe dar las garantías para el adecuado funcionamiento del Estado de Derecho.
Un nuevo contrato que se adjudicó en forma directa
El nuevo contrato cambia el régimen de gestión, que es el corazón de lo que se licitó en 2001. Se pasa de un régimen que aseguraba la competencia en el puerto a uno que le otorga a TCP el monopolio para el manejo de contenedores. Simultáneamente, se liberan las principales tarifas que la terminal puede cobrar, que en el contrato original estaban topeadas, y se impide que el Estado pueda regular los precios del monopolio que se crea. Además, como se analizará más adelante, el nuevo contrato incorpora una larga serie de beneficios adicionales al concesionario.
En 2001 se licitó una terminal de contenedores que iba a operar en régimen de libre competencia, como lo asegura la propia ley del año 2000 que da origen a la subasta de TCP y que establece, claramente, que “Se asegurará la prestación de servicios en igualdad de condiciones a todos los que los soliciten, manteniendo la continuidad y regularidad de los mismos, y no se comprometerá restricciones para operar en otros sectores del Puerto de Montevideo”. Esto es reafirmado por el decreto de 2001 que fija el Régimen de Gestión de la terminal, al decir que “la Terminal prestará servicios en condiciones de libre competencia con otros operadores que actúen en otros muelles del Puerto de Montevideo”.
Para dejar bien claro cuál era la visión de las autoridades, son elocuentes las palabras del entonces senador Alejandro Atchugarry, en oportunidad de una interpelación por este tema en julio de 2001: “[…] me voy a referir a lo que yo siento que ha quedado claro como objetivo de la Administración. A veces, los Estados recurren a procedimientos de este tipo porque lo que desean es hacer caja. La prioridad en una operación de este tipo, con cierto grado de monopolio y no grandes inversiones, es maximizar el valor actual de esa renta que se puede obtener. Creo que la Administración ha optado por el camino inverso, que privilegia claramente el futuro desarrollo del Puerto. Creo que lo hace, en primer lugar, porque consagra la libertad de opción no haciendo ninguna excepción dentro del Puerto. O sea que la Administración mantiene en libertad a cualquier privado, ya que en el muelle B —o multipropósito, como le dicen ahora— habrá cierta cantidad de armadores que hoy podrán tener un acuerdo, pero su concurrencia es absolutamente libre para otro armador o para cualquiera. En segundo lugar, la Administración se ha guardado —a diferencia de otros pliegos— la libertad de seguir autorizando cuantas terminales quiera, ya sea grandes, chicas, muelles, o lo que sea. Así que creo que el diseño de este llamado no está basado en si se obtiene algo más o algo menos en la subasta, que simplemente es un mecanismo rápido y transparente de adjudicar. El objetivo es radicar inversión de riesgo y de largo plazo”.
Y más adelante continúa: “Aquí no se quiere vender una renta monopólica.” “Con otros pliegos tuvimos la discusión del sí o no al monopolio, mientras que hoy esa disposición no existe ni hay ánimo para discutir ese tema, porque está claro que no lo hay”.
Todo esto cambió radicalmente en el nuevo contrato que establece justamente lo contrario de lo que se licitó en 2001. El nuevo régimen de gestión, que ya empezó a instrumentarse gradualmente, establece que la Administración Nacional de Puertos (ANP) debe darle preferencia a TCP para atender los barcos portacontenedores. En los hechos, esta preferencia implica la exclusividad, ya que en estas condiciones no es viable que pueda existir otro operador en los muelles públicos. Por esta vía, TCP se irá apropiando gradualmente de 50% de los contenedores totales del puerto que hoy operan con otra empresa, hasta concentrar la totalidad de la operativa.
Es más, el nuevo contrato prohíbe “la instalación de grúas pórtico y/o equipamiento que pueda dar lugar a una especialización en contenedores fuera de las áreas y muelles especializados”. Y por si fuera poco, “no se otorgarán nuevas concesiones ni permisos ni autorizaciones para la instalación y explotación de una Terminal Especializada de Contenedores, durante la vigencia de la Concesión, salvo que los movimientos de contenedores en TCP superen el ochenta y cinco por ciento (85%) de la capacidad anual de la Terminal por dos años consecutivos”.
Esto significa que TCP puede dilatar indefinidamente la entrada de un competidor, simplemente operando por debajo de su capacidad máxima. Pero por si esta barrera a la entrada de competidores no fuera suficiente, el acuerdo le permite también ampliar su capacidad y obliga a la ANP a autorizar las obras que sean necesarias para ello, lo cual le permitirá operar por debajo de ese 85% de forma indefinida.
Y si por alguna razón TCP permitiera que se cumpla esta condición de operar por encima del 85% durante dos años, el acuerdo obliga a que cualquier eventual competidor iguale la inversión hecha en la terminal TCP, lo cual es económicamente inviable porque implicaría duplicar la capacidad del puerto de la noche a la mañana. Es decir, la propia TCP podrá impedir que exista otra terminal especializada, simplemente regulando su capacidad, ampliando su capacidad, o incluso haciendo nada y confiando en la efectividad de las barreras que el acuerdo levantó para proteger su monopolio.
En síntesis, el nuevo contrato contraviene lo licitado al asegurarle a TCP la exclusividad para el manejo de contenedores en el puerto y elimina toda posibilidad de competencia actual o futura. Resulta más que elocuente que en el nuevo contrato se haya eliminado la cláusula original que establecía que “la Terminal prestará servicios en condiciones de libre competencia con otros operadores que actúen en otros muelles del Puerto de Montevideo”.
Además, el nuevo contrato libera la mayoría de los precios máximos que TCP les puede cobrar a los buques y que en el contrato original estaban topeados, se prevé que pueda cobrar por nuevos conceptos sin requerir autorización de la ANP, e impide que el Estado regule los precios que cobra el monopolio que se crea. No nos dejemos engañar. Tengamos en cuenta que la anunciada baja de los precios refiere sólo a siete de los 33 precios que actualmente cobra la terminal y que será aplicable sólo a los exportadores, no así a las importaciones. Por tanto, nada asegura que no se compense la anunciada baja de tarifas a los exportadores, con aumentos en otros conceptos y en particular lo que se cobra a los buques, incrementando así el precio de los fletes. ¿Cuál es la lógica de liberar los precios que estaban topeados, sino para poder subirlos?
La empresa, teniendo asegurada la exclusividad, no tiene ningún incentivo para trasladar a precios eventuales mejoras de eficiencia por el avance de la tecnología o por la profundización del puerto, mientras que el Estado renunció a toda posibilidad de regularlo. Y esto por los próximos 60 años. Sin duda, esto afectará la competitividad de nuestras exportaciones y los precios de lo que importamos. Lo que también está claro es que el acuerdo le asegura sustantivas rentas monopólicas a TCP. Entonces, ¿qué fue de las sabias reflexiones de Atchugarry?
El nuevo contrato es ilegal
Hemos demostrado que lo que firmó el gobierno no es una ampliación, prórroga o modificación menor del contrato, sino que ha cambiado esencialmente el objeto de la concesión, por lo cual nos encontramos frente a un contrato que entendemos que no podría haberse otorgado sin llamar a un procedimiento competitivo. Las irregularidades, sin embargo, no terminan ahí.
Aun si se hubiese convocado a un procedimiento competitivo, el contrato sería ilegal. En primer lugar, el nuevo régimen es contrario a la ley de creación de la terminal del año 2000 que mencionamos anteriormente, que señala que “no se comprometerán restricciones para operar en otros sectores del puerto de Montevideo”. En segundo lugar, viola de manera reiterada la Ley de Puertos, en los artículos que garantizan la libre concurrencia y los que obligan al Poder Ejecutivo a evitar la formación de monopolios y a reservarse el derecho de fijar tarifas máximas.
También viola la Ley de Defensa de la Competencia, que prohíbe impedir el acceso de competidores a infraestructuras que sean esenciales para la distribución y comercialización de bienes o servicios y obstaculizar el acceso al mercado de potenciales entrantes al mismo. Pero lo que es peor, viola la propia Constitución de la República, que no permite al Poder Ejecutivo conceder monopolios. Sólo el Parlamento puede hacerlo, mediante una ley aprobada con mayorías especiales.
Si el gobierno quería cambiar el régimen de los servicios portuarios, pasando a uno sin competencia, debió haber aprobado previamente una nueva ley, y luego haber llamado a una licitación u otro proceso competitivo, en lugar de adjudicar esta nueva concesión monopólica en forma directa, como se hizo. De hecho, el pasado 18 de agosto (el mismo día que se llevó a cabo la interpelación al ministro Heber por este tema) el gobierno ingresó al Parlamento un proyecto de ley que pretende “emparchar” la ilegalidad del contrato, autorizando al Poder Ejecutivo a “determinar restricciones o limitaciones a la actividad” de las empresas portuarias, esto es, a eliminar la competencia en el ámbito portuario. Parece difícil imaginar una admisión más explícita de la ilegalidad del acuerdo.
Por cierto, la eliminación de la libre competencia portuaria no es un efecto accidental del contrato. La creación del nuevo régimen de gestión de la terminal que le otorga ventajas competitivas a un actor concreto del mercado —al punto de terminar conformando un monopolio— es el objeto del contrato en sí mismo. Entendemos que ello afecta su validez, de acuerdo con las normas civiles que regulan las nulidades en materia contractual. Esto pone en duda que las obligaciones surgidas del contrato sean efectivamente exigibles en el ámbito judicial.
Por si esto fuera poco, también es ilegal el plazo de 50 años adicionales con el que se benefició a la empresa, que le da derecho a seguir explotando la terminal hasta 2081. En una entrevista concedida a la diaria el pasado 18 de agosto, el doctor Edison González Lapeyre (uno de los principales expertos del país en materia portuaria, y que presidía la ANP en 2001 cuando se le otorgó la concesión a KNG) declaró que este plazo configura otra ilegalidad adicional de este contrato, y que sólo se podían otorgar 20 años más, esto es, hasta 2051.
Un beneficio sustancial e indebido a la empresa
Una clara demostración de que el nuevo contrato modifica sustantivamente las condiciones de lo que fuera licitado en 2001 es que hoy KNG tiene una empresa que vale unos 2.000 millones de dólares más que lo que valía antes de la firma del acuerdo, como fuera analizado oportunamente por los economistas Jorge Polgar y Martín Vallcorba. La ganancia anual de la empresa se duplica con creces y se extiende por 50 años más de lo previsto, alterando significativamente la ecuación económica del negocio. Resulta injustificable tamaño beneficio a una empresa que al momento de contratar sabía que debía realizar su actividad en régimen de competencia y por un plazo determinado. La contracara de esto es que se encarece la operativa del puerto de Montevideo para la exportación e importación de todo lo que producimos y consumimos los uruguayos.
Por si esto fuera poco, el nuevo contrato le impone obligaciones cuantiosas e inciertas al Estado, que bien podrían ascender a más de 2.000 millones de dólares. En primer lugar, el Estado se compromete a profundizar el dragado a por lo menos 14 metros (respecto de los 13 actuales), lo que costaría unos 240 millones de dólares de inversión, más unos 30 millones de dólares anuales de mantenimiento, además de requerir la anuencia de Argentina.
Sin embargo, la obligación del Estado puede ser mucho mayor e incierta. En el contrato se establece que el Estado debe llevar el dragado a la profundidad que la empresa entienda conveniente para sus intereses, teniendo el Estado que asumir los costos, y sin poder interponer objeción alguna para evitarlo. El contrato original establecía algo bien distinto. La profundización del dragado debía ser acordada entre el Estado y el concesionario.
Efectivamente así se fue haciendo, a partir de los diez metros originales. Sin duda, un puerto de mayor profundidad vale más porque permite el acceso de barcos de mayor calado. El problema es que no existe ningún incentivo para que las eventuales mejoras de eficiencia que se pudiera lograr con la mayor profundidad se trasladen a tarifas, sino que irían a engrosar la renta monopólica del concesionario.
Además, al prohibirse el manejo de contenedores fuera de TCP, se condena a que queden totalmente subutilizadas u ociosas las inversiones que recientemente hizo la ANP por 200 millones de dólares en muelles de similar dimensión y características a las que va a hacer el concesionario, con la consiguiente reducción de los ingresos de la ANP. Se amplía el área de la concesión, sin compensación alguna. Se renuncia a cobrar sanciones ya exigibles a la empresa.
A pesar de darle la exclusividad en el manejo de contenedores, se flexibiliza el canon mínimo a pagar por el concesionario. Asimismo, el canon podría reducirse drásticamente si la ANP no cumple con la profundización del dragado, o si no se asegura la exclusividad en el manejo de contenedores. Si alguna de estas situaciones no se corrigieran en 90 días, TCP tendrá derecho a reclamar a la ANP los daños y perjuicios y el lucro cesante. Todo esto, claramente, significa una afectación patrimonial y financiera de la ANP, que verá reducidos sus ingresos e incrementados sus costos.
Además, se le otorga en forma gratuita terrenos del Estado en Puntas de Sayago para instalar un parque eólico, actividad que, por cierto, no tiene ninguna relación con el contrato original. Insólitamente, el Poder Ejecutivo compromete a UTE, un ente autónomo, a que le compre toda la energía que produzca a precios de consumidor, por lo que UTE no podrá siquiera cubrir los costos de operación e infraestructura en que incurra por esta operativa.
Por cierto, debería considerarse además el costo de las exoneraciones tributarias por las inversiones que hace TCP, y que se podrán deducir enteramente de impuestos.
Por si todo esto fuera poco, el nuevo contrato expone al Estado a contingencias muy significativas. En primer lugar, los demás operadores del puerto (que tendrán que dejar de operar como consecuencia del acuerdo) ya han iniciado acciones legales. En segundo lugar, resulta insólito que el gobierno reconozca en el acuerdo que el Estado actuó en forma ilegal e ilegítima, haciéndose eco de los argumentos de KNG, y debilitando notoriamente la posición del Estado ante cualquier diferendo futuro.
Además, el acuerdo celebrado con KNG reduce la capacidad de control del Estado como socio minoritario en TCP. En el acuerdo se elimina la obligación de que las capitalizaciones de TCP deban ser aprobadas por el socio minoritario (esto es, la ANP), como se establecía en los estatutos originales de la sociedad, lo que había sido destacado por las autoridades de la época como una garantía diseñada especialmente para proteger al Estado frente a potenciales abusos. Ahora las capitalizaciones pasan a ser aprobadas por mayoría simple cuando sean para la realización de inversiones aprobadas por la ANP. Esto hay que leerlo junto con la cláusula del contrato que obliga a la ANP a aprobar todas las inversiones que proponga el contratista y que impliquen un aumento en la capacidad y/o productividad de la Terminal. Por tanto, a partir de ahora, KNG podrá imponer las capitalizaciones que considere, licuando así la participación del Estado en la empresa.
¿Verdad que impresiona la magnitud de los cambios que se introdujeron en el acuerdo y que, indiscutiblemente, benefician a KNG? Nada de esto puede considerarse una modificación menor, ni mucho menos una prórroga del contrato original. El Tribunal de Cuentas tiene la oportunidad y la responsabilidad de analizar y evaluar todos los cambios que se introdujeron en el nuevo contrato y que cambian la esencia de lo que fuera licitado, todo en beneficio del concesionario.
Se usurpan poderes del Directorio de ANP
Como señalamos anteriormente, lo que el gobierno firmó es un nuevo contrato que se hace pasar por una prórroga de un contrato existente. Para eso, se apoyó en una ley que permite prorrogar concesiones portuarias, siempre que se cumplan determinadas condiciones. Por tanto, si el gobierno pretendía invocar esa facultad para simular el nuevo contrato bajo la forma de una prórroga —lo que como demostramos antes no es correcto—, al menos debería haber cumplido con los requisitos que para ello establece la ley. En particular, la norma exige que contra el beneficio de la prórroga, el concesionario realice inversiones de cierto porte y asegure una dotación de personal nacional estable; pero además, estos elementos deben ser analizados como parte del asesoramiento del Directorio de la ANP, que, según manda la ley, el Poder Ejecutivo debe recibir antes de tomar la decisión.
Sin embargo, este asesoramiento preceptivo —y por tanto, obligatorio— de la ANP no existió. Por decisión del presidente de la ANP, el proyecto no se puso a consideración del Directorio y el Poder Ejecutivo resolvió sin dicho asesoramiento. La norma es bien clara y los propios Servicios Jurídicos de la ANP informaron que el asesoramiento corresponde al Directorio. Sin embargo, el presidente de la ANP resolvió personalmente elevar al Poder Ejecutivo una nota firmada sólo por él, de aproximadamente una carilla, que pretende cumplir con la formalidad, pero que en realidad no contiene asesoramiento alguno. Esto no es un incumplimiento menor; por el contrario, implica una violación del procedimiento administrativo y una omisión en el cumplimiento de los requisitos establecidos en la propia norma que se invoca. De acuerdo con la información del semanario Búsqueda, los servicios técnicos del Tribunal parecen estarle dando a este punto el destaque que merece.
Por último, y no por ello menos importante, hay una omisión del gobierno de requerir informes jurídicos y económicos que analicen la legalidad, la conveniencia o siquiera los costos para el Estado de lo que se estaba firmando. El Decreto 500/91 marca que las decisiones de las autoridades administrativas tienen que apoyarse en los informes y asesoramientos que correspondan. Solicitar asesoramiento técnico a los servicios no sólo es de buena administración, sino que es necesario para fundar las decisiones de las autoridades y que estas no sean arbitrarias. No existe ningún antecedente, mucho menos de la importancia de este, en el cual no conste ningún asesoramiento previo.
De todas formas, aunque las normas administrativas nada dijeran, es de absoluto sentido común y de buena administración que antes de la firma de un contrato de la importancia de este, por el cual prácticamente se entregan las llaves del puerto de Montevideo, las autoridades fundamenten su decisión con el asesoramiento técnico correspondiente. Sin embargo, ni los profesionales del Ministerio de Transporte y Obras Públicas (MTOP) ni los de la ANP, con larga experiencia en la temática, fueron consultados y tampoco se cuenta con ningún informe externo que lo justifique.
La información del semanario Búsqueda indica que los abogados del Tribunal están haciendo hincapié en el problema que representa la ausencia de informes técnicos que respalden la decisión, destacando que estos debieron haberse obtenido antes del acuerdo entre el gobierno y el grupo KNG firmado hace exactamente un año. Sin embargo, estos informes no existían a ese momento, y tampoco se produjeron durante las distintas etapas que el gobierno viene concretando para cumplir con lo acordado, lo que significa que en la cuestión del puerto nuestro gobierno se embarcó en aguas turbulentas, sin brújula ni sextante.
Un acuerdo sin control previo de legalidad
Si algo faltaba a este acuerdo plagado de ilegalidades es que comenzó a ejecutarse sin el control de legalidad que compete al Tribunal de Cuentas. El gobierno decidió que la opinión de este organismo de control externo podía esperar y comenzó a ejecutarlo sin la intervención preventiva que compete al Tribunal de Cuentas conforme lo establecen el artículo 211 literal b) de la Constitución de la República y la Ordenanza 91 del propio Tribunal, incumpliendo de esta forma con la normativa.
¿Cuál era la razón que tenía el gobierno para no esperar el pronunciamiento del Tribunal, si no existía urgencia alguna? Estamos hablando de un contrato que va a regir la operativa del puerto ¡por los próximos 60 años! La respuesta es sencilla. El gobierno avanzó en la ejecución del acuerdo a pesar de no tener la autorización del Tribunal de Cuentas, generando hechos consumados que dificultan una eventual reversión de este.
Estamos hablando de un tema demasiado importante para el país, que va a comprometer a los próximos 12 gobiernos, y que debería ser tratado con la debida seriedad y transparencia. El Tribunal de Cuentas tiene ahora la palabra.
Viviana Repetto, Darío Burstin y Michael Borchardt son asesores de Convocatoria Seregnista-Progresistas, Frente Amplio.
Referencias - “El destino del puerto: un monopolio privado a contramano del mundo, de la ley, y del futuro de Uruguay”, Jorge Polgar y Martín Vallcorba, la diaria, 16 de junio de 2021. - “Todo lo que usted quería saber sobre el acuerdo del puerto de Montevideo y no se anima a preguntar”, Michael Borchardt, la diaria, 28 de junio de 2021. - “Monopolio en el puerto: ilegalidades en contenedores y a granel”, Darío Burstin y Viviana Repetto, la diaria, 25 de julio de 2021. - “El gobierno entregó las llaves del puerto a un monopolio privado sin regulación”, Jorge Polgar y Martín Vallcorba, la diaria, 16 de agosto de 2021. - “Para González Lapeyre el acuerdo del gobierno con Katoen Natie está plagado de irregularidades”, la diaria_, 18 de agosto de 2021.